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Las caras, de Tove Ditlevsen - Zenda
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Las caras, de Tove Ditlevsen

Tove Irma Margit Ditlevsen se crio en un barrio de clase obrera, contrajo matrimonio cuatro veces y se suicidó con apenas sesenta años. Entre la veintena de libros que dejó para la posteridad de la literatura danesa destaca la Trilogía de Copenhague, de la que ahora se publica la que podría ser su continuación natural:...

Tove Irma Margit Ditlevsen se crio en un barrio de clase obrera, contrajo matrimonio cuatro veces y se suicidó con apenas sesenta años. Entre la veintena de libros que dejó para la posteridad de la literatura danesa destaca la Trilogía de Copenhague, de la que ahora se publica la que podría ser su continuación natural: Las caras (Seix Barral, 2023), novela que narra los desgarros de una escritora que, atrapada en su matrimonio y en su maternidad, camina imparable hacia el abismo. Los temas habituales de la autora (los roles femeninos, la enfermedad mental, las adicciones…) se dan cita en una historia ideal para introducirse en la obra de Ditlevsen.

Zenda adelanta un fragmento del libro.

***

1

A última hora de la tarde la cosa mejoraba un poco. Podía alisarla con cuidado y contemplarla con la esperanza de llegar a verla un día en su conjunto, como un tapiz de colores inacabado cuyo dibujo tal vez se adivinara al final. Las voces volvían a visitarla y, con algo de paciencia, lograba desenredarlas como hilos de un ovillo enmarañado. Podía pensar con calma en las palabras, sin miedo a que llegasen más antes del fin de la noche. En esa época, las noches a duras penas separaban los días unos de otros, y si con tu aliento abrías un hueco en la oscuridad como en un cristal helado, la mañana se te metía en los ojos con horas de antelación.

Todos dormían; todos menos Gert, que aún no había vuelto aunque casi era medianoche. Dormían con caras ausentes de placidez, y ya no tendrían que usarlas hasta por la mañana. Incluso podía ser que las hubieran dejado colocaditas sobre la ropa para darles un respiro; tampoco eran imprescindibles durante el sueño. De día se transformaban una y otra vez, como si se reflejaran en aguas inquietas. Ojos, nariz, boca, un triángulo tan sencillo, ¿cómo podía dar pie a infinitas variaciones? Llevaba ya mucho tiempo evitando salir porque la multitud de caras que poblaban las calles la amedrentaba. No se atrevía a hacerse con otras nuevas y la asustaba el reencuentro con las antiguas, que no encajaban en lo más mínimo con sus recuerdos. Allí habían acabado al lado de los muertos, de quienes se sentía a salvo de otra manera. Si te encontrabas con gente que no veías hacía años, sus caras eran distintas, extrañas, envejecidas, sin que nadie hubiese hecho nada por impedirlo. No las habías cuidado y habían ido resbalando de las manos protectoras que deberían haberlas mantenido a flote como a alguien que se está ahogando. Distraída con otros asuntos, no habías atendido a esa cara, que en el último momento se había visto reemplazada por otra nueva, robada a un muerto o a alguien dormido, que en adelante tendría que apañárselas. Era demasiado grande o demasiado pequeña, y conservaba las huellas de una vida que no era la de su nuevo propietario. Aun así, una vez te acostumbrabas, llegabas a ver destellos de la cara original, como cuando se rasga el papel pintado y deja a la vista la capa inferior, fresca, bien conservada y repleta de recuerdos de los antiguos habitantes de la casa. Al9 gunos, en cambio, por impaciencia o deseos de estar a la moda, se hacían con caras nuevas mucho antes de gastar las viejas, como cuando te compras ropa moderna aunque la que tienes está apenas sin usar. Muchas jovencitas hacían cosas así, y a veces hasta intercambiaban algunos rasgos con una amiga, y salían por la noche con unos ojos más grandes y más claros que los suyos o con narices más finas. La piel les tiraba un poco, sí, pero no era peor que ponerse unos zapatos que te aprietan porque te quedan pequeños. Resultaba muy evidente en los niños en edad de crecimiento, por supuesto. No podías clavar en ellos la mirada, que rebotaba vacía como un espejo que se ha contemplado mucho tiempo. Los niños llevaban la cara como si aún no les valiera y les restasen muchos años por crecer. Casi siempre les quedaba muy arriba y tenían que ponerse de puntillas y hacer tremendos esfuerzos para ver las imágenes del interior de los párpados. Algunos, sobre todo niñas, habían tenido que vivir la infancia de sus madres mientras la suya quedaba arrumbada en un cajón secreto. Ellas lo tenían mucho más difícil. La voz les brotaba como el pus de una herida, y al oír su sonido se espantaban tanto como cuando descubrían que alguien había leído su diario, aunque estaba guardado bajo llave entre cachivaches y juguetes viejos de la época en que llevaban la frágil cara de una pequeña de cuatro años. La cara las observaba entre las peonzas y las muñecas inválidas de ojos de vidrio inocentes y pasmados. Tenían un sueño ligero que olía a miedo. Por las noches, cuando recogían el cuarto, cazaban sus pensamientos como quien atrapa pájaros que hay que encerrar en su jaula. A veces daban con uno que no era suyo y no sabían qué hacer con él. Con las prisas, pues siempre estaban cansadas, los metían de cualquier forma detrás de un armario o entre dos libros. Pero cuando despertaban, los pensamientos de estas niñas ya no iban con sus caras, deshechas durante el sueño como máscaras de carnaval con el cartón agrietado y reblandecido por el calor del aliento. Con esfuerzo, se ponían la cara nueva como una fatalidad y al mirarse los pies se mareaban, tanto había aumentado la distancia en el transcurso de la noche.

