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Las alas del alma desplegadas en las sonrisas de María Kodama - José María Plaza - Zenda
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Las alas del alma desplegadas en las sonrisas de María Kodama

María Kodama era la viuda de Borges. Y Jorge Luis Borges es la literatura, la literatura del siglo XX. Demasiado responsabilidad y muchas amenazas que, como molinos o gigantes, veía a su alrededor. Borges, que tradujo a Kafka, hubiera escrito un lúcido y muy ingenioso cuento sobre esa metamorfosis.

Foto de portada: María Kodama posa junto a una escultura musical en la que se ha grabado la frase: «Las alas del alma desplegadas»

Las imágenes de los últimos años solían mostrarnos a una María Kodama seria, más bien huidiza, incluso a la defensiva; una mujer educada, que ponía un muro invisible entre ella y el mundo, y nunca se mostraba a sí misma. Quizás ya no lo era. Era la viuda de Borges. Y Jorge Luis Borges es la literatura, la literatura del siglo XX. Demasiada responsabilidad y muchas amenazas que, como molinos o gigantes, veía a su alrededor. Borges, que tradujo a Kafka, hubiera escrito un lúcido y muy ingenioso cuento sobre esa metamorfosis.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que María Kodama se atrevía a mostrarse tal como era, y la sonrisa era una propiedad más de su persona cuando se sentía a gusto, esa sonrisa con las alas del alma desplegadas, como había grabado en una escultura musical al lado de su casa de la Recoleta. Fue la época en la que solía ver a María Kodama en mis viajes a Buenos Aires.

"¿Quién es esa mujer, tan discreta, tan liviana, que acompaña a Borges?"

La había conocido en Santander, años atrás, cuando aún vivía Borges y ella era tan solo una sombra que le acompañaba (y organizaba su vida). Fue en una rueda de prensa multitudinaria. Todos la veían como la secretaría del maestro; apenas una nota a pie de página cuando era el sumario que planificaba lo que vendría después. En realidad nadie reparaba en ella, y los periodistas, deslumbrados ante el autor de El Aleph, rodeaban al escritor argentino con antigua veneración para formularle intensas preguntas. «¿Maestro, ha visto el Aleph?», o cosas así. Yo olvidé las preguntas trascendentes para hacerme otra que me parecía más periodística y no menos enigmática: ¿Quién es esa mujer, tan discreta, tan liviana, que acompaña a Borges?

María Kodama y José María Plaza en un pequeño «restó» de Buenos Aires.

Así es como surgió el reportaje María Kodama, el lazarillo de Borges, una página entera de aquel Diario 16 dirigido por Pedro J. Ramírez, con una gran foto de esta mujer vestida con un elegante traje blanco de chaqueta y pantalón. Recuerdo bien la cuidada imagen. Posiblemente fuese la primera entrevista que alguien le hizo en el mundo. A la mañana siguiente, María Kodama me llamó para agradecérmelo y me invitó a desayunar con ella y con Jorge Luis Borges en el decadente y lujoso Hotel Real, cuando aún la cubertería era de plata.

"Estaba claro que para llegar a Borges, algo que nunca pretendí, el camino era María Kodama"

Fue el comienzo de una larga, no diría amistad, pero sí relación cordial, que se mantuvo en el tiempo hasta que… pero de eso hablaremos más adelante.

Lo cierto es que había llegado al maestro de esa manera tan improvisada e inocente: por la puerta de atrás, que es la forma más fácil de entrar en un lujoso y protegido edificio.

A partir de ese momento, siempre que Jorge Luis Borges pasaba por Madrid, María Kodama me telefoneaba para quedar en el Hotel Palace, donde se alojaban. En un lado discreto recuerdo una cena entre los tres y una amiga, que me acompañó y que se llevó Ficciones, de Alianza, para que Borges se lo dedicara, y se lo dedicó: aún estoy viendo cómo María Kodama le acercaba la mano a la página en blanco y Borges, sonriendo, con esa cara de bonachón complaciente, trazaba una especie de mínimo garabato autógrafo. Lamenté no haber llevado un libro esa noche.

Ya no me acuerdo bien de lo que hablamos —hubo más encuentros—, pero sé que Borges no paraba de recitar versos siempre que la ocasión lo requería. Su memoria era prodigiosa. La ceguera le había empujado a buscar otros caminos. Si le preguntabas, como sucedió, por Lope de Vega, te recitaba uno de sus poemas, y así…

Estaba claro que para llegar a Borges, algo que nunca pretendí, el camino era María Kodama, de quien el escritor —viejo y ciego— era totalmente dependiente; una mezcla de secretaria y madre, siempre preocupada de llevarle de punta en blanco, por lo que era frecuente que lo regañara con esa voz menuda pero firme. «Ya se ha manchado otra vez. Tenga más cuidado. ¡Qué torpe es, Borges!». Es una frase que he oído repetida en varios momentos. Como se aprecia, ambos se trataban de usted y ella siempre le llamaba por su apellido, como todo el mundo. Posiblemente fuese un hombre torpe, como contó Estela Canto, una escritora argentina a la que Borges cortejó a a mediados de los años cuarenta y a quien dedicó y regaló el manuscrito de El Aleph, que luego vendió y actualmente alberga la Biblioteca Nacional de Madrid.

