Una de las imágenes para la posteridad que dejó el festival de Cannes de 2011 no formaba parte del metraje de ningún filme ni tuvo lugar en los posados de la alfombra roja. Fue la trasformación del rostro de Kirsten Dunst durante la presentación a la prensa de Melancolía, la cinta que, junto a Lars von Trier, su realizador, y el resto del reparto, los llevó aquella primavera a la cita de la Costa Azul. Kirsten escuchaba al singular cineasta ofreciendo a los informadores esa sonrisa —sin duda de compromiso— que las intérpretes de su calibre fingen mejor que nadie. Así, con su garbo exquisito, escuchan lo bueno que ha sido trabajar en equipo, lo atento que ha estado el director con los actores y esos chistes sin gracia, con los que quienes saben que están pronunciando un discurso vacío esperan entretener a la audiencia.
Si no recuerdo mal, aquello fue el 19 de mayo de 2011. Esa misma noche, Lars von Trier emitió un comunicado pidiendo disculpas. Intentó arreglarlo diciendo que era una broma, que el humor danés es así. Fue inútil: el festival que le había encumbrado —pasando por alto incluso sus insultos a Polański cuando fue su presidente—, siendo el primero en reconocerle como ese gran cineasta que sin duda es —Premio del Jurado en el 91, Gran Premio del Jurado en el 96, Palma de Oro en el 2000—, le declaró persona non grata y le expulsó. Ya maldito —heterodoxo y alucinado lo había sido desde que dio a conocer sus primeras filmaciones—, la crítica se lamentaba de las repercusiones que el asunto pudiera tener sobre la cinta. Melancolía es una obra sobresaliente que nos habla de una boda celebrada unas horas antes del fin del mundo. “Todo lo que se piensa debería poder expresarse”, se lamentó el cineasta, ya vetado en Cannes.
Con disculpas o sin ellas, Lars von Trier es un racista redomado. Muy probablemente, las leyes de los países democráticos le permitan serlo, siempre y cuando no discrimine, injurie o perpetre actos violentos contra las etnias que odia. Parece ser que el pensamiento, por sí solo, no delinque. De hecho, el danés rodó Manderlay (2005), segunda entrega de su trilogía estadounidense, sin mayor problema. Ambientada en una plantación de Alabama, junto con El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 2015) y Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), es la mayor justificación de la esclavitud y la brutalidad perpetrada desde entonces contra la comunidad afroamericana de toda la historia del cine. La diferencia es que Griffith era un sureño, un auténtico dixie; Fleming, un mercenario de la puesta en escena de un tiempo en que lo normal era el racismo y Lars von Trier es un provocador danés de nuestro siglo XXI que bromea sobre Hitler.
Ya he evocado en estos artículos cierta observación que me hizo alguien tan poco sospechoso de ser nazi como José Hierro cuando tuve oportunidad de entrevistarle: “Si Hitler hubiera escrito un buen poema, no se vería afectado por su actividad criminal”. Lo malo es que Manderlay no es una buena película, como sí lo son las distintas obras maestras que jalonan la filmografía de este maldito, heterodoxo y alucinado. Cinematográficamente hablando, basta un juicio para denostarla: es teatro filmado, sin exterior alguno. Más aún, un teatro tan absurdo como su monótono y agobiante decorado. Sólo por eso, Manderlay seguiría siendo una mala película, aunque su historia nos hablara de la fraternidad universal, la paz que procura el ruralismo, la bondad intrínseca del ser humano y otras grandezas semejantes.
