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La última beldad sureña, de Francis Scott Fitzgerald - Zenda
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La última beldad sureña, de Francis Scott Fitzgerald

Cuentos rebeldes (Navona Editorial) reúne trece narraciones de Francis Scott Fitzgerald, el escritor estadounidense que mejor retrató la generación de jóvenes de clase acomodada que crecieron entre los años 1918 y 1940, marcados por la Primera Guerra Mundial y el crash de 1929. En el prólogo del libro, Dolors Ortega asegura: «Si hay un autor...

Cuentos rebeldes (Navona Editorial) reúne trece narraciones de Francis Scott Fitzgerald, el escritor estadounidense que mejor retrató la generación de jóvenes de clase acomodada que crecieron entre los años 1918 y 1940, marcados por la Primera Guerra Mundial y el crash de 1929. En el prólogo del libro, Dolors Ortega asegura: «Si hay un autor que mejor capte el tono vital de una época, ese es Francis Scott Fitzgerald; y quizá encontremos el motivo de ello en la simbiosis entre lo narrado y lo vivido. Fitzgerald narra, describe y textualiza un capítulo de exceso, derroche y desenfreno en la historia estadounidense, al tiempo que saborea, en primera persona, los triunfos y derrotas de la era del jazz». Zenda publica La última beldad sureña.

 

1

Tras la versión primorosa y teatral del encanto sureño que nos ofreció Atlanta, Tarleton nos pareció poca cosa. Era un poco más caluroso que los otros lugares donde habíamos estado (una docena de reclutas se desmayaron el primer día bajo aquel sol de Georgia), y la visión de los rebaños de vacas cruzando las calles comerciales guiadas a gritos por negros pastores, sumada a la abrasadora luz, lo sumía a uno en una especie de trance, hasta el punto de que tenía que mover la mano o el pie para cerciorarse de que continuaba vivo.

Por eso me quedaba en el campamento y dejaba que el teniente Warren me hablara de mujeres. Quince años hace ya, y he olvidado cómo me sentía, salvo que los días iban pasando, uno tras otro, con más facilidad que ahora, y yo sentía un vacío en el corazón porque, en el Norte, la mujer cuya leyenda yo había amado durante tres años se casaba. Vi las notas y las fotografías en los periódicos. Fue «una boda romántica en tiempos de guerra»: todos muy ricos y tristes. Me imaginé vívidamente el oscuro resplandor del cielo bajo el que tuvo lugar la ceremonia y, como joven esnob, sentí más envidia que pesar.

Llegó el día en que tuve que ir a Tarleton para que me cortaran el pelo y conocí a un buen tipo llamado Bill Knowles que había estudiado al mismo tiempo que yo en Harvard. Había formado parte de la división de la Guardia Nacional que nos precedió en el campamento, pero en el último momento lo habían cambiado a aviación y lo habían dejado aquí.

—Me alegro de conocerte, Andy —dijo con innecesaria seriedad—. Te pasaré toda la información antes de irme a Texas. Mira, aquí en realidad solo hay tres chicas…

El comentario me llamó la atención: tenía algo de místico el hecho de que solo hubiera tres chicas.

—…y aquí tenemos a una de ellas. —Estábamos delante de una tienda, él me hizo pasar y me presentó a una dama a la que inmediatamente aborrecí—. Las otras dos son Ailie Calhoun y Sally Carrol Happer.

Por el modo en que pronunció su nombre, deduje que la que le interesaba era Ailie Calhoun. Bill no tenía muy claro qué haría la chica mientras él estuviera fuera: quería que llevara una vida tranquila y aburrida.

A mi edad, no me importa confesar que me asaltaron nada caballerosas imágenes de Ailie Calhoun (¡qué precioso nombre!). A los veintitrés años simplemente no se reconoce ningún derecho preferente sobre una joven belleza; no obstante, si Bill me lo hubiera pedido, le habría jurado con toda sinceridad que cuidaría de ella como de una hermana. No me lo pidió: sencillamente se lamentaba en voz alta por tener que marcharse. Tres días después me telefoneó para decirme que se marchaba a la mañana siguiente y que esa noche me llevaría a casa de la chica.

Nos encontramos en el hotel y caminamos hasta las afueras en el crepúsculo caluroso y florido. Las cuatro columnas blancas de la casa de los Calhoun daban a la calle y, detrás de ellas, la galería era una cueva oscura con las enredaderas que la cubrían por todas partes, colgantes y onduladas.