Observó la habitación con el rabillo del ojo, sin mover la cabeza. Había un tocador, una mesita de noche y dos sillas. Tenía la desnudez de una tumba sin lápida ni cruz. Le recordaba a los cuartos que había alquilado en su juventud, donde había escrito sus primeros libros, y era el único lugar donde encontraba la frágil seguridad que proporciona la ausencia de cambios. Estaba boca arriba en el sofá cama con las manos debajo de la nuca, entre las sábanas revueltas. Lo importante ahora era estar tranquila y evitar movimientos bruscos para que los armarios empotrados, esas cavidades siniestras, no derramasen todo el miedo comprimido de la infancia que encerraban.

Muy despacio, buscó con la mano los somníferos. Sacó dos y los tomó con un poco de agua. Se los había dado Gitte, que a todo el mundo le daba lo que ella creía que necesitaban. Con Gitte había que estar más en guardia que con los demás. Había que refrenar ciertas palabras antes de que salieran de entre los labios, a toda costa, por cualquier medio. Era un auténtico inconveniente, pensó Lise, que ahora se tuteasen. Una de las primeras noches habían tomado unas copas juntos los tres y, al verla con cierta cultura, a Gert y a ella no les pareció bien tratarla como una simple empleada de hogar sin contacto personal con la familia.

