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Las estaciones y el tránsito de la vida (II): La primavera - Zenda
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Las estaciones y el tránsito de la vida (II): La primavera

Sakura en Arashimaya, provincia de Yamashiro. Serie Nieve, luna y flores en famosos lugares escénicos, 1833. Katsushika Hokusai. Sugawara no Michizane (845-903) fue un político influyente en la corte de Heian-kyō, el nombre original de Kioto, además de importante estudioso y poeta tanto de kanshi como de waka —es decir, en chino y en japonés—....

Sakura en Arashimaya, provincia de Yamashiro. Serie Nieve, luna y flores en famosos lugares escénicos, 1833. Katsushika Hokusai.

La pintura que corresponde a febrero en el Calendario de maneras y costumbres del periodo Meiji de Kiyokata Kaburaki es La mansión del ciruelo. Los japoneses esperan que el ciruelo —ume— florezca en este segundo mes del año y anuncie así el fin del invierno y la llegada de la primavera con la sakura al mes siguiente. El ciruelo no sólo florece antes que el cerezo: fue históricamente antes también la flor que dio lugar al hanami, la contemplación de esa floración. No era un árbol autóctono de Japón sin embargo; como tantas cosas que han conformado la cultura japonesa, llegó de China en el siglo VIII, durante la Era Nara, y continuó siendo muy valorado por una corte Heian que tanta importancia daba a la observación de las flores, los árboles y la luna.

Sugawara no Michizane (845-903) fue un político influyente en la corte de Heian-kyō, el nombre original de Kioto, además de importante estudioso y poeta tanto de kanshi como de waka —es decir, en chino y en japonés—. Él fue quien promovió que a mediados de la Era Heian se abandonaran las expediciones a China y dio paso así a que la cultura japonesa se pudiera emancipar de la cultura-madre y consolidarse como algo diferente. El Clan Fujiwara, que gobernaba de facto el país, lo mandó sin embargo a un triste exilio en Dazaifu, un lugar lejano en la isla de Kyushu y aislado por completo de la capital. Ahí, en chino, escribió su poema más conocido, donde concentra su soledad y la nostalgia de su familia en el ciruelo que tuvo que dejar en el jardín de su casa en Kioto:

Cuando el viento del este sopla hasta aquí
oh, flores de ciruelo,
¡enviadme vuestra fragancia!
Estad siempre pendientes de la primavera
aunque vuestro dueño ya no esté con vosotros.

La leyenda dice que el ciruelo no sólo le mandaba su fragancia sino que se desenraizó incluso y llegó volando a hacerle compañía en su morada en Kyushu.

Michizane murió en el exilio y su venganza póstuma fue terrible: los miembros de la familia Fujiwara iban muriendo uno tras otro, hubo terremotos, incendios…, hasta que fue restituido finalmente en su cargo de manera póstuma y, unos años más tarde, deificado con el nombre de Kitano Tenjin, la primera persona en la historia de Japón reconocida oficialmente como divinidad. Hasta hoy se lo sigue reverenciando como el kami de la literatura y la enseñanza en cientos de santuarios Tenmangū por todo el país, repletos todos ellos de ciruelos, y son miles los estudiantes que los visitan cada vez que hay exámenes a rezar para que les vaya bien. Los más importantes son Dazaifu Tenmangū, donde se supone está todavía el ciruelo que llegó volando, rodeado de miles más que sus fieles han plantado en su honor, y Kitano Tenmangū, en Kioto, que presume de contar con otros dos mil.

A Dazaifu Tenmangū he ido dos veces, la primera al poco de llegar a Japón sin saber nada de esta historia ni comprender todavía por tanto dónde estaba, y una segunda cuando ya la conocía y podía por tanto fijarme en el ciruelo milenario, fotografiarme al lado y rezar para que mis hijas aprueben los exámenes importantes de sus vidas. He visitado también Kitano Tenmangū y poco antes de que se extendiera el pánico por el coronavirus me ha dado tiempo a ir en Tokio a Yushima Tenmangū en pleno Ume matsuri, el festival del ciruelo que los santuarios dedicados a Tenjin celebran a finales de febrero, y verlo lleno de los puestos de comida y tenderetes habituales, parecidos quizá a los de una fiesta española de pueblo, aunque con menos gracia.

