El cielo se resquebrajaba sobre las insignificantes cabezas de aquellos seres minúsculos, que poblaban el mundo. La lluvia que caía incesantemente ya había anegado gran parte del orbe y el agua comenzaba a desbordarse desde los confines de la tierra para caer en una nada desconocida e infinita. Miles de almas hacían cola a las puertas del Hades, esperando a que el barquero las transportara de una a otra orilla del fangoso río Aqueronte.
En medio de aquel líquido caos una gigantesca nave intentaba escapar de las violentas olas y de la lluvia torrencial. En su proa un matrimonio, abrazado, imploraba entre susurros a los dioses por su salvación. Avanzaban en medio de una oscuridad cavernosa que se disipaba, de vez en cuando, con la luz cegadora de los implacables rayos y relámpagos del iracundo Zeus, acompañados por el violento sonido del trueno. Pirra, muerta de miedo, sentía cómo el calor del abrazo de su marido la envolvía, mientras agarraba con determinación la esperanza, que continuaba encerrada en aquel ánfora que su madre le había legado y de la cual había jurado que jamás se desprendería.
Ftíode, Tesalia, veinte años antes
—Madre, ¿por qué he de casarme? ¿Cuál es la finalidad del matrimonio? Los hombres mortales no se casan —le preguntó cuando conoció su destino.
—Hija mía, igual que aquellos, tú morirás tarde o temprano. Ellos dejaron de brotar espontáneamente de la tierra el día que yo abrí aquel ánfora y ahora son consumidos por sus males. La raza humana está enferma y su destino es el olvido y la nada. Sin embargo, tú puedes dar vida a otra vida, igual que yo te la di a ti. Y tu padre y yo creemos que la mejor opción para ello es un contrato, establecer unos lazos sólidos con alguien que te proteja a ti y a tu descendencia. Tu primo es nuestra elección, ambos habéis sido criados alejados de los males que yo liberé y educados para respetar a los dioses.
Desde que era niña, Pirra solo había conocido la maldad de sus congéneres. Su padre, Epimeteo, le había hablado en innumerables ocasiones de los tiempos en los que los hombres se comportaban piadosamente con los dioses y la razón y la justicia imperaban sobre aquella raza ingrata. Pero su madre, Pandora, buscando un bien mayor —según le había dicho repetitivamente—, abrió aquel regalo envenenado con el que los dioses la habían agasajado y el mal campó a sus anchas, penetrando en el inocente corazón de aquellos hombrecillos, atravesando su carne, modelada de tierra y agua. Su piel, entonces, comenzó a resquebrajarse, arañada por la desconocida vejez; el alimento no les llegaba si no era a través de la trabajosa fatiga; la enfermedad y la locura se asociaron para acechar a sus cuerpos y sus mentes; y el vicio y la pasión aprisionaron sus voluntades.
Sus padres la mantuvieron siempre alejada de ellos y la educaron para que fuera piadosa y tuviera un temor reverencial a los dioses, aquellos seres vengativos e iracundos que poseían todas las virtudes y defectos de esa raza que habían creado a imagen y semejanza. Su vida había transcurrido tranquila, correteando por los frondosos bosques de Tesalia, protegida de todo mal. Pero había llegado la edad en la que la naturaleza la apremiaba a contraer matrimonio. El único pretendiente posible era su primo Deucalión, que, aunque era hijo de su tío Prometeo, que había caído en desgracia y cumplía su eterno castigo en el Caúcaso, había sido criado como ella, alejado de la raza a la que su padre había malcriado.
Cuando Pirra vio por primera vez a su futuro marido, le pareció un muchacho apuesto pero muy mayor para ella, la diferencia de edad era evidente, ella apenas había cumplido los doce años, él contaría con unos treinta.
—Madre, en mi naturaleza está no llevar la contraria y no cuestionar vuestros designios. Sin embargo, siento que sobre mí cae una condena al aceptarlos —dijo Pirra algo intranquila.
—Sí, hija mía, y no dejo de culparme por ello. Tú debes soportar la gravosa carga de la humanidad, pues eres la única mujer capaz de tener hijos, a mis años yo ya no puedo, ni los dioses me han concedido una segunda oportunidad. Ellos me regalaron tu existencia, pero a la vez, ésta es tu carga. Debes procrear, pues la humanidad envejece y ya no nace, los vicios y la impiedad la están consumiendo. Tú eres la luz de la esperanza, debes traer al mundo frutos sanos y carentes de mancha y has de criarlos conforme a las leyes divinas —dijo su madre cabizbaja.