Gitte era consecuencia de la fama repentina que había cosechado dos años antes al ganar el premio de literatura infantil de la Academia por un libro que a ella no le parecía ni mejor ni peor que otros que había escrito. Aparte de un poemario que había pasado bastante desapercibido, solo tenía libros para niños; todos bien acogidos en suplementos femeninos, bien vendidos y, para su tranquilidad, ignorados por el mundo de la literatura para adultos. La fama había apartado con una fuerza brutal el velo que siempre la había mantenido al margen de la realidad. Al pronunciar el discurso de agradecimiento que le había escrito Gert, se apoderó de ella su viejo miedo infantil a que la desenmascararan, a que viesen que actuaba y que se hacía pasar por alguien que no era. En realidad, ese miedo no la había abandonado desde entonces. Cuando la entrevistaban, siempre repetía las opiniones de Gert o las de Asger, como si ella jamás hubiese tenido un pensamiento autónomo. Cuando Asger la dejó diez años atrás, también dejó en ella un depósito de palabras e ideas, como una maleta olvidada en la consigna de una estación. Cuando lo agotó, empezó a beber de las ideas de Gert, que cambiaban con su humor. Solo era ella misma cuando escribía, no tenía otro talento. Gert se tomó su fama como una ofensa personal. Aseguraba que él no podía irse a la cama con una obra literaria y dedicaba todas sus energías a engañarla para después informarla con gran detalle de sus conquistas. Para ella fue como hundirse en una grieta en el hielo, porque entonces aún lo amaba y la obsesionaba la idea de perderlo. Nadja, su mejor amiga, era psicóloga infantil y la mandó a ver a un psiquiatra, que le explicó que atraía a hombres inseguros de emociones complejas y personalidad dominante. Ella fue una paciente dócil y encontró ciertas similitudes entre Asger y Gert. Solo que Asger, a una edad ya muy tardía, había sentido ese impulso de hacer carrera que implica la entrega total e incansable de la familia, y una mujer que escribía algo casi ridículo como libros infantiles de pronto era una debilidad, una anomalía en él que sus enemigos, llegado el caso, podían aprovechar. Las infidelidades de Gert, en cambio, y según le explicaba el doctor Jørgensen, jamás acabarían en un divorcio, porque si tenían lugar era, ante todo, en su honor. No eran más que una provocación, como cuando los niños de dos años salpican con la papilla. Gert estaba atado a ella por sus embrollos neuróticos y era muy improbable que estuviera dispuesto a volver a perder su identidad por algo que solo era amor en apariencia.

Los somníferos empezaron a hacer efecto y, como no estaba en guardia, una cara se apartó de las demás y comenzó a observarla con la maldad sin tapujos de antaño. Era la cara de un enano al que se había vuelto a mirar de niña y que también había movido la cabeza para mirarla a ella. Tendría que llevar esa carga a cuestas hasta el fin de sus días como un antiguo pecado que ningún arrepentimiento sería capaz de expiar.

La llave giró en la cerradura de la entrada y su sonido llegó hasta ella como a través de muchas capas de mantas de lana. Era Gert, que volvía a casa. Le oyó pasar por el comedor y pensó que iría a la cocina a coger una cerveza o al cuarto del servicio, a ver a Gitte. De pronto se abrió la puerta y apareció en el umbral de su habitación.

—¿Estás dormida? — preguntó con dudas.

—No.

Se incorporó a medias y se quedó mirándole los zapatos. Se acercaron hasta hacerse tan inmensos como en una obra de teatro absurdo donde salen setas entre las tablas del suelo y arrancarlas cada día es lo único que importa en este mundo. Gert se acercó más aún y ella pensó aterrada que era excesivo estar casada con una persona entera de una sola vez.

Lise despertó las contadas palabras que quedaban entre ellos, que se desperezaron entre sus labios rígidas y destempladas como niños recién arrancados del sueño.

—Siéntate —dijo—. ¿Ocurre algo?

Él se sentó en la silla que había al otro lado de la mesita. La luz de la lámpara le iluminaba las manos, que entreabría y cerraba con nerviosismo. Su rostro quedaba oculto en la oscuridad y ella lo entresacó de su memoria: delicado, demacrado, de facciones finas y regulares.

—Sí —contestó él—. Grete se ha suicidado.

Al notar su mirada clavada en ella, Lise se volvió hacia la pared. El corazón le latía a toda velocidad. ¿Qué sentir y qué decir cuando la amante de tu marido se quita la vida? Era un caso sin precedentes. Se había acostumbrado a sus sentimientos hacia él, viejos y gastados, igual que un ciego se orienta con ayuda de percepciones visuales de un pasado cada vez más remoto en el que aún veía. Esos sentimientos se correspondían con ciertas palabras y ciertos tonos de voz, y aventurarse más allá de la zona conocida era tan peligroso como adentrarse en un campo de minas.

—Lo lamento —dijo con una cortesía estúpida—. Pero ¿no habíais terminado? Creí que habías dicho eso.