***

Man’yoshu es el libro de los ciruelos. Sus poemas están llenos de admiración y candor por este árbol que florece temprano y llena el invierno yermo de imágenes de flores rosadas. Especialmente famosos son los 32 poemas en torno al ciruelo compuestos durante la fiesta de hanami que Otomo no Tabito, Gobernador general de Dazaifu, organizó el primer mes del segundo año de la era Tempyo según el calendario japonés, es decir, en febrero de 730 en el nuestro gregoriano. En el prefacio a ese grupo de poemas está esta frase:

Ahora es el mejor mes de principios de la
primavera, con buen clima y una brisa
suave. Las flores de ciruelo florecen tan
blancas como el polvo mientras la
fragancia de las orquídeas cubre todo
como el incienso.

Ahí, en las palabras que se refieren al mes y a la brisa suave están los dos kanji,  令 -rei- y 和 -wa- con que se ha compuesto Reiwa, 令和, el nombre de la era que ha comenzado con la subida al trono del Emperador Naruhito en 2019. Por primera vez en la historia de Japón el nombre de una era proviene de un poema escrito en japonés y no de los clásicos chinos; el último gesto quizá de emancipación de la gran cultura-madre que iniciara Sugawara no Michizane hace once siglos.

Como el ciruelo, la curruca —ugisu en japonés— es símbolo también, y anuncio, de esta primavera temprana,

Si la curruca
no saliera del valle
a anunciar con su canto,
la primavera,
¿alguien se daría cuenta?

Ōe no Chisato
(Traducción de Torquil Duthie)

y ciruelo y curruca aparecen unidos una y otra vez en la pintura y el waka, como en esta pintura de Hiroshige, Curruca en una rama de ciruelo (ca. 1835).

***

El pino en el panel de Kanō Naonobu en las salas Kuro-shoin de Kioto bajo el que se sentaba el Shõgun y del que caen todavía algunos restos de nieve mientras florecen los ciruelos refleja un momento parecido al del poema de Toyotomi Hideyoshi que descubro en un libro de Menchu Gutiérrez —y ella en El castillo de yodo, de Inoue Yasushi—:

No había terminado el año y contemplaba
la belleza de la montaña nevada,
donde las flores que permanecían escondidas
acababan de abrirse.

Traducción del francés de la propia Menchu Gutiérrez

Cuando florecen los ciruelos es aún puro invierno. Las flores rosadas que llenan los santuarios Tenmangū son un atisbo apenas de algo que está todavía por venir. Predicen la primavera pero no la traen consigo. Hasta que florezcan los cerezos no dará comienzo de verdad la primavera japonesa.

Sakura es a la vez cereza, cerezo y la floración de los cerezos. A finales de la Era Heian el ciruelo fue desplazado como árbol nacional de Japón y símbolo preferido de la belleza por el cerezo, de florecimiento más tardío y, sobre todo, más corto. El Kokinshū tuvo mucho que ver en esta canonización de la sakura, mucho más presente en sus poemas que el ume, relegado en adelante en la corte y en la psique japonesa. Un paso más en la emancipación japonesa de la cultura china. Paradójico resulta sin duda que fuera Michizane, Kitano Tenjin, que tanto quería los ciruelos y era un magistral poeta en chino, quien tuvo el gesto político definitivo de romper lazos con China que acabaría consagrando el cerezo como gran árbol-símbolo de Japón. El cambio de un árbol por otro se consolida de tal manera que a principios del siglo X a un poeta ya le parecería extravagante escribir sobre ciruelos.

