El 4 de agosto de 1962 moría Marilyn Monroe. Su ama de llaves la encontraría sin vida en la madrugada del día siguiente, y a partir de ese momento los acontecimientos se confundieron y precipitaron de tal modo que se han multiplicado las teorías sobre su muerte, incluidas, el suicidio o una conspiración política. La realidad, sin embargo, parece más simple: Marilyn murió, accidentalmente, por una ingestión de barbitúricos. Así lo sostiene Donal Spoto en su inmensa biografía sobre Marilyn Monroe, que es, sin ninguna duda, el mejor libro —hoy agotado— para conocer a la estrella.
Una estrella cuyo brillo no se ha desvanecido sesenta años después de su muerte, y sigue muy presente entre nosotros, porque Marilyn es uno de los mitos más populares del siglo XX. Su figura (está próximo el estreno, al fin, de Blonde) ha inspirado a todo tipo de artistas que han tratando de penetrar y entender a un personaje al que se le conoce mal, a pesar de tanta información. Yo mismo me he sentido tentado, y, alentado por una amiga actriz, traté de comprender a Marilyn para llevarla a escena.
Tras meses de «convivir» con Marilyn, me sedujo tanto su personaje que no escribí un texto, sino dos: Brillaré, aunque es de noche, y Brillaré, porque soy una estrella, la cara y cruz de la misma moneda. En ambos monólogos, Marilyn evoca su compleja vida, pero mientras que en el primero —de ahí el título— lo hace en tono herido y dramático, en el segundo predomina el escepticismo ante las adversidades, y la ironía (tenía un gran sentido del humor), que le dará un tono esperanzador. Es la misma biografía y es el mismo personaje, pero la clave —lo que marca— tiene que ver con el momento en que se desarrolla la acción.
En Brillaré, aunque es de noche, Marilyn Monroe está encerrada en el área psiquiátrica del hospital de Nueva York, como si fuese una loca, y nadie puede rescatarla. No hay solución, y por lo tanto, se le agranda el dramatismo de esa continua lucha por ser aceptada y querida, que fue su vida. Es un 7 de febrero de 1961. Brillaré porque soy una estrella sucede año y medio después: 4 de agosto de 1962, poco antes de su inesperada y accidental muerte. En esos momentos Marilyn, aún dolorida y con su eterno insomnio, se muestra ansiosa pero ilusionada porque sabe que la felicidad, algo que cree que no merecía, le llegará al fin: tiene grandes proyectos cinematográficos, va a liberarse del psiquiatra que la controla y, lo más importante, dentro de cuatro días se volverá a casar con Joe DiMaggio, quien la rescató del psiquiátrico de Nueva York y nunca ha dejado de amarla desde que se separaron. El futuro es suyo. Y lo sabe. Así lo evoca en una escena del monólogo.
«Esta noche tenía la cena mexicana de los viernes en la mansión de Peter Lawford, el cuñado del presidente. Me ha llamado dos veces. Ha insistido en que que no debo quedarme sola, pero no iré. Estoy demasiado cansada y quiero dormir. Me siento hinchada, nerviosa, dolorida. El doctor me ha recetado una lavativa de clorato, y Ralph, que ha pasado por casa sin que lo llamase, me ha dado unos pastillas, y me ha dicho que la señora Murray deberá quedarse esta noche en mi casa. No tuve fuerzas para negarme. Será la última vez. Para ella y también para mi psicoanalista.
En cuanto viva con Joe ya no voy a necesitarlos nunca más. Los despediré. Me liberaré, al fin… ¡Cuánto daño me han hecho durante este tiempo en el que he estado en sus manos, tan confundida, tan perdida! Pero eso ya pasó. Ahora Joe estará a mi lado. Nunca más voy a verme abandonada. Joe cuidará de mí porque me ama. Siempre me ha amado….».
Tras estos dos largos monólogos complementarios, en los que la estrella no cesa de hablar y hablar de su vida y de todos esos seres que se movieron a su alrededor, imaginé que podría ser esclarecedor -otra perspectiva- que estos mismos personajes nos dieran su propia versión de Marilyn Monroe. Así es como surgió 26MM62, una pieza dramática en la que 30 personajes evocan a la Marilyn que conocieron, al tiempo que reflexionan sobre su propia vida, ahora desde el más allá, a la manera de los muertos de la Antología de Spoon River, del poeta Edgar Lee Master. Porque eso son, en el fondo, estos 30 monólogos alternativos: epitafios en torno a MM, que, en su conjunto contruyen un gran epitafio —un puzle incompleto— sobre la propia actriz.
A continuación, incluimos las voces de tres personajes importantes en su vida: Joseph Schenck, uno de los hombres más poderosos de Hollywood y presidente de la Fox; Joe DiMaggio, su segundo marido y famoso jugador de béisbol, y Lee Strasberg, fundador del Actors Studio y uno de los mejores amigos de Marilyn. Sean estos epitafios nuestro homenaje a la querida Marilyn en el 60 aniversario de su muerte. «Por mi estudio —recuerda Lee Strasberg— han pasado los mejores actores de Hollywood, pero sólo he tenido dos que han sido realmente grandes: Marlon Brando y Marilyn Monroe. A ella nunca se le hizo justicia»
JOSEPH SCHENCK (1878-1971)
Ofrecía su tiempo, sus atenciones y su cuerpo a todo aquel que pudiera ayudarla. La conocí bien: Hollywood estaba lleno de jovencitas que buscaban una oportunidad.