De repente, las cortinas verdes parecían hechas de papel pinocho. Debía de ser cosa de los somníferos. Notó que la embotaban y la hacían estar menos atenta.

Él movió la lámpara para coger los cigarrillos. La luz le daba en la cara, tenía que evitar mirarla.

—Sí —replicó cansado—. Pero ha faltado al trabajo sin avisar. Y sabían que yo tengo llaves de su casa, supongo que ella lo había dicho. Josefsen me ha pedido que fuese a ver qué pasaba. Y la he encontrado en la cama con el frasco vacío en la mano. Casi me da un síncope. No voy a perder el puesto, pero menuda vergüenza, ya te imaginarás. Todo el mundo me miraba como si la hubiese asesinado yo.

Encendió un cigarrillo con las manos temblorosas.

—Sabía desde el principio que elegir una chica de la oficina era una idiotez. Y encima de esa edad. Cuando una mujer soltera se avecina a la mitad de la treintena, es peligroso mostrarle siquiera un ápice de compasión.

—Yo tengo cuarenta —comentó ella con aire distraído. Se arrepintió de inmediato. Era una de las reglas de aquel juego agotador al que jugaban: jamás llamar la atención sobre su persona. Sintió la mirada de Gert como un foco candente.

—Eso es distinto —replicó molesto—. A ti ya no hay quien te tome en serio como persona. Es como cuando tu exmarido aparece en una revista entre los diez hombres mejor vestidos del país. Hasta tú lo ves ridículo.

—Gert —dijo con esa dulzura que disimula la falta de amor—, no es seguro que lo haya hecho por ti. Nadja dice que hay gente que tiene muy bajo el umbral del suicidio. Una vez me habló de una chica que se quitó la vida porque le habían robado la bici.

—Ya lo sé —contestó él—. No tengo por costumbre sobrestimar mi propia importancia. Pero me tomo mi trabajo muy en serio. Y estas cosas lo perturban.

Por primera vez en toda la conversación, lo miró a la cara. No estaba como debía. Todos sus rasgos parecían discordantes como muebles acumulados después de varios matrimonios. Bajo los ojos se le habían formado dos bolsitas redondas que parecían contener los amargos recuerdos de una vida fracasada. Algo cercano a la compasión la rozó por un segundo como el pincel de un faro sobre unas olas lejanas. Luego reparó en sus orejas, gigantescas y recubiertas de pelo, como las de un animal. No podía ser verdad. Cerró los ojos y se hundió en la almohada.

—Dentro de unos días nadie se acordará —lo tranquilizó—. Vete a tu cuarto, Gert, me hace mucha falta dormir.

—Perdona —replicó él ofendido—, se me olvidaba que tu tiempo es oro.

Se levantó haciendo más ruido del necesario y salió del cuarto sin darle las buenas noches.

Ella apagó la lámpara, pero la oscuridad no le supuso ningún consuelo. ¿Qué había querido decir con eso de que su tiempo era oro? ¿Acaso suponía que ya no le quedaba mucho?

Alguien abrió el grifo de la cocina y una risa bronca de muchacho llegó hasta ella. Volvió a encender la luz. Era la risa de Mogens. Ni siquiera sospechaba que su madre sabía que se acostaba con Gitte. Que, a su vez, también se acostaba con Gert; decía que era bueno para su matrimonio —el de Lise y Gert—, y se había propuesto salvarlo. Junto a la pared había unos zapatos de Hanne que no había visto antes. Eran rojos y con punta, regalo de Gert. Gitte decía que no era bueno para los chicos que él mimase tanto a Hanne. Lise no lo había pensado hasta que Gitte le llamó la atención al respecto. Por alguna razón, la visión de esos zapatos la incomodaba, y los sacó al pasillo antes de volver a la cama y apagar la luz.

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Autora: Tove Ditlevsen. Traductora: Blanca Ortiz Ostalé. Título: Las caras. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Casa del LibroElkar.

Tove Ditlevsen © Scanpix Ritzau

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