***

Lección es la pintura de marzo en el calendario de Kaburaki, dos mujeres sentadas junto a la ventana, una enseñando a la otra a tocar el shamisen. Apenas asoman unas primeras flores, no se sabe si de cerezo o de ume, dependerá seguramente de si es marzo temprano o tardío. Apenas un atisbo en el que no sabemos muy bien si ellas se fijan o no, concentradas en la lección de música que da título a la pintura.

La vista de las flores se percibe mejor a través de la ventana que la enmarca. “¿Se ha fijado en que un trozo de cielo percibido desde un ventanuco o entre dos chimeneas, dos rocas o una galería da una idea más profunda del infinito que el gran panorama visto dese la cima de una montaña?”, pregunta Baudelaire en su carta a un amigo.

En Hanami, la pintura de abril, otras dos señoras contemplan, esta vez atentamente, las flores que acaban de brotar del cerezo. Es el gesto que siguen haciendo cada primavera millones de japoneses, embelesados una y otra vez por las flores que salen y apenas durarán una semana, poco más, signo, representación y memento de la fugacidad de la vida. Hana es flor en japonés, o flores, y mi, del verbo miru, ver. Desde que se las entronizara como símbolo en la Era Heian no hace falta una mención expresa: cuando se habla de flores son las del cerezo. Hanami, la contemplación del cerezo en flor.

Durante siglos fue una práctica apenas de aristócratas, poetas y gente acomodada. Hasta hoy se recuerda en Japón la extravagante fiesta de hanami que el caudillo Toyotomi Hideyoshi celebró en 1598 el Templo Daigo-ji de Kioto. Es a partir de la época Edo cuando la práctica se extiende. Yoshimune Tokugawa (1684-1751), el octavo shogún, plantó miles de cerezos en la nueva capital y creó lugares repletos para que la gente común los disfrutara. Uno de los primeros, el parque Ueno, es un lugar muy popular todavía  para la gran fiesta anual de la sakura. Y en época Meiji, la difusión de la variedad someiyoshino y la mejora en las condiciones de vida hicieron que la práctica se extendiera de manera abrumadora a todo tipo de gente.

Hanami es la temporada más bonita del año para los japoneses, la más representativa de su cultura. Se pasan el año esperándola, anunciándonosla a los extranjeros; cuando llega se lanzan a calles y parques a mirar los árboles que florecen por todas partes y fotografiar con cámaras tremendas y lentes telescópicos una rama, un capullito, unos estambres, una y otra vez con el mismo entusiasmo, como si no vieran y vivieran el mismo fenómeno año tras año.

A mí me han tocado cuatro temporadas de sakura durante mis años en Tokio. Tres y media en realidad, la última ha sido celebración a medias por el coronavirus. Las tres primeras, en cambio, son una experiencia inolvidable. Todo es sakura en esos días y es imposible sustraerse a la euforia colectiva. Los parques están repletos de familias y grupos de amigos haciendo picnic bajos la flores, hay flores de cerezo en la decoración de las tiendas y en los papeles con que envuelven cuidadosamente cada cosa, la gente lleva algo rosa en su atuendo, se venden dulces, pasteles, licores de sakura. Los viajeros a Japón procuran venir en esta época, hasta quienes no irían tal vez nunca a ver los cerezos en flor del Valle del Jerte o los almendros en la Quinta de los Molinos. Son multitudes las que llenan los parques y abarrotan los templos de Kioto. Los japoneses se quejan de la cantidad de extranjeros, chinos sobre todo, que viene al país para el hanami. El mismo Saigyo escribía ya en el s.XII:

Estropean la tranquilidad
las multitudes que vienen
a ver la sakura
¿A quien culpar
si no es al propio cerezo en flor?

La marea de gente que camina por el canal de Naka-Meguro en Tokio o Kiyamachi-dori en Kioto comiendo en la calle y bebiendo champán rosado no permite avanzar. Hanami se identifica hoy en día con multitudes, comida y bebida rodeado todo ello de árboles en flor. Ango Sakaguchi se quejaba en 1947 en su novela Sakura no mori no mankai no shita, En el bosque bajo los cerezos en flor:

Cuando florecen los cerezos, la gente se siente alegre y feliz. Bajo los árboles cuajados de flores beben sake o comen dulces de arroz mientras exclaman: “¡Qué vista tan hermosa! Qué esplendida es la primavera!”