Pero ella no era como las demás. Tenía algo. No solo por lo que mostraba, sino más allá. Acaso, ese modo de sonreírte o su manera, un poco asustada, de mirar el mundo.
Lo noté durante aquella partida de póker, en la que siempre había chicas para vaciar los ceniceros. Marilyn estaba allí, era un adorno más; me gustó, pero seguí jugando mis cartas.
Al día siguiente le mandé una limusina para una cena íntima en mi gran mansión. Ninguna aspirante a actriz se podría negar a una invitación de ese tipo. Y lo sabía.
Como estaba previsto hablé y hablé mientras ella sonreía, y después de los postres, como estaba previsto… Pequeñas alegrías de un hombre de 70 años que se hizo a sí mismo.
Mis amigos y yo teníamos un código ético que impedía contratar a nuestras amantes ocasionales, pero llamé a un compañero de póker para que le diese trabajo en su estudio.
Tiempo después Marilyn me confesó que fue la primera vez que tuvo que arrodillarse ante un hombre. No celebré ser el primero, pero sí mantener su amistad y compañía.
Y aunque nadie lo crea, tomé verdadero cariño a esa chiquilla que venía a verme y me contaba sus confidencias como a un padre, algo cabrón, pero un padre al fin y al cabo.
Marilyn Monroe quería ayudarse a sí misma, es cierto, pero nunca trató de perjudicar a otros. Eso la diferenciaba del miserable mundo del cine en el que yo fui uno de esos miserables.
JOE DIMAGGIO (1914-1999)
Dentro de unos días me volveré a casar con Marilyn y la vida será maravillosa. Eso es lo que creía realmente antes de su inesperada muerte, pero ese maldito doctor…
Habíamos elegido fecha y luna de miel. Teníamos todo muy preparado. Iba a ser un matrimonio para siempre. Nosotros ya no éramos los mismos. Hacía ocho años de nuestro fracaso.
Ahora era distinto. En ese tiempo nunca dejé de amar a Marilyn, y ella me quería y me necesitaba. Lo supe en cuanto la saqué de aquel hospital de locos de Nueva York.
Desde entonces no íbamos a separarnos nunca más, a pesar de ese odioso doctor que la controlaba y siempre estaba en su casa. Marilyn lo iba a despedir. Desde ahora, sólo nosotros dos ante el mundo.
El futuro nos pertenece, me dijo y lo entendí, como había entendido, al fin, aquella frase que grabó en el reloj de oro que me regaló a poco de conocernos: «Lo esencial es invisible a los ojos. Solo se ve bien con el corazón».
Lo sé muy bien, Marilyn. Lo supe durante toda nuestra separación, en la que te seguí amando. Y lo he sabido en esos largos años en los que te sobreviví, y no dejé de llevarte dos docenas de rosas rojas a tu tumba dos veces a la semana. ¿Recuerdas la promesa?
Finalmente no pudiste volver a mi lado, pero has estado más presente en mí que si te tuviera entre mis brazos, querida Marilyn… Mi Marilyn amada y perdida, que me has dejado tan solo y noqueado.
¡No sé qué pensarían mis admiradores si viesen llorar y derrumbarse a un hombre tan grande!
LEE STRASBERG (1901-1982)
Cuando recibimos una carta de Marilyn desde el hospital de Nueva York nos parecía increíble lo que estamos leyendo, pero no podíamos sacarla del psiquiátrico sin el permiso de su doctora.
Algo había ido mal. Entonces me di cuenta y me sentí culpable de su encierro, y de haberle exigido, como a todos mis alumnos, que fuese a un psicoanalista para explorar su pasado.
En eso consistía una parte de mi Método, el que actualicé en Estados Unidos tras haber estudiado con Stanivlaski, y del que Michael Chejov, el sobrinito envidioso, recelaba.
Marilyn quería ser un grandísima actriz y yo exigía demasiado. Su infancia era una herida no cerrada; sus años de meritoria, un peso que aún arrastraba; y el mundo brillante del cine, un volcán en erupción.
Abandonó Hollywood para vivir en Nueva York y matricularse en mis clases. Traía una recomendación de Elia Kazan, ese griego con el que fundé el Studio y que luego delataría a sus compañeros.
Estaba deseando que todo en su vida volviese a empezar. Así que despidió a Natasha Lytess, su asistente, y desde entonces Paula, mi esposa, fue su profesora particular y la amiga íntima.
Para nosotros, Marilyn no era una alumna más, ni siquiera una actriz, sino un miembro de nuestra familia; y llegamos a ser para ella como esos padres que nunca tuvo.
No tomaba ninguna decisión sin consultárnoslo, lo que nos granjeó la enemistad de su socio Milton Greene, y de su marido Arthur Miller, ese dramaturgo insatisfecho que tanto daño le hizo.
Por mi estudio han pasado los mejores actores de Hollywood, pero sólo he tenido dos que han sido realmente grandes: Marlon Brando y Marilyn Monroe. A ella nunca se le hizo justicia.
Me avergüenza que por mí renunciara al proyecto «Rain», y me sentí muy sorprendido al ser el gran beneficiado en su testamento. Descanse en paz, como todos nosotros.
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