"Cuando murió el maestro, María Kodama ya no era María Kodama, a la que hasta entonces se había visto como la secretaria del escritor: se había convertido en la viuda de Borges"

No voy a hablar de Borges, ya que hay testimonios más autorizados de gente que lo ha conocido bien y durante largo tiempo; tan sólo comentar —y son impresiones de encuentros aislados— que me pareció un hombre tímido, muy educado y con unas tremendas ganar de agradar. Además, estaba su delicadeza. Par délicatesse j’ai perdu ma vie, escribió Rimbard. Por delicadeza trataba de ganársela nuestro querido amigo.

Cuando murió el maestro, María Kodama ya no era María Kodama, a la que hasta entonces se había visto como la secretaria del escritor: se había convertido en la viuda de Borges. Ahora, todos los que la consideraban un accesorio tuvieron que cambiar su mirada y tratarla como lo que era, la heredera universal de la Obra de Jorge Luis Borges, y empezó el desfile mundanal, cultural y editorial a su alrededor. De ser nadie pasó a ser todo. María Kodama, sin embargo, seguía siendo la misma, y cuando llegaba a Madrid me llamaba para comer o dar una vuelta por el Retiro, una vez dejado atrás el Museo del Prado y la Real Academia, ya que seguía alojándose en el Palace.

María Kodama en su barrio de la Recoleta de Buenos Aires.

Y de Madrid saltamos a Buenos Aires. María Kodama me había dado el número del teléfono de su casa de la Recoleta para que la llamara cuando pasara por Argentina, y así lo hice en mis frecuentes viajes anuales, aunque no siempre la encontré en Buenos Aires, ya que se había convertido en una viajera continua, dando charlas sobre el Borges que conoció, peleando con los editores y mostrando sus dientes para defender —de una manera exagerada, me temo— la obra de Borges.

En Buenos Aires nos vimos cuatro o cinco veces a lo largo de los años, y durante este tiempo pude apreciar el cambio: esa sonrisa con las alas del alma desplegadas se fue acartonando; y ella misma, según se movía por el mundo, se encerró en una especie de cáscara o máscara, desconfiando de casi todos y apoyándose, y con reservas, en algunos amigos mínimos. Quizás en uno. Eso fue después.

"La animé a que publicara un libro con las fotografías hechas a Borges y me interesé por sus relatos, que no se atrevía a publicar"

Al principio, nuestros encuentros en Buenos Aires eran una pequeña fiesta, algo así como dos amigos que se respetan, se admiran, se alegran y celebran el momento. Posiblemente yo fuera ese soplo de aire fresco que se había fijado en ella cuando no era nadie y no el «amigo» interesado que se le acercaba por ser la reliquia del genio y su heredera universal. Aún no la veía como a la viuda de Borges, sino como a aquella mujer que conocí en Santander, traté en Madrid y nos veíamos en Buenos Aires, y seguíamos charlando de fotografía, literatura y Japón, tres temas que nos unían. Por cierto, nunca hablamos de la obra de Borges.

Con mucho respeto se interesaba por mi familia y le gustaba que le hablase de mis hijos, como si ella hubiese querido tener su propia familia convencional. Y se emocionaba con las anécdotas infantiles de un padre emocionado, y miraba las fotos de los pequeños. La animé a que publicara un libro con las fotografías hechas a Borges y me interesé por sus relatos, que no se atrevía a publicar. «¡Qué van a decir! ¡Cómo me van a juzgar!», decía, no sé si con un rubor ligeramente impostado… La viuda de Borges estaba sepultando a María Kodama.

"En una de las comidas ya no hablamos de fotografía ni de niños, sino de sus enemigos"

Solíamos comer muy sobriamente —siempre invitaba ella— en un bistrot al lado de su casa, y luego dábamos un largo paseo por el barrio. Le hacía ilusión enseñarme el pequeño Museo de Borges en el que estaba volcada. Una tarde subió a su casa para recoger las llaves y enseñarme aquel espacio aún incompleto, que era uno de sus proyectos más queridos. Recorrimos las dos plantas que mostraban recuerdos, objetos personales e imágenes del maestro, y posó en varios rincones en unas fotografías que quizás algún día encuentre. Pero el tiempo fue pasando.

María Kodama en su barrio de la Recoleta de Buenos Aires.