Cuando íbamos por el camino de entrada, una chica con un vestido blanco salió a trompicones por la puerta principal gritando:

—¡Siento el retraso! —y al vernos añadió—: vaya, creí que os había oído llegar hace diez minutos… —Se interrumpió cuando crujió una silla y otro hombre, un aviador del campamento Harry Lee, emergió de la oscuridad de la galería—. Vaya, Canby —exclamó ella—, ¿cómo estás?

Bill Knowles y él esperaron con la tensión de rivales declarados.

—Canby, quiero hablar contigo a solas, cariño —dijo ella, que al momento añadió—: nos disculparás un momento, ¿verdad Bill?

Se fueron aparte. Al momento, el teniente Canby, sumamente contrariado, dijo con voz lúgubre:

—Pues entonces que sea el jueves, pero seguro. Con un asentimiento apenas perceptible, se alejó por el camino mientras las espuelas con las que seguramente azuzaría su aeroplano centelleaban a la luz de las farolas.

—Pasad… no sé cómo te llamas…

Ahí estaba: el arquetipo sureño en toda su pureza. Habría reconocido a Ailie Calhoun aunque no hubiese oído hablar en mi vida de Ruth Draper ni leído Marse Chan (Ruth Draper (1884-1956) fue una famosa actriz de la época; al igual que los personajes femeninos de la novela Marse Chan de Thomas Nelson Page (1853-1922), influyó en la creación del arquetipo de la «beldad» de la época: una mujer extremadamente dulce e irresistible, pero a la vez egoísta, infantil y coqueta). Su desenvoltura, dulcificada con encanto y enérgica sencillez, le daba un halo que permitía imaginar una historia de padres, hermanos y admiradores devotos que hundía sus raíces en la época heróica del Sur, a la que había que añadir la imperturbabilidad adquirida en la interminable lucha contra el calor. En su voz resonaban las notas del que da órdenes a los esclavos, fulmina a capitanes yanquis, y también las suaves notas mimosas que se fundían en un hechizo desconocido con la noche.

Apenas si la veía en la oscuridad, pero cuando me levanté para irme (estaba claro que no podía demorarme allí) se paró en la puerta, bajo la luz naranja. Era bajita y muy rubia, llevaba demasiado colorete, y de un rojo intenso, en la cara, y tenía la nariz tan empolvada de blanco como la de un payaso, pero, pese a todo, resplandecía como una estrella.

—Cuando Bill se haya ido, me quedaré aquí sentada sola noche tras noche. A lo mejor te gustaría llevarme a los bailes del club de campo. —La triste profecía hizo reír a Bill—. Un momento —susurró Ailie—, llevas las armas torcidas.

Me enderezó la insignia del cuello y levantó la mirada hacia mí tan solo un segundo, pero con algo más que curiosidad. Era una mirada inquisitiva, como si preguntara: «¿Podrías ser tú?». Como el teniente Canby, me marché de mala gana, perdiéndome en la noche que, de golpe, me parecía poca cosa.

Dos semanas más tarde, me sentaba en esa misma galería con ella o, para ser precisos, ella estaba medio tumbada en mis brazos, y aun así, no recuerdo cómo, apenas me tocaba. Intentaba besarla sin conseguirlo y llevaba ya casi una hora en el empeño. Bromeábamos acerca de mi supuesta falta de sinceridad. Mi teoría era que si me dejaba besarla me enamoraría de ella. Su respuesta era que yo, bien se veía, no era sincero.

En un descanso entre forcejeos, me habló de su hermano, que había muerto durante su último curso en Yale. Me enseñó su fotografía (un rostro apuesto y serio con un bucle a lo Leyendecker)* y me contó que cuando conociera a alguien que estuviera a su altura se casaría con él. Ese idealismo familiar me desalentó: ni siquiera mi descarado aplomo podía competir con los muertos.

Así transcurrieron esa y otras veladas, que acababan siempre cuando volvía al campamento con el recuerdo del aroma de las magnolias y una vaga insatisfacción. Nunca la besé. Los sábados por la noche íbamos al vodevil y al club de campo, donde ella raramente daba más de diez pasos seguidos con el mismo hombre, y me llevaba a barbacoas y a meriendas con sandía, pero nunca creyó que mereciera la pena que mis sentimientos hacia ella se transformaran en amor. Ahora sé que no me habría costado mucho, pero, sensata jovencita de diecinueve años, debió de darse cuenta de que éramos incompatibles. Así que, en lugar de en su amante, me convertí en su confidente.