Pero todo es una gran farsa. ¿Qué por qué lo digo? Porque desde la época Edo se repite la misma historia: la gente se reúne bajo los cerezos para emborracharse, vomitar y, finalmente, acabar pelándose bajo sus ramas en flor.

***

La contemplación de los cerezos tiene que ver profundamente con el alma japonesa. Hace falta su comprensión del mundo, la sutilidad de su gusto estético y la importancia que dan a los elementos de la naturaleza para comprender un fenómeno que va mucho más allá de la diversión, los picnic y la fiesta.

El hanami celebra la belleza de la vida, el nacimiento. No es casualidad que la sakura suela coincidir con el comienzo el 1 de abril del Año fiscal japonés: los presupuestos públicos corren a partir de esa fecha, las empresas hacen sus balances y renuevan sus juntas directivas a 1 de abril, colegios y universidades empiezan el 1 de abril, las nuevas normas entran en vigor ese día. Quien asume un trabajo nuevo, sea por contratación o por cambio dentro de su institución o empresa, lo empieza el 1 de abril y esa es también la fecha, mítica, en que cientos de miles de estudiantes se incorporan cada año al mercado laboral.

Pero celebra sobre todo su transitoriedad. La de la sakura es belleza efímera: la profusión de blanco y rosa de las flores que llenan ahora los árboles no llega a durar dos semanas, en unos días estarán los pétalos cayendo y el suelo casi tan blanco y rosa como ellos. La flor de cerezo es símbolo para los japoneses de la naturaleza transitoria de la vida, hermosa pero efímera. El hanami celebra la belleza de la vida y, al tiempo, la tristeza porque sea breve y muera.

***

La presencia por doquier de los cerezos es resultado de la obra humana. “Para que los cerezos florecieran por toda la isla en primavera —escribe Aurelio Asiaín—, fue necesario primero cubrirla de cerezos: tarea tal vez de dioses, pero cumplida por hombres. Los cerezos más famosos de Japón, las decenas de miles de las montañas de Yoshino, en la prefectura de Nara, fueron plantados por el asceta peregrino En no Gyoja en el siglo VIII. Los del parque de Ueno, los más populares para el hanami en Tokio, se plantaron allí por orden de los Tokugawa. Otros hombres fueron creando a lo largo del siglos la mayor parte de las especies japonesas de cerezo, hibridaciones artificiales.”

Hay cientos de variedades en estas islas. Entre las silvestres, que han crecido solas a lo largo de los siglos, la más común es yamazakura —cerezos de las montañas—, sin duda la que durante siglos pintaron los artistas y glosaron los poetas. La más extendida ahora, sin embargo, es la someiyoshino, una variedad híbrida creada durante la década de los 1860, finales del período Edo o principios del Meiji, que da unas flores de cinco pétalos y el color rosa claro que se asocia hoy con la sakura y se ha convertido en su imagen tradicional. Su extensión tiene mucho que ver con el empeño Meiji en encontrar símbolos nacionales que unieran a todo el país en el novedoso capítulo histórico que emprendían. Entre el 70 y el 80 por ciento de los árboles de sakura en Japón son hoy en día someiyoshino. La técnica de injerto, tsugiki, con que se plantan hace que todos los árboles de esa variedad tengan un ADN idéntico y florezcan y dejen caer sus pétalos casi simultáneamente.

***

Yozo Hamaguchi (1909-2000) fue un pintor de tono menor y grabador de mezzotinta, sobre todo, a quien no conocía hasta que casi por casualidad visité un día el museo Yamasa, en Tokio, dedicado a su obra. Hamaguchi es un pintor de cerezas, se lo reconoce por ellas sobre todo, nada aparece tanto en sus pinturas y sus grabados: Cereza y espárragos, Cerezas negras, Botella y cereza, La cereza de Patrick, Cerezas y cuenco azul.

