Harper Lee, nacida tal día como hoy pero de 1926, goza de un privilegio sólo reservado para unos pocos: alcanzar lo que algunos llaman «gloria», y otros «éxito», con un sólo libro, gracias a la buena acogida del público y el reconocimiento de gran parte de la crítica. Y es que raras veces coinciden las valoraciones y gustos del experto crítico literario con las del lector. De hecho, cuando esto sucede, se da en la literatura lo que fácilmente podría denominarse como «fenómeno» o «milagro», precisamente por lo excepcional y puntual del caso.
Es inevitable pensar que a lo mejor la inseguridad y el miedo que sentía por no volver a agradar a quien tan pendiente estaba de ella, o por no defraudar a quienes tanto la habían encumbrado, pesó más que el mero hecho de seguir novelando. Y en realidad, los motivos que empujaron a Harper Lee a guardar definitivamente la pluma en el cajón sólo los conocían ella y sus más allegados, pero consuela saber que, en más de una ocasión, volvió a cogerla para enfrentarse al manuscrito que tituló El reverendo, una obra que posiblemente le hubiese servido de renacimiento, dándole la confianza y la seguridad suficientes como para, una vez más, echar a volar; o para revisar lo que en 2015, un año antes de su fallecimiento, la editorial HarperCollins publicó bajo el título Ve y pon un centinela. No obstante, todo aquel que haya leído Matar a un ruiseñor y luego se haya adentrado en lo que fue, para Lee, el verdadero borrador de su gran obra, habrá comprobado que ni la voz ni el punto de vista son ya el mismo. ¿Y entonces, por qué se publicó? ¿Acaso para resucitar a un ruiseñor? Es probable…
Por otro lado, ¿qué tiene Matar a un ruiseñor para que se haya convertido en un referente imperecedero y en un clásico tan inolvidable como recomendable? Entre otras muchas cosas, y más ahora viendo el panorama que nos rodea, precisamente la inocencia, la moral y la ética que encierran sus páginas, y que nos plantean una serie de valores que, se supone, debe reunir una persona o, al menos, una buena persona. Y aquí no se trata de ser santurrones, no se trata de no caer, ni de ser perfectos sino de ser francos y honestos con nosotros y con el resto. De poder mirar de frente a los demás, como Atticus está dispuesto a mirar a sus hijos, porque el no poder hacerlo, el bajar la mirada o esconderla, sería el mayor de sus fracasos no sólo como padre sino también como ser humano.
Hemos llegado a un punto, a una sociedad y a una realidad en la que parece que la mayoría se disputa interpretar el papel del juez que sentencia lo que el resto debe acatar, sin cuestionarse siquiera si dicho dictamen es el más justo, propicio, o todo lo contrario. En este patio de recreo donde todos jugamos, gritamos y nos peleamos, nos tomamos la libertad, además, de ser jurado, declarando a diestro y siniestro, y señalando con el dedo, “inocente” o “culpable”, según se dé. Pero también según convenga, sin hacer un alto para escucharnos a nosotros mismos o, peor aún, dejándonos arrastrar por la malsana corriente del qué dirán. Y ahí está Atticus de nuevo para recordarnos la importancia de tener conciencia individual. O en otras palabras: aprende a vivir contigo mismo, ten claro quién eres y en qué crees, porque sólo así podrás convivir con los demás.
Últimamente, da la impresión de que una cortina de hierro nos impide avanzar. Nos frena y, para colmo, nos empuja para que vayamos hacia atrás. Y ahora más que nunca es preciso parar en seco y saber anclar; acudir a los clásicos para distinguir lo que está bien de lo que está mal, sobre todo en tiempos de dudas e incongruencias; rebuscar en nosotros mismos con cierto coraje y tratar de encontrar esa parte de nuestro ser que todavía no se ha corrompido por la edad sino que se mantiene tan impertérrita como la pequeña Scout, cuando se enfrenta a la turba que pretende atacar a Atticus y a quien se encuentra detrás de él, escondido y agazapado en la prisión donde le han encerrado. Pero, por encima de todo, lo más importante es no olvidar que, por muy feas que se pongan las cosas, por mucho que perdamos el rumbo y no sepamos hacia dónde mirar, «uno es valiente cuando, sabiendo que ha perdido ya antes de empezar, empieza a pesar de todo y sigue hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence».
Y hoy nos toca vencer.
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