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Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain (y Antonio Lorente) - Zenda
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Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain (y Antonio Lorente)

Antonio Lorente aporta todo su genio retratístico para ilustrar el alma de uno de los personajes infantiles más famosos de la literatura infantil universal: Tom Sawyer. A través de sus aventuras, Mark Twain realiza un retrato vitalista de la infancia inspirado en su propia vida.  Zenda adelanta las primeras páginas de esta edición ilustrada de Las aventuras de Tom...

Antonio Lorente aporta todo su genio retratístico para ilustrar el alma de uno de los personajes infantiles más famosos de la literatura infantil universal: Tom Sawyer. A través de sus aventuras, Mark Twain realiza un retrato vitalista de la infancia inspirado en su propia vida. 

Zenda adelanta las primeras páginas de esta edición ilustrada de Las aventuras de Tom Sawyer, publicada por Edelvives.

***

—¡Tom!

No hubo respuesta.

—¡Tom!

No hubo respuesta.

—¿Qué le habrá pasado a ese muchacho? ¡Eh, Tom!

No hubo respuesta.

La vieja señora se bajó las gafas y miró por encima de ellas alrededor del cuarto; luego se las subió y miró hacia fuera por debajo de las mismas. Raras veces o casi nunca miraba a través de ellas para buscar una cosa tan pequeña como un muchacho; eran sus anteojos de ceremonia, el orgullo de su corazón, y su finalidad estribaba en «dar tono» y no en ser útiles… Habría podido ver igual de bien a través de un par de arandelas del fogón. Se quedó perpleja un momento y luego dijo, no irritada, pero sí lo bastante alto como para que la oyeran los muebles:

—Bueno, como te agarre, te juro que voy…

No terminó la frase, porque ya estaba agachada, hurgando con la escoba por debajo de la cama, y por lo tanto necesitaba el aliento para  acentuar los escobazos.

Pero el único que dio señales de vida fue el gato.

—¡Jamás he visto cosa semejante a este muchacho!

Se acercó a la puerta, que estaba abierta, y allí se quedó mirando hacia los tomates y los chamicos que constituían la huerta. Tom seguía sin aparecer. De manera que dirigió la voz según un ángulo calculado para larga distancia, y gritó:

—¡Eh, Tom!

Oyó un leve ruido a su espalda y se volvió justo a tiempo de agarrar a un chiquillo por los bajos de la chaqueta y frenarlo en seco.

—¡Ya! ¿Cómo no se me ocurrió que estarías en esa despensa? ¿Qué hacías ahí dentro?

—Nada.

—¡Nada! Mira esas manos. Y mira esa boca. ¿Qué es esa porquería?

—No lo sé, tía.

—Pues yo sí lo sé. Es mermelada…, eso es lo que es. Mil veces te he dicho que si no dejas en paz la mermelada te voy a despellejar. Dame esa vara.

La vara se agitaba en el aire…, el peligro era extremo…

—¡Huy! ¡Mira detrás de ti, tía!

La anciana señora se dio la vuelta, recogiéndose las faldas para esquivar el peligro, y el niño huyó al instante, cruzó de un salto la alta valla de madera y desapareció del otro lado. Su tía Polly se quedó sorprendida un momento y luego se echó a reír bondadosamente.

—Demonio de chico, ¿no acabaré de aprender nunca? ¡Con la de faenas de esas que me ha hecho y aún no estoy prevenida! Pero no hay peor tonto que un tonto viejo. El loro viejo no aprende a hablar, ya lo dice el refrán. Pero, por vida mía, nunca me hace la misma jugada dos días seguidos, y ¿cómo va a saber una lo que le espera? Al parecer, sabe exactamente hasta dónde puede achucharme sin que me enfade de veras, y sabe que, si puede distraerme un momento o hacerme reír, se me pasa el enfado y no puedo pegarle ni una vez. No cumplo con mi deber con ese niño, y lo que digo, Dios lo sabe, es la pura verdad. El que ahorra la vara, malcría al niño, como dice la Biblia. Estoy almacenando pecado y sufrimiento para los dos. Tiene el diablo metido en el cuerpo, pero, ¡Dios mío!, es el hijo de mi propia hermana muerta, pobrecito, y no tengo valor para pegarle. Cada vez que le dejo escapar, me remuerde la conciencia y cada vez que le pego casi se me parte este viejo corazón. Bueno, bueno, el hombre nacido de mujer es corto de días y harto de inquietudes, como dicen las Escrituras y creo que así es. Ese muchacho hará novillos esta tarde, y me veré obligada a hacerle trabajar mañana como castigo. Es muy duro mandarle trabajar los sábados cuando todos los muchachos están de vacaciones, pero él odia el trabajo más que cualquier otra cosa, y tengo que cumplir con mi deber o, si no, acabaré por echarlo a perder.