Hablamos de Bill Knowles. Se tomaba a Bill en serio porque, aunque no quería reconocerlo, un invierno en una escuela en Nueva York y un baile de gala en Yale le habían hecho volver la mirada hacia el Norte. Decía que no creía que fuera a casarse con un sureño. Poco a poco fuí dándome cuenta de que ella era distinta, consciente y voluntariamente distinta, de las otras chicas que cantaban canciones de negros y jugaban a los dados en el bar del club de campo. Por eso nos atraía a Bill, a mí y a otros: la reconocíamos.

Durante junio y julio, mientras nos llegaban rumores vagos y sin consecuencias de batalla y terror al otro lado del mar, la mirada de Ailie vagaba por la pista del club de campo buscando algo entre los oficiales jóvenes y altos. Se encariñó de varios, eligiéndolos con infalible perspicacia, salvo en el caso del teniente Canby, a quien afirmaba despreciar, pero con el que sin embargo se citaba «porque era muy sincero». Así nos repartimos sus tardes aquel verano.

Un día canceló todas sus citas: Bill Knowles tenía permiso y venía a verla. Hablamos de él con impersonalidad científica: ¿la impulsaría Bill a tomar una decisión? Por el contrario, el teniente Canby no se mostraba nada impersonal y se convirtió en un incordio. Él le dijo que si se casaba con Knowles, subiría a seis mil pies en su avión, apagaría el motor y se dejaría caer. La asustó y tuve que cederle mi última cita con ella antes del regreso de Bill.

El sábado por la noche, Bill Knowles y ella fueron al club de campo. Formaban una espléndida pareja y una vez más sentí envidia y tristeza. Mientras bailaban en la pista, la orquesta, un trío, tocaba Cuando te hayas ido de una manera imperfecta, pero tan conmovedora que todavía la oigo hoy como si de cada compás brotara un minuto precioso de aquel tiempo. Supe entonces que había llegado a amar Tarleton y miré alrededor casi presa del pánico, temiendo que algún rostro viniera a buscarme desde la oscuridad cálida y musical de la terraza, donde se fraguaban sin cesar parejas de organdí y verde oliva. Era un tiempo de juventud y guerra, y nunca hubo tanto amor en el aire.

Cuando bailamos, Ailie propuso de repente que fuéramos al coche. Quería saber por qué los hombres no la abordaban esa noche. ¿Es que creían que ya se había casado?

—¿Y te vas a casar?

—No lo sé, Andy. A veces, cuando me trata como si fuera sagrada, me emociona. —Su voz sonó apagada y distante—. Y entonces…

Se rio. Su cuerpo, tan frágil y tierno, rozaba el mío, tenía la cara vuelta hacia mí, y allí, de repente, con Bill Knowles a diez metros, podría haberla besado por fin. Nuestros labios solo se rozaron experimentalmente; entonces un oficial de aviación dobló la esquina de la galería cerca de donde estábamos, se asomó y dijo vacilante.

—¿Ailie?

—Sí.

—¿Te has enterado de lo de esta tarde?

—¿El qué?

Se inclinó hacia delante. Había tensión en su voz.

—Horace Canby se ha estrellado. Murió al instante. Se levantó despacio y salió del coche.

—¿Has dicho que ha muerto? —preguntó.

—Sí. No saben qué ha pasado. El motor de su…

—¡Oooh! —El ronco susurro brotó entre sus manos, con las que ya se tapaba la cara. La miramos impotentes mientras apoyaba la frente en el coche, atragantándose con lágrimas secas. Al cabo de un momento fui a llamar a Bill, que estaba en la zona de hombres sin pareja buscándola con impaciencia, y le avisé que ella quería irse a casa.

Me senté en los escalones de fuera. No me caía bien Canby, pero su muerte terrible y sin sentido era mucho más real que las miles de muertes diarias de soldados en Francia. A los pocos minutos salieron Ailie y Bill. Ella sollozaba, pero cuando me vio cambió la expresión de sus ojos y se acercó rápidamente.

—Andy —me pidió en voz baja—, no hace falta que te diga que no tienes que repetirle jamás a nadie lo que te conté de Canby ayer. Lo que él me dijo, me refiero.

—Claro que no.

Me miró un segundo más, como para asegurarse del todo. Al final se convenció. Luego suspiró de un modo tan peculiar que apenas di crédito a mis oídos, y arqueó las cejas en un gesto que solo puede describirse como fingida desesperación.

—¡Andy!

