Quiso esta patria que el 25 de noviembre de 1562 naciera en la capital de sus entrañas Lope Félix de Vega Carpio, quien llegaría a convertirse en el dramaturgo barroco, caballero, soldado, poeta, padre, sacerdote y amante, hasta su fallecimiento, más célebre que hayan visto estas tierras que muchos alaban y de la que otros muchos reniegan. ¿Se imaginan qué sería de esta sociedad si aún existiera la condena por exilio que en varias ocasiones tuvo que acatar don Félix de Vega? ¿Qué dirían los que hoy atentan contra la cultura y la historia de este país, algo que jamás hizo Lope, si se les impusiera semejante sentencia? Me inclino a pensar, tal y como se encuentra el corral de comedias, que muchos recurrirían ante el tribunal, ganándose el favor de los cargos de la falsa y doble moral que impera, con el único propósito de seguir viviendo, engañando y robando por su jeta. Sin embargo, no querría empañar el recuerdo del gran poeta que en la España del Siglo de Oro fue apodado Fénix de los Ingenios, mas a los deshonestos, sinvergüenzas y holgazanes que nos rodean bien me gustaría decirles desde esta prisión zendiana —por la que orgullo y agradecimiento siento— que estudien y lean las obras que esos años nos legaron gracias al talento y pluma de Cervantes, Tirso de Molina, Santa Teresa de Jesús, Calderón, Góngora, Quevedo o Lope de Vega, no vaya a ser que, de no hacerlo, pierdan la memoria histórica que con tanto empeño gustan decretar y conmemorar. Dicho esto, bendito nacimiento la del niño Lope, que a temprana edad ya destacaba por su lectura ágil en romance y latín —lenguas en la actualidad exiguas debido, entre otras causas, al anglicismo que se propaga—, y que a la edad de trece años se le atribuye una primera comedia que se representó bajo el título El amante verdadero. No le falló la intuición ni le faltó ingenio al adolescente, que en su fuero interno presentía lo que sería: el fogoso amante de mujeres, vírgenes, viudas, casadas o solteras. Actrices, cortesanas, plebeyas, condesas, marquesas o duquesas. ¿Quién querría a un Shakespeare o a su Romeo pudiendo tener en sus brazos a don Alonso Manrique —interpretado por Julio Núñez— o a su creador, don Lope, susurrando versos al oído y colmando así el alma, así el cuerpo, de intensa pasión y ardientes deseos? Si a Lope tuviera delante, o a caballero que se le pareciera, saben Eros y Afrodita que no dudaría en cantarle a cappella la habanera «El seductor»: «¿Cómo podré vida mía, / hacerme de ti, de ti querer, / contemplando a cada instante / las delicias de un placer (…)? / Y si mi alma apasionada, / deslumbrara tu pasión / no tendría otra esperanza / que aliviar mi corazón. / Si el seductor goza de mí, / de mi pasión loca, / mis labios tu boca, / pudieran besar. / Junto a tu seno / el mío pondría, / y entonces verías, / ¡ay!… lo que es amar». Y bien me consta que agradecieron Elena Osorio, Isabel de Urbina, Micaela de Luján, Juana de Guardo o Marta de Nevares servirle de inspiración al dramaturgo para dar vida a Filis, Zaida o Dorotea; Belisa, Lucinda, Marcia Leonarda o Amarilis. ¿Quién no querría, pues, ser musa de un poeta, y viceversa?