Dejando a un lado su racismo, a Lars von Trier hay que aplaudirle como el principal impulsor de Dogma 95, aquel grupo de cineastas —Thomas Vinterberg, Kristian Levring, Soren Kragh-Jacobsen, Susanne Bier…— que en el fin de siglo se alzó contra esa pantalla, de diseño de producción y efectos especiales, que se ha enseñoreado de la cartelera internacional de un tiempo a esta parte. Aunque en su propuesta había ocurrencias como la de la “suprema democratización del cine” —todo arte democratizado raya en la inevitable mediocridad de las masas, que de no ser mediocres serian élites—, a la postre se trataba de volver a esa espontaneidad buscada en su momento por el neorrealismo italiano, la Nouvelle Vague y todas las escuelas novedosas y rupturistas surgidas en los momentos de agotamiento generalizado en la creación cinematográfica.
Nacido en Copenhague, en 1956, parece ser que las dos grandes pasiones de los padres de Lars Trier fueron el nudismo y el comunismo. Ambas cuestiones serían tan irrelevantes como sus primeras gracias si no vinieran a dar prueba del amor a la rebeldía —expresada en el comunismo— y el exhibicionismo —el nudismo— en los que creció el realizador. Al igual que tantos futuros cineastas, Trier realizó sus primeras filmaciones con uno de aquellos inolvidables tomavistas de Súper 8. No acaba de estar claro cuándo se puso el “von”. Yo tiendo a pensar que es un homenaje a Josef von Sternberg y Erich von Stroheim.
Se dio a conocer con la apesadumbrada El elemento del crimen (1984), cinta en verdad innovadora, experimental en toda la extensión de la palabra, aunque perteneciente a un género tan manido como el policíaco. Prosiguió su trayectoria con Epidemic (1987), una reflexión sobre el oficio de cineasta en la que él mismo encarnaba al director de cine que escribe el guión de una película, en la que se da cuenta del rodaje de otra cinta sobre una epidemia que está diezmando Alemania, plaga que no tardará en trascender de las páginas del libreto a la realidad que rodea su redacción.
Meses después, ya en 1988, Von Trier tiene oportunidad de realizar para la televisión danesa —medio en el que colaborará con asiduidad— un guión de Medea, de Eurípides, adaptado en su momento por Carl Theodor Dreyer. Es entonces cuando el cineasta descubre su más atinado registro. Paulatinamente se irá alejando de ese primer interés por la experimentación para tender a la elevación y a la gravedad de Dreyer. Hay quien dice que fueron asuntos familiares los que le llevaron a convertirse al catolicismo, a empezar a buscar su particular camino de perfección. Más propio parece pensar que fue la pasión por Dreyer la que llevó a Von Trier a empezar a transitar por la senda de ese cine desprovisto de artificios. Iniciada por el propio Dreyer, anduvieron por ella cineastas tan grandes como Bresson, Ozu y Olmi. Puestos a emplazar su cámara, cada uno con su propio credo, todos ellos lo hicieron imbuidos de una gran religiosidad, tendente al ascetismo.
Sobra decir lo de cerca que tocaba ya esta nueva inquietud de los presupuestos de Dogma 95. Sin embargo, Europa (1991), su siguiente filme, no es todavía una cinta dogmática. Muy por el contrario, el Von Trier que aquí se nos muestra, que también es el que se da a conocer a nivel internacional, todavía es ese cineasta experimental. Anhela incorporarse al cine de habla inglesa. Sin embargo, el éxito de sus siguientes cintas devuelve al público internacional un interés por toda la producción escandinava inexistente desde que Bergman se retiró en 1982.
Corría la primavera de 1995 cuando, al socaire del centenario del nacimiento del cine Thomas Vinterberg, Kristian Levring, Soren Kragh-Jacobsen y el propio Lars von Trier se reunieron en Copenhague y comenzaron a hacerse preguntas tan cabales como las formuladas acerca de la forma en que las ilusiones sustituyen a las emociones en nuestra pantalla. El “abanico de supercherías del cineasta” no tardó en salir a la palestra y se concluyó que “el drama se ha convertido en el becerro de oro alrededor del cual todos bailamos”.