Miré al suelo, incómodo, consciente de que ella me llamaba la atención sobre el efecto involuntariamente catastrófico que tenía en los hombres. —Buenas noches, Andy —dijo Bill cuando subían a un taxi. —Buenas noches —dije y estuve a punto de añadir—: pobre desgraciado.

2

Por descontado, debería haber tomado una de esas elegantes decisiones morales que la gente toma en las novelas, y despreciarla. Sin embargo, no me cabe duda de que Ailie podría haberme tenido a sus pies con solo levantar la mano. Unos días después lo arregló todo comentando melancólicamente:

—Sé que creíste espantoso que pensara en mí en un momento como ese, pero me pareció una coincidencia espantosa.

A los veintitrés años, yo no estaba seguro de nada, salvo de que había personas fuertes y atractivas que podían hacer lo que quisieran y otras desdichadas que quedaban atrapadas e inermes. Esperaba pertenecer al primer grupo. Estaba convencido de que Ailie lo era.

Tuve que revisar otras ideas sobre ella. En el curso de una larga discusión con una chica sobre los besos (en aquellos días todavía se empleaba más tiempo en hablar de los besos que en besarse) mencioné el hecho de que Ailie solo había besado a dos o tres hombres, y solo cuando creía que estaba enamorada. Para mi desconcierto, la chica, por hablar figuradamente, se cayó al suelo de risa.

—Pero si es verdad —le aseguré, descubriendo de repente que no lo era—: me lo dijo ella.

—¡Ailie Calhoun! ¡Por Dios bendito! Mira, el año pasado en la fiesta de primavera de la politécnica…

Estábamos en septiembre. Partiríamos a Europa en cualquier momento. Una última hornada de oficiales llegó del cuarto campamento de instrucción. El cuarto campamento no era como los otros: los candidatos procedían de la tropa, incluso de divisiones de reclutas. Tenían nombres extraños, sin vocales y, salvo por algunos militares jóvenes, no podía darse por sentado que procedieran de buenas familias. Se incorporó a nuestra compañía el teniente Earl Schoen de New Bedford, Massachusetts, uno de los mejores ejemplares de fuerza física que he visto en mi vida. Medía uno noventa, tenía pelo negro, buen color y brillantes ojos castaños. No era demasiado inteligente y se le notaba la incultura, pero era un buen oficial, animoso, con don de mando y ese oportuno toque de vanidad que tan bien sienta a los militares. Yo pensaba que New Bedford era una aldea en medio del campo y atribuí a eso su engreimiento.

En los barracones teníamos que dormir de dos en dos y Schoen y yo compartimos dormitorio. No había pasado una semana y ya había una fotografía de estudio de una chica de Tarleton clavada brutalmente a la pared.

—¡No es una chica fácil ni nada por el estilo. Es de la alta sociedad: se mueve con lo mejorcito de por aquí.

El siguiente domingo por la tarde conocí a la dama en una piscina semiprivada en el campo. Cuando llegamos Ailie y yo, el cuerpo musculoso de Schoen salía de la piscina a punto de romper el bañador.

—¡Eh, teniente!

Cuando le devolví el saludo con la mano, sonrió y me guiñó un ojo al tiempo que hacía un gesto con la cabeza señalando hacia la chica que estaba a su lado. Le dio un codazo en las costillas y me señaló a mí. Era una forma de presentación.

—¿Quién es el que está con Kitty Preston? —preguntó Ailie, y cuando se lo dije comentó que parecía un empleado del tranvía y fingió que buscaba su billete.

Al cabo de un momento, él se acercó nadando vigorosa y grácilmente y emergió a nuestro lado de la piscina. Le presenté a Ailie.

—¿Qué te parece mi chica, teniente? —me preguntó—. Ya te dije que estaba muy bien, ¿no es verdad? —Sacudió la cabeza hacia Ailie; esta vez para indicar que su chica y Ailie se movían en los mismos círculos—. ¿Por qué no cenamos una noche todos en el hotel?

Los dejé a solas un momento, divertido al notar que Ailie había decidido ya que, en cualquier caso, ese no era su ideal. Pero al teniente Earl Schoen no se lo podía quitar uno de encima tan fácilmente. Recorrió con mirada alegre e inofensiva la esbelta y preciosa figura de Ailie y decidió que ella le venía mejor que la otra. A los pocos minutos, los vi juntos en el agua: Ailie alejándose con su estilo mecánico y remilgado y Schoen alborotando a su alrededor y por delante, deteniéndose de vez en cuando y mirándola fijamente, fascinado, como un niño embobado ante una muñeca nadadora.