Me gustan esas pinturas de cerezas y como espectador asombrado me doy cuenta de que apenas las veo aquí en el mercado y nunca en pintura: pese al amor y a la profunda importancia que su árbol y sus flores tienen en Japón, las cerezas, las pequeñas frutas, redondas, dulces y carnosas que en Europa nos llegan en verano, no son especialmente apreciadas en la dieta japonesa ni figuran en su arte. Las decenas de miles de cerezos que entre marzo y  abril florecen en esa eclosión de belleza apenas dan fruto, algunos pequeños e incomestibles ciertas variedades como mucho, otras ni eso, son todos prácticamente ornamentales, falsos árboles frutales. Esos dulces, pasteles y licores de sakura que tanto gustan a los japoneses en esta temporada se hacen a partir de los pétalos, no de las frutas.

***

Pocas cosas tan presentes en el arte japonés —la pintura, la poesía y la novela, el cine— como la sakura.

Waka y haiku están unos y otros llenos de cerezos y hanami,

Caen flores del cerezo
y entre las ramas
aparece un templo

(Yosa Buson)

En el santuario
sobre los pétalos de magnolia
flores de cerezo

(Ryōkan)

¡Nube de cerezos!
Una campana
¿La de Ueno?, ¿la de Asakusa?

(Bashō)

El gran poeta de la sakura es tal vez Saigyo (1118-90), monje budista de la secta Shingon y uno de los nombres más importantes de la literatura japonesa. Los cerezos están por todas partes en su obra. En primavera renunciaría a las noches para poder estar todo el día contemplando su floración, escribe en un poema; en otro, que le gustaría dividirse para multiplicar su contemplación:

Ay, si pudiera
dividirme
para no perderme ni un árbol
Ver las mejores sakuras
en cada una de las diez mil montañas.

***

Las hermanas Makioka, la novela de mayor aliento narrativo de Tanizaki, está jalonada por las celebraciones de la sakura que a lo largo de cinco años reúnen uno tras otro a las hermanas. Sus encuentros de hanami son hitos temporales que marcan el transcurso de la vida que fluye. Lo mismo deben de sentir seguramente buena parte de los japoneses. El itinerario se repite de manera ritual de año en año, como se repiten las propuestas de matrimonio a Yukiko o las enfermedades que aquejan a la familia, y se va complicando según van ellas mismas incorporando ritos nuevos. Si un año las hermanas se hacen una foto querrán repetir la misma en el mismo sitio año a año, si Sachiko se fija en una magnolia se asegurará de fijarse también en adelante. Repetición, rutina, previsibilidad, rasgos intrínsecos de la manera japonesa de estar en el mundo.

A Sachiko le perturba el paso del tiempo que su celebración periódica de la sakura recalca. Cada año piensa por ejemplo que será tal vez la última ocasión en que pueda compartir el itinerario con Yukiko, que espera siempre que pueda casarse por fin en ese “año fiscal” que comienza.

La versión en cine que hizo Kon Ichikawa (1983) comienza con la reunión de las hermanas para su recorrido anual de hanami, una escena maravillosa con imágenes de sakura de templo en templo en Kioto, y termina con una secuencia final en que la nieve que cae sobre el agua se confunde de pronto con los pétalos de sakura de la temporada anterior. He ahí el sentido del título original de la novela de Kawabata, Sasameyuki, que significa nieve ligera, nieve que cae suavemente, algo que la poesía clásica japonesa asocia con la caída de los pétalos de las flores del cerezo que caen y cubren de blanco el suelo. Una comparación antigua que llega hasta hoy desde tiempos del Kokinshū:

Los cerezos florecían
En las colinas de la noble Yoshino
Y yo convencido de que estaba viendo nieve

(Ki no Tonomori)

Shunkin, la intérprete y maestra de shamisen en la novela de Tanizaki, compone al final de su vida una canción que se llama Flor de seis pétalos, una manera de llamar a la nieve que hace de espejo de Sasameyuki, nieve ligera, para la sakura que cae.