Pese a la palabrería común a toda formulación estética, hay que insistir en lo atinado del clamor de los dogmáticos. “Dogma 95 tiene como fin luchar contra ciertas tendencias del cine actual ¡Dogma 95 es un acto de sabotaje! (…) Actualmente, una tormenta tecnológica está causando furor”.
Estas y otras cuestiones están incluidas en el decálogo del movimiento. Todo cineasta que quiera pertenecer a él ha de cumplirlo si pretende incluir en los títulos de su filme el certificado que da cuenta de su autenticidad dogmática. Una tontería, en efecto. Pero no más que la de André Breton decidiendo quién era y quién no era surrealista.
El mandamiento número dos del decálogo reza textualmente: “El sonido no debe ser producido por separado de las imágenes y viceversa (no se puede utilizar música, salvo si está presente en la secuencia en la que se rueda)”. A buen seguro que los dogmáticos estaban tan ahítos de todas esas películas que detienen la narración para incluir un videoclip como tantos espectadores. “Los trucajes y filtros están prohibidos”, leemos en la sexta norma.
No deja de ser curioso que Rompiendo las olas (1986), la cinta que abre la trilogía de Los corazones de oro y su primera obra maestra absoluta, fuera tan poco dogmática que las canciones de Leonard Cohen y Elton John sirven de introducción a algunos de los capítulos en los que se divide esta conmovedora historia de amor. Es muy probable que el cineasta ya la hubiera empezado a rodar cuando alumbró el manifiesto junto a sus compañeros. Lo que está claro es que Bess McNeill (Emily Watson) es una de las mujeres más abnegadas de toda la historia del cine. Crecida en un pueblo de la Escocia profunda, en las islas Hébridas —donde los hombres acostumbran a maldecir las tumbas femeninas, porque pretenden que las mujeres son la causa de la perdición de los varones, y se odia a los extranjeros como en cualquier sociedad cerrada—, Bess, contraviniendo las órdenes de sus mayores, se enamora de Jan Nyman (Stellan Skarsgård), un sueco llegado al lugar para trabajar en una plataforma petrolífera y se casa con él.
Cuando Jan pierde su virilidad tras sufrir un accidente, exhortará a Bess a que se entregue a otros hombres, convencido de que así se curará. Puesta a ello, Bess incluso llegará a prostituirse, ante el escándalo de su comunidad, que la condena al ostracismo. Pero finalmente, tras encontrar la muerte entre las vejaciones a las que es sometida por unos marineros, Jan milagrosamente se curará. No es de extrañar que el prodigio hiciera evocar al espectador el milagro sugerido por Dreyer en La palabra (1955).
Los idiotas (1998) y Bailar en la oscuridad (2000), otras dos obras maestras absolutas, pusieron fin a la trilogía de Los corazones de oro. Dogville (2003) inauguró el tríptico estadounidense. Protagonizada por Nicole Kidman, se anunció que esta actriz también habría de encabezar el reparto de Manderlay. De hecho, el personaje (Grace Margaret Mulligan) es el mismo en ambas cintas. Pero Nicole se negó a volver a trabajar con Von Trier. Con el correr de los años, cuando Björk le acusó de haber abusado de ella, se empezó a saber que el realizador no era tan bueno con las actrices como se dice en las ruedas de prensa.
A excepción de Melancolía, donde recuperó la plenitud de su talento creativo, el resto del cine de Lars von Trier —El anticristo (2009), Nynphomaniac (2013)— resulta ser poco más que la obra de un provocador que ha perdido ese genio que había detrás de sus alborotos de antaño.
Cannes le levantó el veto en 2018. La casa de Jack, la cinta de su regreso, resultó ser el retrato de un asesino en serie focalizado por el propio psicópata. A muchos de los aficionados al cine de este antiguo dogmático nos hizo recordar aquello que observa Stephen King sobre lo fácil que es dar asco a quienes no saben dar miedo a sus espectadores. Esperemos que Lars von Trier recupere esa genialidad con la que respaldaba sus escándalos de antaño.
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