En una de las comidas ya no hablamos de fotografía ni de niños, sino de sus enemigos, aquellos expertos en Borges, que habían estudiado a fondo su obra y eran críticos con la propia Kodama, como Alejandro Vaccaro, que publicó varios libros sobre Borges (y consideraba que se estaba aprovechando del nombre de Borges), o Roberto Alifano, que había compartido la cotidianidad con el maestro durante casi diez años, ya que fue su amanuense y quien le acompañaba a algunas charlas antes de entrar María Kodama en el el escenario.

"Fue entonces cuando la María Kodama que conocía se fue diluyendo y nuestra relación se resquebrajó, ya que no compartía su visión excluyente del asunto Borges"

No soportaba las iniciativas sobre Borges sin su supervisión y aprobación, como un museo municipal sobre el escritor, en el que el poeta y millonario Alejandro G. Roemmers aportaría un buen número de objetos que había adquirido. Como era la heredera universal de los derechos de Borges, quería —por el buen nombre del maestro— controlarlo todo. Fue entonces cuando la María Kodama que conocía se fue diluyendo y nuestra relación se resquebrajó, ya que no compartía su visión excluyente del asunto Borges, y quizás María, por los viejos tiempos, necesitaba amigos incondicionales que la mintieran. Pero un amigo siempre debe ser crítico.

Me parecía muy triste que hubiese mandado retirar El hacedor de Borges (remake), de Agustín Fernández Mallo, un juego literario a los que tan aficionado era el propio Borges, y para mí sigue siendo un misterio el por qué Alfaguara no ha vuelto a publicarlo. Y consideré desproporcionado y fuera de lugar, y así se lo dije, que llevara a juicio a Pablo Katchadjian por su cuento El Aleph engordado, del que hizo una pequeña tirada para amigos. Estoy convencido de que a Borges le hubiesen divertido estos acercamientos cariñosos a su obra, a su persona, y hubiese agradecido estos homenajes y muestras de admiración. Se lo comenté, pero María Kodama, muy seria, no estaba de acuerdo, y por vez primera vi que esa suave sonrisa que compartíamos acababa de escaparse, como una mariposa blanca que ya no volvería a la Recoleta.

Jorge Luis Borges y el periodista José María Plaza, en el Hotel Palace de Madrid.

A partir de ahí se acabaron nuestros encuentros, salvo una pequeña entrevista —ya como periodista— que le hice para El Mundo en una de sus visitas a Madrid y donde se mostró amable, pero la distancia ya estaba trenzada. La María Kodama cordial, sencilla, casi familiar, que frecuenté en los primeros años tras la muerte de Borges, había dejado paso a la viuda perseguida a la que odiaba todo el mundo, o es posible que así se sintiese.

Ahora que vuelvo a Buenos Aires (y lo hago para escribir, precisamente, una novela sobre Borges siguiendo sus huellas), pasearé por la Recoleta, me acercaré al portal de la antigua casa de María Kodama, tomaré un café en el bistrot y callejearé por el barrio, como hacíamos, en busca de esas sonrisas con alas del alma desplegadas que una vez tuvo —yo lo vi— María Kodama. Las sonrisas de esa mujer, siempre vestida de claro, que un día se inmoló para convertirse en la heredera universal de los derechos de la Obra de Jorge Luis Borges. Y tan ensimismada estaba en esa labor que no supo ver más allá, como se ha comprobado ahora, al no dejar testamento alguno.

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José María Plaza

Periodista y escritor, ha trabajado en primera línea de la cultura de Madrid durante muchos años. Ha publicado más libros de los que ya podrá escribir, de los que unos quince han sido traducidos al japonés, turco, coreano o chino. Produjo dos obras de teatro familiar, y ha escrito dos comedias de enredo, y tres títulos de teatro-documento sobre Marilyn Monroe, los Beatles y Marga Gil Roësset y Zenobia Camprubí. Entre sus libros publicados: Luis Eduardo Aute, La espera, No es un crimen enamorarse, Mi primer Quijote, La puerta secreta del Museo del Prado, de la serie ‘Los Sin Miedo’, La luna de Nueva York, y los recientes: Cid, el primer caballero, y Los Beatles y ellas.

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Emilio Porta
Emilio Porta
9 meses hace

Magnífica entrevista. Alejandro Vaccaro y Roberto Alifano son, sin duda, los grandes herederos intelectuales de la obra y vida literaria, la fundamental, del, sin duda, junto a Cortázar, mayor escritor que ha dado Argentina al mundo. Yo, que soy un acérrimo lector de Borges, creo que un libro como el de Vaccaro es una obra definitiva. Conservar la memoria del escritor que más ha merecido el premio Nobel y nunca se lo dieron, aunque eso, en la Historia de la Literatura, carezca de importancia, es impagable.

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