Él no se apartó de su lado en toda la tarde. Al final, Ailie se me acercó y me susurró entre risas:

—No deja de perseguirme por todas partes: cree que no he pagado el billete de tranvía.

De pronto volvió la cara. La señorita Kitty Preston, con cara de azoro, estaba frente a nosotros.

—Ailie Calhoun, no te creía capaz de ir por ahí arrebatándole deliberadamente el hombre a otra chica. —Una expresión de inquietud ante la escenita que se avecinaba sobrevoló la cara de Ailie—. Creía que te tenías muy por encima de esas cosas.

La señorita Preston hablaba bajo, pero en su voz reverberaba esa tensión que puede percibirse más allá de donde se puede oír, y vi que los encantadores ojos claros de Ailie miraban alrededor con pánico. Afortunadamente, Earl en persona se nos acercaba despacio con paso alegre e inocente.

—¡Si de verdad te importa, no deberías rebajarte así —dijo Ailie con la frente bien alta.

Era la familiaridad de Ailie con el modo tradicional de comportarse frente al talante posesivo, ingenuo y rabioso de Kitty Preston, o, si se prefiere, la «clase» de Ailie frente a la «vulgaridad» de la otra. Se dio media vuelta para irse.

—Espera un momento, chica —gritó Earl Schoen—. ¿No me das tu dirección? A lo mejor algún día me apetece verte. Ella lo miró de un modo que debía hacerle entender a Kitty su absoluto desinterés por él.

—Este mes voy a estar muy ocupada en la Cruz Roja —dijo con una voz tan fría como su cabello rubio mojado y alisado hacia atrás—. Adiós.

De camino a casa, se reía: había desaparecido la tensión de quien se ha visto involucrada sin querer en un asunto lamentable.

—No retendrá a ese chico —comentó—. Él ya está buscando algo nuevo.

—Pues me parece que quiere a Ailie Calhoun.

La idea le pareció divertida.

—Podría regalarme su máquina de picar billetes para lucirla como si fuera la insignia de una hermandad universitaria. ¡Es ridículo! Si mi madre viera entrar en casa a alguien así, se desmayaría y moriría en el acto.

He de reconocerle a Ailie que pasaron dos semanas enteras antes de que él entrara en su casa, aunque Earl le metía tanta prisa que ella fingió enfadarse en el siguiente baile del club de campo.

—Es un pedazo de bruto, Andy —me dijo en susurros—, pero es muy sincero.

Empleaba la palabra «bruto» con menos convicción que si se hubiera tratado de un chico del Sur. Ella solo percibía su tosquedad con la cabeza: su oído no sabía distinguir una voz yanqui de otra. Y por alguna razón, la señora Calhoun no murió al verlo en el umbral de la puerta. Los prejuicios supuestamente imposibles de erradicar de los padres de Ailie resultaron un fenómeno oportuno que desaparecía a su voluntad. Los que sí se quedaron de piedra fueron sus amigos. Ailie, siempre un poco por encima de Tarleton, cuyos novios habían sido cuidadosamente elegidos por ser los «más majos» del campamento… ¡Ailie y el teniente Schoen! Me harté de asegurar a todos que para ella no era más que una distracción pasejera, y de hecho casi cada semana había alguien nuevo, un alférez de Pensacola, un viejo amigo de Nueva Orleáns, pero siempre, entremedias, estaba Earl Schoen.

Llegaron órdenes para que una avanzadilla de oficiales y sargentos fuera al puerto de embarque y zarpara hacia Francia. Mi nombre figuraba en la lista. Llevaba una semana en el campo de tiro y, en cuanto volví al campamento, Earl Schoen me enganchó.

—Vamos a dar una pequeña fiesta de despedida en el comedor. Solo tú, el capitán Craker, yo y tres chicas.

Earl y yo fuimos a buscar a las chicas. Recogimos a Sally Carrol Happer y Nancy Lamar y luego fuimos a casa de Ailie, pero nos abrió la puerta el mayordomo y nos anunció que no estaba.

—¿No está en casa? —preguntó Earl, sin comprender—. ¿Y dónde está?

—No dejó nada dicho al respecto, solo dijo que no estaría en casa.

—¡Pues menuda gracia! —exclamó el teniente. Se puso a pasear a la sombra de la ya familiar galería mientras el mayordomo esperaba en la puerta. Se le ocurrió algo—: Oye —me dijo—, me parece que se ha enfadado conmigo.