De los amores, amoríos y fechorías de Lope el reino entero estaba al tanto, y no contento con despertar las envidas de los hombres que habían puesto precio a su cabeza, tampoco dudó en poner en jaque a los empresarios teatrales que se habían anclado en un pasado que no llevaba a ningún lado. Quiso, por tanto, cambiar las reglas del juego del teatro, rompiendo con las tres unidades —acción, lugar y tiempo— y anteponiendo lo popular a lo elitista o refinado. La moral renacentista había quedado obsoleta y el público, el pueblo, demandaba algo más costumbrista. Más cercano a ellos. Querían ver a unos personajes que se hicieran de carne y hueso, que se movieran, se vistieran y se expresaran como ellos, o que, al menos, tuvieran sus mismos defectos: esas ansias de libertad e incluso libertinaje. «Arder como la vela y consumirse, / haciendo torres sobre la tierna arena; / caer de un cielo, y ser demonio en pena, / y de serlo jamás arrepentirse», que, o nubla el juicio, o despierta el coraje para agarrar un caballo y cabalgar hacia lo desconocido; esos celos que a veces se hacen dueño de uno, así como de sus mayores miedos. «Cuando pensé que mi tormento esquivo / hiciera fin, comienza mi tormento, / y allí donde pensé tener contento, / allí sin él desesperado vivo»; ese honor, que se hace de menos por amor; o, en definitiva, esos enredos en los que, sin querer, nos vemos inmersos por exceso de confianza o por no haber sabido reconocer a tiempo a la madre alcahueta. Y como Lope era, ante todo, hombre de calle, vividor en el mejor sentido, y más humano que divino, supo entonces tomar buena cuenta de lo que oía, de lo que se hablaba y se urdía en los mentideros, en las posadas y hasta en los jardines de la villa. Amante de la vida y la naturaleza, dominó como nadie lo inefable y lo llano, manteniendo entre los extremos el equilibrio constante, y así lo trasladó después, del papel al escenario, ofreciendo como resultado «más de ciento, en horas veinticuatro, pasaron de las musas al teatro», entre las que encontramos: Peribáñez y el Comendador de Ocaña; La estrella de Sevilla; El amor enamorado; El caballero de Olmedo; El castigo sin venganza; La Dorotea; Fuenteovejuna; o El perro del hortelano, sin olvidar, por otro lado, los tomos que recogen sus Poesías líricas, mitológicas y sacras, ni el tratado en el que expone El arte nuevo de hacer comedias, una guía que no debiera faltar en la mesilla de noche de quien aspire a convertirse en dramaturgo o revolucionar, a su gusto, la comedia moderna.
Pero no todo fue aventura, no todo descaro o atrevimiento, pues hubo momentos en que el desasosiego y la pena se adueñaron de su ánimo y su existencia. Al fallecimiento de la mujer del momento a la que se había entregado y con la que convivía le siguieron diversas pérdidas, súbitas, de los hijos que su Dios le había dado. Antonia, Teodora, Juana o Carlos, su niño querido, lo abandonaron tan pronto como llegaron, llevándose consigo la dicha y el bienestar del padre poeta. «Quiero escribir y el llanto no me deja. / Pruebo a llorar y no descanso tanto. / Vuelvo a tomar la pluma y vuelve el llanto. / Todo me impide el bien, todo me aqueja. / (…) Que haga de mis lágrimas letra, / pues ya no lo siente, bien entiende / que cuanto escribo y lloro todo es muerte». Y cuanto más hacía por vencer esa aflicción que le consumía, más se alejaban sus musas y menos sentido tenía para él la vida. Aun así, pasó el duelo y, aun prometiéndose que, llegado el día, ajustaría cuentas con Caronte por haberle arrebatado en tantas ocasiones lo que más quería, comprendía que sólo mediante la irrupción de una luz, y una ilusión que recogiera sus cenizas, renacería como fénix que era. Y eso logró Marta de Nevares, su último gran amor. La semilla de la que brotó su Amarilis; la muchacha con la que convivió durante veinte años, a quien la ceguera le causó locura y delirios. Y a pesar de ello, siempre que la contemplaba tumbada, serena, desnuda y bella, resonaba en Lope su celebérrimo soneto: «Desmayarse, atreverse, estar furioso, / áspero, tierno, liberal, esquivo, / alentado, mortal, difunto, vivo, / leal, traidor, cobarde y animoso; / no hallar fuera del bien centro y reposo, / mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, / enojado, valiente, fugitivo / satisfecho, ofendido, receloso; / huir el rostro al claro desengaño, / beber veneno por licor suave, / olvidar el provecho, amar el daño; / creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe».
Debiera hoy ser Fiesta Nacional de las Artes y las Letras. Debieran hoy celebrarse actos conmemorativos en torno a la figura de Lope Félix de Vega; recitarse en cualquier rincón sus poemas; representarse en los teatros o emitirse en las cadenas sus comedias, y exclamar después de cada función «¡larga vida al caballero, Fénix de los Ingenios!», al que Cervantes tildó de “monstruo de la Naturaleza”. Nos quedamos huérfanos del dramaturgo, poeta, amante y padre, pero la Historia nos compensó con otro espadachín de la pluma, nacido en Cartagena el 25 de noviembre de 1952 y llamado Arturo Pérez-Reverte. La casualidad, azar o destino, se las ingenió como pudo para que nacieran, el mismo día, estos dos caballeros con mirada de cazador que de su intensa vida novelesca han basado sus obras más conocidas y longevas. Caballeros de los que ya no quedan y que, como sus héroes y heroínas —reflejos de ellos y de su biografía—, capaces son de dar la vida por amor, por honor o por aquello en lo que verdaderamente crean. Y si uno lo vivió para después escribirlo, el otro lo leyó primero para después afrontarlo, vivirlo y transcribirlo, contribuyendo, a su manera, a este siglo que, aun sin saber si es de Oro, al menos está siendo testigo de obras que dejan huella y son ya eternas.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: