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La verdad, y la Verdad, un cuento de Carlos Tolmo - Zenda
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La verdad, y la Verdad, un cuento de Carlos Tolmo

‘Duelo a garrotazos’, Francisco de Goya. El alcance del cuento del mes de la Escuela de Imaginadores es pasmoso. Habrá quienes hagan una lectura política de la metáfora de situación que contiene; pero no acertarán. Habrá quienes piensen que aquí se está hablando de su trabajo, de su oficina, o quienes interpreten que es un...

‘Duelo a garrotazos’, Francisco de Goya.

El alcance del cuento del mes de la Escuela de Imaginadores es pasmoso. Habrá quienes hagan una lectura política de la metáfora de situación que contiene; pero no acertarán. Habrá quienes piensen que aquí se está hablando de su trabajo, de su oficina, o quienes interpreten que es un relato sobre el sistema económico, sobre el capitalismo; pero también se quedarán cortos. Todos tendrán razón y ninguno. Porque quizá el alcance alegórico de «La verdad, y La Verdad» sea la vida. Si no más.

El imaginador y actor Carlos Tolmo dirige la compañía teatral De Viva Voz, un proyecto que reivindica la narración oral a través de lecturas dramatizadas de relatos de terror, en distintos espacios y escenarios, y que supone una experiencia inmersiva más allá de la lectura. Con este cuento, estamos seguros de que logrará golpearles.

******

La verdad, y la Verdad

Es por la mañana aunque no importa dónde. Hoy en día, podría ser en cualquier sitio. El Sol está ahí arriba encendido como siempre, a sus cosas. Hay alguien bajo la suave sombra que un grupo de sauces proyectan en un banco de piedra, uno de los varios que adornan algunas de las avenidas principales de la ciudad. Se afana en hacer la nada y rumia sus pensamientos con intensidad.

No le llama la atención el coche amplio, con aires de limusina, que se detiene a pocos metros enfrente. Se para con suavidad, las luces de emergencia latiendo, y del asiento del copiloto sale un hombre. Sus gafas han de ser del mismo material que las oscuras lunas traseras, el cuerpo bajo el traje también oscuro se antoja recio, como las líneas del vehículo. Su andar es maquinal, de quien ha ejecutado el mismo movimiento una y otra vez. Ya es un ritual. Abre la puerta trasera y de ella emergen primero unos zapatos a juego con el coche, relucientes, a los que siguen unas piernas y, con franca rapidez, el resto de un cuerpo de mediana edad más cercano a la tercera de lo que le gustaría a su dueño, todo ello envuelto en un impecable traje a juego con el conjunto. No espera a que le cierren la puerta; no mira atrás; no da las gracias.

El coche podría haberse parado un poco más adelante, para no tener que cruzar por el césped. Pero se ha detenido justo ahí, donde él quería. Avanza con decisión, sin prisa, disfrutando la sensación de la hierba al caminar y no mira, aunque sabe que está ahí, el cartel que le pide no pisar esa zona. Piensa en lo que pueda ocurrir a continuación, pleno de anticipación. No es ni de lejos su primera vez y siempre hay algún matiz, algo nuevo, que le hace repetir siempre que puede. Y hoy no iba a dejar pasar la ocasión. Hace un día perfecto.

El hombre del banco no repara en él hasta que lo tiene delante. El hombre del traje le mira y casi hay un mohín de sonrisa. No es más de un segundo, el del banco sale de sí mismo justo para mirarle a la cara y, tal vez por eso, no ve como el otro carga un poco la mano derecha, abriendo la palma, y la desplaza con rapidez hacia la izquierda, propinándole por el camino una sonora bofetada.

El banco siente enseguida esa mezcla que suele llegar por primera vez en la infancia, tras alguna trastada: comezón, calor, dolor y un zumbido en la oreja. Aunque en este caso hay algo que corona el conjunto: la sorpresa.

—Pero… ¿qué haces?

—Nada. —Este es uno de los mejores momentos y el hombre del traje lo saborea.

—¿Cómo que nada? Me acabas de pegar.

—No. Yo no te he pegado.

—¿Cómo que no?

—Venga amigo, no digas tonterías, ¿por qué te iba yo a pegar a ti?

Pasa solo un momento, el hombre del banco baja la mirada e intenta buscar sentido, y llega una nueva bofetada. El traje, ahora sí, empieza a sonreír.

—¡Pero bueno! —dice el banco, al tiempo que se incorpora, agarrando el brazo culpable.

Se produce entonces un breve forcejeo en el que el banco intenta atraer el brazo del traje y este lo impide sin mucho esfuerzo. El del banco intenta entonces ayudarse con el brazo izquierdo, que el traje atrapa sujetándolo con firmeza. Se quedan así unos segundos, en los que el banco intenta zafarse del agarre hasta que deja de intentarlo. Solo entonces el hombre del traje le libera ambos brazos.

—¡Voy a llamar a la policía! —clama el banco al tiempo que echa mano a su bolsillo, momento que el traje aprovecha para darle otra bofetada. La mejilla ya está cárdena, arde, y el del banco solo acierta a llevarse la mano a ella en un gesto instintivo.

—No vas a llamar a nadie porque no te estoy haciendo nada. No digas cosas que no son —le recrimina el traje.

El banco siente un vuelco y algo que se agrieta por dentro, al tiempo que sus jugos se descolocan. Mira a su alrededor. No muy lejos hay gente caminando, ocupada. Como el Sol, en sus asuntos.

El traje tiene más tiempo para prepararla, así que la siguiente bofetada es mucho más fuerte. Al banco le extraña que ya no le duela tanto.

—No te estoy haciendo nada, ¿eh? No vayas a empezar con lo mismo.

El banco ya no se lleva la mano a la mejilla y mira ahora a un lado, ahora al otro, ahora abajo.

—¡Para! Déjalo en paz, ¿pero qué pasa aquí? —La nueva voz les sorprende. Es otro hombre que ha venido trotando, desde más lejos, al ver la escena. Por primera vez el hombre del traje aparta la vista y le mira sin perder la sonrisa. Luego levanta el brazo hacia arriba, estirado por completo y con solo el dedo índice rígido apuntando al cielo, a la vez que hace unos movimientos circulares con la mano. No necesita mirar atrás para saber que enseguida habrá dos pares de gafas oscuras no muy lejos, esperando.

—No pasa nada, solo estamos hablando —dice el traje, mientras el del banco atraviesa con la mirada al recién llegado—. Somos amigos. Díselo tú —añade, al tiempo que acerca el cuerpo del hombre del banco hacia el suyo, dándole palmadas en la espalda.

—No me está haciendo nada —dice el banco, negando al tiempo con la cabeza. El traje le golpea entonces de nuevo. Este es su favorito. Primero se recoge un poco la manga y gira el reloj de muñeca, haciendo que mire hacia abajo. Luego su mano cae desde arriba y consigue que palma y muñeca den al mismo tiempo en un lado de la cabeza. La esfera dicen en la joyería que es irrompible y la adornan varias piedras preciosas, que desgarran la piel del cráneo y hacen que el banco se tambalee al recibir el impacto.

El nuevo, que mira sin entender, hace ademán de ayudarle. Ese momento lo aprovecha el traje para lanzar el brazo y darle una bofetada, como si fuera un balón de voleibol, en la cara.

—No te estoy haciendo nada. Tranquilo —dice el del traje, al tiempo que se echa un poco atrás, viendo que el nuevo avanza hacia él—. Soy buena gente, no he hecho nada.

—¡Déjale! ¡Qué no te está haciendo nada! —grita el del banco. El traje, que oye pasos acercarse detrás, levanta el brazo derecho, la palma de la mano abierta. Y sonríe. Hoy seguro que salía de diez. Hace un día perfecto.

—¿Por qué te pones así? —dice con sorpresa el traje, que sigue mirando al nuevo.

—¿Pero esto qué es?, ¿una broma? —es lo que atina a decir este mientras continúa avanzando hacia el traje, levantando los brazos.

—¡Para! —dice el banco, y se interpone entre ambos—. Si lo dice él es que es así, es un buen hombre.

—¿Pero estás loco? No ves que te está partiendo la cara, ¡mírate! —replica, señalando unos hilos de sangre que recorren la mejilla amoratada.

—No le hagas caso que te quiere engañar —dice el traje. Aunque ya no hace falta.

—¡Somos amigos y no me está haciendo nada! ¡Cállate! —grita con rabia el banco al tiempo que se abalanza sobre el nuevo.

El traje apenas llega a verlo porque da media vuelta y empieza a andar. Le llegan ya en sordina los gritos de la pelea que deja atrás. Su trabajo está hecho. Avanza a buen paso y pronto le flanquean las dos gafas de sol. El coche se ha desplazado un poco más adelante, pero él vuelve a cruzar por el césped, le gusta más por ahí. Intenta recordar cómo se llamaban las gafas, aunque le vale con unos gestos para que den marcha atrás y, tras el rito de la puerta, desaparecer en el coche.

Es alguien muy ocupado, hoy hará muchas llamadas y asistirá a muchas reuniones, pero siempre encuentra un hueco para esto. Le encanta cumplir los sueños de la gente.

El Sol sigue reluciendo en lo alto. No mira.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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