Pirra sabía que lo único que podía hacer era aceptar su destino, no podía escapar del designio de los dioses. Así que se casó con aquel hombre. La convivencia y el matrimonio fueron algo extraño para ella, pero poco a poco fue tomando cariño a aquel, que, como ella, era consciente de su futuro. Entre ellos se instaló esa extraña sensación de complicidad que surge cuando dos personas tienen un proyecto vital en común y ambos se tomaron su misión muy en serio. Investigaron las formas y maneras de traer más mortales al mundo y en aquella incesante búsqueda encontraron mil procedimientos para experimentar su felicidad, descubriendo el significado de la sensualidad. Pero los frutos esperados no llegaban, aquellas batallas amorosas no engendraban vástagos, sino más ganas de sexo y una sensación constante de insatisfacción. Como la meta de aquellos encuentros era la procreación y cada vez que se reunían lo hacían como una comunión con la divinidad, a través de plegarias y sacrificios, los dioses se compadecieron de ellos.
—Deucalión, ¿no te das cuenta? Parece que los dioses, la vida, el destino, los hados o como quieras llamarlo se ríen de nosotros. Ya son veinte años que convivimos y lo hemos intentado todo, hemos inventado formas y posturas inimaginables, pero nada funciona. Si nosotros fallamos, la humanidad está condenada. Los hombres envejecen y mueren, ya por muerte natural, ya por hambre o ya por el arbitrario capricho de otros hombres; la codicia y el poder engendra guerras violentas y se han olvidado de los dioses —dijo Pirra preocupada.
—Mujer, eres muy sabia. Siempre me ha admirado de ti tu capacidad de análisis. Tienes razón, parece que nuestra misión fracasa, no podemos hacer más de lo que hemos hecho. No solo hemos experimentado para engendrar nuevos humanos, sino también hemos intentando enderezar a los que ya pueblan este mundo. La verdad es que me siento exhausto, pero tú siempre has sido la que te has aferrado a la esperanza. No puedes perderla aún, no debes abrir ése ánfora. Debe permanecer ahí para nosotros, sé que algún día cambiará todo, lo sé —dijo Deucalión, mientras un sonido ronco, que provenía de la puerta de la casa, los sobresaltó.
Deucalión se dirigió a ésta, ante la insistencia de los golpes. Al abrirla, una imagen casi desconocida apareció ante él.
—¡Padre! —dijo con sorpresa, pues apenas el imponente rostro de Prometeo se apreciaba debajo de aquellos pellejos lacerados en los que se había convertido —¿Qué haces aquí? ¿Has escapado de tu castigo?
—Hijo mío, casi no te reconozco —le dijo visiblemente emocionado Prometeo —¿y ésta? Es mi sobrina y tu mujer, supongo.
Prometeo contó a su hijo cómo Hércules lo había liberado de la roca a la que permanecía encadenado, mientras un águila le devoraba las entrañas; le reveló lo mucho que había sufrido durante aquellos eternos años; se arrepintió de haber abandonado a su propio hijo por favorecer a una raza de la que ahora renegaba.
—Hijo, los dioses han hablado sin tapujos delante de mí. Al final, los condenados nos desvanecemos ante la vista de otros y nos convertimos en oídos. Así me he enterado de que Zeus está planeando terminar con esta raza a la que le entregué tanto de mí. He venido a advertiros: debéis construir un arca, un diluvio se acerca. Zeus lloverá, lloverá sobre todos ellos, los va a ahogar a todos y no quiero que vosotros perezcáis injustamente por mi culpa. También sé que contáis con su favor por vuestra piedad.
Tres meses tardaron marido y mujer en construir un resistente bajel y el mismo día en el que clavaron la última estaca una gota de finísima lluvia cayó sobre la nariz de la intuitiva Pirra.
—Ha empezado Deucalión, debemos embarcar lo antes posible. Nosotros estamos en peligro porque no somos como los animales, ellos hace días que han partido hacia las altas cumbres, ¿no te has dado cuenta?
Deucalión confió ciegamente en el criterio de su mujer y nada más embarcar el cielo se abrió y una lluvia torrencial se precipitó desde las pesadas nubes que festoneaban un cielo plomizo y grisáceo.
***
Durante nueve días, Zeus, en su incontenible iracundia, no dejó de derramar sobre los mortales el agua aniquiladora. Perecieron miles de almas, sólo algunos se salvaron, huyendo hacia las más elevadas cumbres. La nave de Deucalión y Pirra resistió las embestidas y la constante inundación de su cubierta. Al rayar el amanecer de aquel noveno día, el canto de las aves matutinas y un fuerte impacto los despertó. Habían tocado tierra firme.