Esperé. Él le dijo con seriedad al mayordomo:

—Dígale que tengo que hablar un momento con ella.

—¿Y cómo voy a decírselo si no está en casa?

Una vez más, Earl recorrió la galería con expresión meditabunda. Luego asintió varias veces y añadió:

—Está enfadada por algo que pasó en el pueblo. Me resumió lo sucedido.

—Mira, espérame en el coche —le dije—. A lo mejor puedo arreglarlo. —Cuando se retiró de mala gana, le dije al mayordomo—: Oliver, avisa a la señorita Ailie de que quiero verla a solas.

Tras una breve discusión, llevó el mensaje y al instante regresó con la respuesta:

—La señorita Ailie dice que no quiere volver a ver al otro caballero nunca más. Que pase usted si quiere.

Estaba en la biblioteca. Yo había esperado encontrarme con la viva imagen de la fría dignidad y el agravio, pero tenía la cara verdaderamente descompuesta: estaba desesperada y confundida. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando lenta y desconsoladamente durante horas.

—Ah, hola, Andy —dijo con la voz entrecortada—. Cuánto tiempo sin verte. ¿Se ha ido?

—A ver, Ailie…

—¡A ver, Ailie! —gritó— ¡A ver, Ailie! ¡Se atrevió a dirigirme la palabra! ¿Te das cuenta? Y se quitó el sombrero. Estaba a tres metros de mí con aquella… aquella mujer horrible, cogiéndola del brazo y hablando tan tranquilo, y entonces, cuando me vio, se descubrió la cabeza. Andy, no supe qué hacer. Tuve que entrar en la tienda y pedir un vaso de agua, y tenía tanto miedo de que me siguiera que le pedí al señor Rich que me dejara salir por la puerta de atrás. No quiero volver a verlo ni saber de él nunca más.

Le hablé. Dije lo que se dice en estos casos. Estuve hablando durante media hora, pero no conseguí convencerla. Varias veces respondió murmurando algo sobre que no había sido «sincero» y por cuarta vez me pregunté que significaría esa palabra para ella. A todas luces, no significaba constancia; se trataba más bien, sospeché, de una forma peculiar en que quería ser respetada.

Me levanté para marcharme y, en ese momento, por increíble que parezca, el claxon del coche sonó tres veces con impaciencia. Era pasmoso. Decía, tan claramente como si Earl estuviera en la habitación: «Pues muy bien, en ese caso a la mierda: no voy a pasarme la noche entera esperando».

Ailie me miró horrorizada y de repente apareció una expresión peculiar en su cara, se extendió, brilló y se apagó transformándose en una sonrisa histérica y llorosa.

—¿No es un espanto? —exclamó con inútil desesperación—. ¿No es un horror?

—Date prisa —me apresuré a decir—. Ponte la capa. Es nuestra última noche.

Todavía recuerdo vívidamente esa noche: el parpadeo de la luz de las velas sobre los toscos tablones del cobertizo donde estaba el comedor, sobre los ornamentos de papel deshilachado que quedaron de la fiesta de la compañía de intendencia, la triste mandolina en una calle del campamento que rasgueaba una y otra vez Mi casa en Indiana con la nostalgia universal del final del verano. Las tres chicas perdidas en la misteriosa ciudad de hombres también sintieron algo: una sensación de fugacidad hechizada, como si estuvieran sobre una alfombra mágica que se hubiera posado en los campos sureños y que en cualquier momento sería levantada por una ráfaga de viento y llevada por los aires. Brindamos por nosotros y por el Sur. Luego dejamos las servilletas, los vasos vacíos y un poco del pasado sobre la mesa y, cogidos de las manos, salimos a la luz de la luna. Ya habían tocado a silencio: no se oía nada, salvo el lejano relincho de un caballo, un ronquido fuerte y persistente que nos hizo reír y el taconeo de un centinela que presentaba armas en el puesto de guardia. Craker estaba de servicio; los demás subimos a un coche que nos esperaba, fuimos a Tarleton y allí dejamos a la chica de Craker.

Entonces Ailie y Earl, Sally y yo, sentados por parejas en el amplio asiento trasero, cada pareja dándole la espalda a la otra, absortos y susurrando, nos adentramos en la inmensa y lisa oscuridad.