Yuki —nieve— es también el nombre de Yukiko, la tímida y melancólica tercera hermana cuyas dificultades para aceptar alguno de los pretendientes que se le proponen son uno de los ejes de la novela. En la película es la dulce y frágil Sayuri Yoshinaga, una de las grandes damas del cine japonés, protagonista adolescente de muchas películas de Nikkatsu en los 60 que le produjeron una avalancha de fans, hombre sobre todo, que se llamaban a sí mismos sayuristas. Su papel en Las hermanas Makioka es una joya de sutilidad. Ella es también Akiko Yosano en Un caos de flores, de Kinji Fukasuku, y la protagonista de Ohan, de Ichikawa de nuevo a partir de la novela de Chiyo Uno.

Con esas dos escenas, Las hermanas Makioka forma parte de mi “tetralogía sakura” particular en el cine japonés. He aquí las otras tres.

En Un caos de flores (1988) la poeta Akiko Yosano llega a una posada a encontrarse con su amado Hiroshi para su primera noche juntos entre pétalos que van cayendo de los árboles sobre el  rikisha en que viaja. En la escena final de Una pastelería en Tokio, de Naomi Kawase (2015), el pastelero Sentaro instala un puesto en el parque del barrio para vender sus dorayaki y se deleita en contemplar los cerezos en flor.

Pero mi preferida sin duda es la escena en Nijū-shi no Hitomi —Veinticuatro ojos—, de Keisuke Kinoshita (1954): la Srta. Ōishi, profesora en un pequeño colegio en la isla de Shōdoshima en el Mar interior de Seto, corre entre los cerezos en flor haciendo un trenecito con sus alumnos mientras cantan chu chu chu, chu chu chu… Una escena y una película maravillosas con la maravillosa Hideko Takamine como Ōishi Sensei.

***

En unos días habrá acabado todo, los árboles se pondrán verdes y la tierra estará recubierta de pétalos del color rosado de la sakura someiyoshino. Un recuerdo para todos de la naturaleza transitoria de la vida. De que nosotros, también, somos perecederos:

Prepárate para la muerte
Prepárate,
Murmuran los cerezos en flor

(Kobayashi Issa)

Mishima es más duro, menos poético, más amargo: Mizoguchi, el joven seminarista zen que prende fuego al Pabellón de oro, afirma amargamente que “una vez terminada su floración, estos árboles tan solo merecen ser conocidos por el nombre con que uno se refiere a una beldad muerta”:

Dicen que los cerezos de Arashimaya fueron trasplantados en el s XIII desde el monte Yoshino. Cuando nosotros llegamos, ya habían dejado caer todas sus flores y empezaban a echar hojas. Una vez terminada su floración, estos árboles tan solo merecen ser conocidos por el nombre con que uno se refiere a una beldad muerta.

Algo parecido a esa frase sobre la sakura tan conocida por los japoneses con que da comienzo Bajo los cerezos, de Motojirō Kajii (1901-32), escritor de poéticos relatos cortos, y que viene a poner patas arriba el concepto:

¡Hay cadáveres enterrados bajo los cerezos!

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José Antonio de Ory

José Antonio de Ory vive de un lado para otro (su Madrid natal, Bogotá, Delhi, Nueva York, París…) Ha desempeñado diversos puestos de gestión cultural, pese a lo cual muestra un desacuerdo notable con algunas prácticas habituales de la disciplina, no le gusta demasiado el concepto gestión cultural y no acaba de entender qué queremos decir cuando hablamos de cultura. Para entenderlo, quizá, empezó hace unos años a escribir algunos textos de opinión que están en el origen del ensayo Defensa de la creación (2018, Ediciones Asimétricas). Este es su segundo libro, tras Ángeles Clandestinos. Una memoria oral del poeta Raúl Gómez Jattin (Ed. Norma, Bogotá, 2004), cuya segunda edición ha publicado Fondo de Cultura Económica (Bogotá). Vive en Tokio dedicado con empeño a la ímproba tarea de entender a los japoneses.

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