Desde luego Tom hizo novillos, y lo pasó muy bien. Regresó a casa apenas a tiempo de ayudar a Jim, el pequeño muchacho negro, a serrar la leña para el día siguiente y a partir unas astillas antes de la cena… Por lo menos llegó a tiempo de contarle a Jim sus aventuras mientras Jim hacía las tres cuartas partes del trabajo. Sid, el hermano (o mejor dicho el hermanastro) menor de Tom, ya había terminado su parte del trabajo (que consistía en recoger astillas), porque era un muchacho tranquilo y poco dado a las aventuras y a meterse en líos.

Mientras Tom cenaba y robaba azúcar cuando se le presentaba la ocasión, la tía Polly le hacía astutas preguntas con segundas, porque quería atraparle y obligarle a hacer revelaciones perjudiciales. Como muchas otras almas cándidas tenía la vanidad especial de creerse dotada de talento para la diplomacia oscura y misteriosa, y en su imaginación gustaba de convertir sus más transparentes ardides en maravillas de astucia insidiosa. Le dijo:

—Tom, hacía bastante calor en la escuela, ¿verdad?

—Sí, señora.

—Mucho calor, ¿no?

—Sí, señora.

—¿Y no tenías ganas de irte al río a nadar, Tom?

A Tom le recorrió un escalofrío de susto, un toque de desagradable sospecha. Escudriñó la cara de la tía Polly, pero no descubrió nada. Así que dijo:

—No, señora, no tenía muchas ganas.

La vieja extendió la mano, tocó la camisa de Tom y dijo:

—Pues ahora no tienes demasiado calor.

Y le complació comprobar que había descubierto que la camisa estaba seca sin que nadie supiera cuáles eran sus intenciones. Pero a pesar de sus esfuerzos, Tom se había dado cuenta de qué lado soplaba el viento. Así que se adelantó a lo que pudiera ser su próxima jugada:

—Algunos chicos nos echamos agua de la bomba por la cabeza… La mía aún sigue mojada, ¿ves?

A la tía Polly le fastidió darse cuenta de que se le había pasado aquel detalle de las pruebas circunstanciales y había perdido una baza. Luego tuvo otra idea brillante:

—Tom, no tuviste que descoser el cuello de tu camisa por donde yo lo había cosido para echarte agua por la cabeza, ¿verdad? Anda, ¡desabróchate la chaqueta!

La preocupación se borró de la cara de Tom. Abrió la chaqueta. El cuello de la camisa seguía firmemente cosido.

—¡Bah! Vete ya de aquí. Estaba segura de que habías hecho novillos y habías ido a nadar. Pero te perdono, Tom. Como dice el refrán, ya veo que eres como el gato escaldado… De todas formas, no te has portado tan mal. Por lo menos esta vez.

Lamentaba a medias que su astucia hubiera fallado, y a medias se alegraba de que Tom hubiera sido obediente por una vez.

Pero Sidney dijo:

—Pues yo creía que habías cosido su cuello con hilo blanco, pero ya veo que es negro.

—¡Pues sí que lo cosí con hilo blanco! ¡Tom!

Pero Tom no quiso oír más. Al salir por la puerta dijo:

—Siddy, me las pagarás.

Ya en un lugar seguro, Tom examinó dos agujas grandes prendidas en las solapas de su chaqueta; una aguja estaba enhebrada con hilo blanco y la otra con negro. Dijo:

—Ella nunca lo habría notado a no ser por Sid. ¡…dito sea! A veces lo cose con blanco y a veces con negro. Ojalá se decidiera por uno o por otro…, yo no puedo estar al tanto. Pero juro que le sacudiré bien a Sid por lo que ha hecho. ¡Yo le enseñaré!

Tom no era el chico modelo de la aldea. Sin embargo, conocía muy bien al chico modelo y lo detestaba.

