Decía Dumas en El conde de Montecristo que «el abismo se encuentra entre la cresta de dos olas», y supongo que tenía algo de razón. Esto es algo que sucede mucho en el oficio literario. Porque qué bueno eres, qué destreza con las palabras, vaya novelón que te ha salido. Solo tú sabes las horas que te ha llevado, la de barbaridades que has hecho para documentarte como es debido en ese monasterio tibetano y cómo ha sufrido tu integridad física al querer experimentar —al igual que tu personaje estrella— qué se siente al bucear entre tiburones. Y ahí vas, con tu manuscrito honesto y vital, hecho de rasguños y escrito a navajazos. Mereces triunfar. Y triunfas. Ni te lo crees. Navegas como un surfista experimentado sobre las olas, bailando en la tabla. Adelante y atrás, saludando y mandando besos al personal. Que ya sabes que el juego se puede acabar en cualquier momento, porque todavía no te has vuelto gilipollas.
Estos días he observado algunos fenómenos exitosos del panorama literario, y me ha gustado comprobar cómo tenemos buenos ladrones de olas, que se lanzan al mar sin prestar atención al lúgubre abismo. Que no es que no sepan que está ahí, pero para qué deshilachar la esperanza antes de empezar. Javier Castillo triunfa con la adaptación en Netflix de La chica de nieve —en los primeros puestos de visualización mundial— y, a la vez, saca su novela El cuco de cristal, que al día siguiente de su lanzamiento ya reclamaba una segunda edición. Solo Castillo, y su familia, sabrán todo el esfuerzo y trabajo que ha supuesto la gesta. Sin embargo —y no hablo de este caso concreto, sino en general—, siempre llegan esas voces chillonas y pestilentes que reclaman atención para sí mismas criticando el trabajo ajeno. Me fascina que la mayoría de las veces esos comentarios mordientes vengan de los propios escritores, de los compañeros. ¿Corporativismo? No, hombre, no, ¿eso qué es? ¿Respeto gremial? Tampoco. Se entona más bien un «¿por qué él sí y yo no?». Es un tema bostezante y aburrido, porque la envidia es tan vieja como el mundo.
Sigamos con los intrépidos bailarines sobre las olas, que es un asunto más interesante. También he observado estas semanas los pasos decididos de Máximo Huerta, que ha puesto Buñol en el mapa abriendo La Librería de Doña Leo. Está arrasando con su último trabajo, Adiós pequeño, y con su encantadora librería. Si yo viviese cerca, iría con frecuencia y él, al verme, entornaría los ojos y me ofrecería una sonrisa.
—Oruña, ¿aquí otra vez?
—Otra vez. ¿Sabes el libro que me recomendaste el otro día, el de la Primera Guerra Mundial? Buenísimo. Recomiéndame otro.
Y él, que es muy lector, con infinita paciencia buscaría para mí el viaje perfecto. Debatiríamos un rato sobre las nuevas corrientes literarias francesas y yo criticaría sin pudor algún libro que viese por allí, solo por continuar con el coloquio.
Ya sé, ya sé que eso son fantasías mías, pero qué bueno que tengamos escritores en España que hagan soñar a tantos. Creo que los autores desconocidos también deben perseverar, preparar bien sus tablas y lanzarse al agua. Los necesitamos. Necesitamos sus relatos, su coraje e imaginación: las historias nos dan nuevas perspectivas. Las muy cabronas no nos dejan languidecer, porque aprietan cerebro y corazón. Como decía Dumas en El conde de Montecristo, «toda la sabiduría humana está en estas dos palabras: confiar y esperar». Así que alegrémonos por los Javier Castillo, los Máximo Huerta, Dolores Redondo o Elísabet Benavent que inunden las librerías, y por los que vengan. No importa el abismo: sigamos nadando, que siempre se llega a alguna orilla.
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