Atravesamos pinares cargados de líquenes y musgo, entre algodonales en barbecho, por una carretera blanca como el confín del mundo. Aparcamos bajo la sombra quebrada de un molino donde se oía el murmullo del agua que fluía y los graznidos de pájaros inquietos. Cuanto se veía parecía recubierto de un resplandor que intentaba filtrarse por todas partes: en las perdidas cabañas de los negros, en el automóvil, en las profundidades del corazón. El Sur cantaba para nosotros. Me pregunto si los demás se acordarán, yo sí: las caras pálidas y frías, los ojos soñolientos y amorosos, y las voces:

—¿Estás cómoda?

—Sí, ¿y tú?

—¿Seguro que estás cómoda?

—Sí.

De repente nos dimos cuenta de que era tarde y estábamos solos. Volvimos a casa.

Nuestro destacamento partió hacia Camp Mills al día siguiente, pero al final no llegué a ir a Francia. Pasamos un mes muy frío en Long Island, subimos a un transporte con los cascos de acero colgados en el correaje y luego desembarcamos en el mismo sitio. Ya no había guerra: me la había perdido. Cuando volví a Tarleton intenté dejar el ejército, pero tenía rango de oficial regular y me retuvieron la mayor parte del invierno. Earl Schoen fue uno de los primeros en ser desmovilizado. Quería encontrar un empleo «mientras hubiera donde escoger». Ailie no había querido comprometerse, pero había un acuerdo tácito entre ellos de que él volvería.

Para enero, los campamentos que durante dos años habían dominado la pequeña localidad iban desapareciendo. Tan solo el persistente olor de las incineradoras recordaba toda aquella actividad y bullicio. La poca vida restante se centraba amargamente alrededor del edificio del cuartel general de la división y en los malhumorados oficiales profesionales que también se habían perdido la guerra.

Y entonces los jóvenes de Tarleton empezaron a regresar desde todos los rincones de la tierra, algunos con uniformes canadienses, otros con muletas o mangas vacías. Un batallón repatriado de la Guardia Nacional desfiló por las calles con huecos en las filas en honor de sus caídos y luego los soldados se apearon del romanticismo para siempre y vendían todo lo vendible en los mostradores de las tiendas locales. Solo unos pocos uniformes se mezclaban ya con los trajes de gala en el baile del club de campo.

Poco antes de Navidad, Bill Knowles se presentó inesperadamente un buen día y se marchó al día siguiente: o bien le planteó un ultimátum a Ailie o ella se había decidido por fin. La vi algunas veces, cuando no estaba ocupada con los héroes regresados de Savannah y Augusta, pero me sentía como un superviviente pasado de moda, y lo era. Ella esperaba a Earl Schoen con tal incertidumbre que no quería hablar del tema. Llegó tres días antes de que me dieran la licencia definitiva.

Me los encontré casualmente, paseando por la calle principal, y no creo haber sentido tanta pena por una pareja en mi vida, aunque supongo que situaciones similares se repetían en todas las ciudades donde había habido campamentos. El aspecto de Earl era todo lo lamentable que pueda imaginarse: llevaba un sombrero verde con una pluma y su traje seguía esa moda grotesca a la que han puesto fin la publicidad y las películas. Evidentemente, había acudido a su antiguo barbero, porque el cabello de su rosáceo cogote había sido rasurado a conciencia. No es que tuviera la limpieza de los pobres, pero la huella de su paso por salones de baile suburbiales y clubes pueblerinos hería la vista. O más bien hería a Ailie, porque ella no había llegado a imaginarse del todo esa realidad: vestido con esa ropa incluso la gracia natural de aquel espléndido cuerpo había desaparecido. Al principio, Earl había alardeado de su buen empleo, que les serviría para salir adelante hasta que «empezara a ganar dinero fácil». Pero desde el momento en que regresó al mundo de ella y comprendió qué condiciones le imponía, debió de darse cuenta de que no tenía esperanzas. No sé qué le dijo Ailie, o cuánto más pesaría su dolor que su estupefacción; el caso es que ella reaccionó con rapidez y, a los tres días de su llegada, Earl y yo nos marchamos juntos al Norte en tren.