—Ahora sí que es el fin —dijo Pandora. La frustración había penetrado en su corazón torrencialmente, al igual que la lluvia caída los días anteriores —. Ya no quedan casi hombres y nosotros no somos capaces de engendrar nuevas vidas.
—Así es, mujer, aunque deberíamos agradecer a los dioses nuestra supervivencia.
—Deucalión, no me quejo de mi fortuna, sino de la de la raza humana. Y, sí, debemos agradecer nuestra salvación, nos han regalado una vida larga y juntos. Así que prepara víctimas para el sacrificio, en este lugar se esconden muchos animales.
Deucalión y Pirra ofrecieron sus ofrendas y plegarias a Zeus Fixio, que compadeciéndose de aquellos, decidió enviar a Hermes, su mensajero, para ofrecerles un regalo: la pareja había mantenido la fe y ante aquella tragedia su respuesta había sido la piedad.
—Mi nombre es Hermes y Zeus se ha apiadado de vosotros, así que ha decidido concederos un presente por vuestra devoción —dijo Hermes, presentándose ante el matrimonio mientras estaban inmolando una alba víctima.
—Deucalión, estamos salvados —le susurró Pirra aún estupefact—. Debes pedir por la raza humana, debemos repoblar la tierra. Ese es nuestro destino, estoy segura de ello.
La petición de Deucalión llegó a través de las palabras de Hermes al todopoderoso padre de dioses y hombres. A regañadientes, haciéndose cargo de su promesa, aceptó tal cosa, pero no podía ponérselo fácil. Había prometido concederles un regalo, pero no la forma en la que lo haría. Después de darles muchas vueltas reveló su decisión:
—Ve y diles que en Oráculo de Delfos encontrarán lo que piden—y Hermes les transmitió sus aladas palabras.
Oráculo de Delfos
El acuoso templo de la diosa Temis estaba plagado de algas y plantas marinas. Deucalión y Pirra se acercaron a su gélido altar, donde, sentada en un trono de oro, los esperaba paciente.
—Sois Deucalión y Pirra, supongo. Me han informado de vuestra llegada —dijo y su voz sonó como una reverberación—. Lo que buscáis lo encontrareis si arrojáis los huesos de vuestra madre por encima de vuestros propios hombros. Eso es todo —así habló y aquella majestuosa figura se transformó en una estatua de tallado mármol.
Aún confundidos y asustados salieron de aquel sagrado lugar, mientras agitaban sus mentes intrigados con aquella extraña sentencia.
—En verdad es extraño lo que nos ha dicho el oráculo, pues somos hijos de diferente madre. Yo de la primera mortal, tú, sin embargo, de una diosa. Tu madre es inmortal y la mía no posee huesos, pues ella fue creada de otra materia. No sé, marido, pero creo que es un acertijo —dijo sagazmente Pirra.
—Tienes razón como siempre, mujer. Nuestra madre ha de ser común. ¿Quién nos sustentaría y nutriría a los dos? —Deucalión se quedó pensativo.
—La tierra, Deucalión. Debe ser la tierra. Es la única madre que conocemos. Gea, siempre Gea, ella produce nuestro sustento diario, los campos fructifican y lo animales pastan lo que ella les provee —dijo con un tono de excitación Pirra.
—Claro, eso es. Y las piedras deben ser sus huesos, pues es lo más duro que existe sobre la tierra —dijo Deucalión, mientras cogía a Pirra por la cintura, la levantaba y la hacía dar vueltas en el aire —. ¡Ea, no perdamos más tiempo y repoblemos el mundo!
El matrimonio cubrió sus cabezas en señal de respeto. Deucalión, el primero, lanzó sobre sus hombros una piedra gigantesca, que al caer se convirtió en un hombre completo. Entonces Pirra, tomó la vida entre sus manos e invadida por una oleada maternal la lanzó en forma de piedra sobre sus hombros y, al caer, aquella se transformó en una mujer.
Hombres y mujeres por igual nacieron de aquellos pétreos huesos, la nueva raza que poblaría el mundo llevaba la marca inconfundible de la piedad y la esperanza. Y por desde entonces y para siempre deberían unir sus diferencias para engendrar las nuevas vidas.
Aquella noche, cuando todo terminó, Pirra sintió por primera vez sus pechos cargados y su vientre hinchado y supo que no sólo sería la madre de la nueva era de humanos, sino que los dioses la habían bendecido con la esperanza perdida de parir a sus propios hijos.
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