Al cabo de dos minutos, o incluso antes, había olvidado todas sus dificultades. No porque sus dificultades fueran ni una pizca menos pesadas y amargas para él de lo que las de un hombre son para ese hombre, sino porque un interés nuevo y acuciante las venció y las desterró de su mente durante un rato, igual que las desgracias de los hombres se olvidan ante la emoción de nuevas empresas. Este nuevo interés era una manera de silbar, nueva y muy apreciada, que acababa de aprender de un negro, y que iba dispuesto a practicar sin que lo molestaran. Consistía en un raro trino de pájaro, una especie de gorjeo líquido, producido al tocar el paladar con la lengua a intervalos cortos en medio de la música: el lector seguramente recuerda cómo se hace si ha sido niño alguna vez. A fuerza de práctica y atención, pronto aprendió el truco para hacerlo, y siguió orgulloso calle abajo, con la boca llena de armonía y el alma llena de gratitud. Sentía lo que siente un astrónomo que ha descubierto un nuevo planeta, pero, sin duda, en cuanto a placer fuerte, profundo y puro, el muchacho tenía ventaja sobre el astrónomo.

Las tardes del verano eran largas. Todavía no había oscurecido. Al rato, Tom dejó de silbar. Un forastero se encontraba delante de él, un muchacho algo más grande que él. Un recién llegado de cualquier edad, hembra o varón, era una curiosidad impresionante en la pobre aldea miserable de San Petersburgo. Además, este muchacho iba bien vestido, bien vestido un día de entre semana. Esto era sencillamente asombroso. Su gorra era una cosa delicada, su chaqueta de paño azul bien ajustada era nueva y elegante, al igual que los pantalones. Llevaba zapatos, y eso que solo era viernes. Incluso llevaba corbata, una cintilla de vivo color. Tenía un aire de gran ciudad que a Tom le roía las entrañas. Cuanto más contemplaba Tom aquella maravilla espléndida, más despreciaba su elegancia y más y más raída le parecía su propia ropa. Ni el uno ni el otro dijeron nada. Si uno se movía, el otro se movía, pero solo de lado, en círculo; se observaban sin cesar, sin quitarse el ojo de encima. Por fin, Tom dijo:

—¡A que te doy una paliza!

—A ver si te atreves.

—Claro que puedo.

—Claro que no.

—Sí que puedo.

—Qué vas a poder.

—A que sí.

—A que no.

—Sí.

—No.

Una pausa desagradable. Luego, Tom dijo:

—¿Cómo te llamas?

—Eso no es cosa tuya.

—Ya verás si lo es.

—Demuéstramelo.

—Como sigas así, lo haré.

—Eso, eso, eso. ¡A ver!

—Anda, te crees muy listo, ¿verdad? Soy capaz de darte una paliza con una mano atada si me da la gana.

—Entonces, ¿por qué no lo haces, ya que lo dices?

—Sí que lo haré si te metes conmigo.

—¿Ah, sí?… He visto a familias enteras en el mismo apuro.

—¡Listillo! Te crees algo, ¿verdad?… ¡Anda, vaya una gorra!

—Si te gusta, como si no. ¡Atrévete a quitármela! Y el que no se atreva es un gallina.

—¡Eres un mentiroso!

—Y tú más.

—Eres un mentiroso redomado y además un cobardica.

—¡Bah!… Vete a paseo.

—Oye…, como sigas en ese plan, agarro una piedra y te la tiro a la cabeza.

No me digas.

—Claro que sí.

—Entonces, ¿por qué no lo haces? ¿Por qué sigues diciéndolo y no lo haces? Es porque tienes miedo.

—No tengo miedo.

—Sí que lo tienes.

—Que no.

—Que sí.

Otra pausa, y seguían mirándose fijamente y dando vueltas. Al rato estaban hombro contra hombro. Tom dijo:

—¡Vete de aquí!

—¡Vete tú!

—No me iré.

—Ni yo tampoco.

Así se quedaron, bien apuntalados con una pierna hacia delante, empujándose con todas sus fuerzas, y mirándose con odio. Pero ni el uno ni el otro podía sacar ventaja. Después de forcejear hasta que los dos estuvieron sudorosos y enrojecidos, fueron cediendo con muchas precauciones, y Tom dijo:

—Eres un cobarde y un renacuajo. Me voy a chivar a mi hermano mayor, que es capaz de aplastarte con el dedo meñique, ya verás como sí.

—————————————

Autor: Tom Sawyer. Ilustrador: Antonio Lorente. Traducción: Doris Rolfe. Título: Las aventuras de Tom Sawyer. Editorial: Edelvives. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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