—Bueno, se acabó —dijo de mal humor—. Es una chica estupenda, pero demasiado creída para mí. Supongo que se casará con algún tipo rico que le dé una buena posición social. Yo no soporto tanta tontería. —Más tarde añadió—: Me ha dicho que vuelva dentro de un año, a ver, pero no volveré jamás: estos rollos aristocráticos están muy bien si puedes pagártelos, pero…

«Pero no era real» iba a decir. La sociedad provinciana en la que se había movido a sus anchas durante seis meses de repente le parecía amanerada, artificial, llena de petimetres. C

—Oye, ¿has visto lo que yo he visto subir al tren? —me preguntó al cabo de un rato—. Dos hermosuras, y solas. ¿Qué te parece si nos damos una vuelta por el siguiente vagón y las invitamos a comer? Yo me quedo con la de azul. —Cuando llevábamos medio vagón recorrido, se volvió de repente—. Dime una cosa, Andy —me preguntó con el ceño fruncido—: ¿cómo crees que se enteró de que antes conducía un tranvía? Yo nunca se lo conté.

—Ni idea.

3

Este relato llega ahora a una de las grandes lagunas que me esperaban desafiantes desde el comienzo. Durante seis años, mientras acababa mis estudios de derecho en Harvard y luego construía aviones comerciales e invertía en un tipo de asfalto que se resquebrajaba al paso de los camiones, Ailie Calhoun fue poco más que un nombre en una felicitación navideña o una brisa que soplaba en mi imaginación en las noches calurosas, cuando recordaba las magnolias. De vez en cuando algún conocido de los tiempos del ejército me preguntaba: «¿Qué fue de aquella rubia que era tan popular?», pero yo no sabía nada. Una noche me encontré casualmente con Nancy Lamar en el Montmartre de Nueva York y me enteré de que Ailie se había comprometido con un tipo de Cincinnati, había ido al Norte a conocer a su familia y luego había roto el compromiso. Seguía encantadora como siempre, y como siempre la rondaban uno o dos pretendientes, pero ni Bill Knowles ni Earl Schoen habían vuelto. Por esa misma época, me enteré de que Bill Knowles se había casado con una chica que había conocido en un barco. Y eso es todo: poco remiendo para un agujero de seis años.

Por extraño que parezca, una chica que vi en el crepúsculo en una pequeña estación de Indiana me hizo pensar en volver al Sur. Llevaba un vestido de organdí rosa, abrazó a un hombre que se apeó de nuestro tren y lo llevó apresuradamente a un coche que esperaba. Sentí una especie de punzada. Tuve la sensación de que ella lo arrastraba al mundo perdido del verano de mis veinte años, donde el tiempo se había detenido y chicas encantadoras, difuminadascomo el pasado mismo, seguían merodeando por calles sombrías. Supongo que la poesía es el Sur soñado por un hombre del Norte. Pero meses después envié un telegrama a Ailie e inmediatamente partí hacia Tarleton.

Era julio. El hotel Jefferson parecía extrañamente desvencijado y sofocante, una peña deportiva cantaba ruidosa e intermitentemente en el comedor que, en mi memoria, se reservaba hacía mucho tiempo a oficiales y chicas. Reconocí al taxista que me llevó a casa de Ailie, pero su «Claro, me acuerdo, teniente» no me pareció muy convincente. Yo no había sido más que uno entre veinte mil.

Fueron tres días curiosos. Supongo que parte del resplandor de la primera juventud de Ailie debía de haber desaparecido, como corresponde a todo fulgor de los mortales, pero no podría jurarlo. Seguía siendo tan atractiva físicamente que uno quería acariciar la personalidad que temblaba en sus labios. No, el cambio era más profundo.

Enseguida me di cuenta de que su actitud era distinta. Las modulaciones del orgullo, las insinuaciones de que conocía los secretos de los tiempos más radiantes y esplendorosos de antes de la guerra, habían desaparecido de su voz; no tenía tiempo para ellas mientras divagaba, haciendo bromas entre risueñas y desesperadas, sobre nuevo Sur. Todo cabía en aquellas bromas con tal de que no cesara el parloteo y no nos diera tiempo a pensar en el presente, el futuro, en ella misma y en mí. Fuimos a una bulliciosa fiesta en casa de un matrimonio joven en la que ella fue el centro nervioso y resplandeciente. Después de todo, ya no tenía dieciocho años, pero era tan atractiva en su papel de payasa atolondrada como lo había sido el resto de su vida.

—¿Sabes algo de Earl Schoen? —le pregunté la segunda noche, cuando íbamos de camino al baile del club de campo.

—No. —Se puso seria un instante—. Pienso en él a menudo. Fue el… —vaciló.

—Sigue.

—Iba a decir que fue el hombre al que más he amado, pero no sería verdad. No, no puedo decir que lo amara porque si no me habría casado con él a pesar de los pesares, ¿no? —Me miró inquisitivamente—. Al menos no lo habría tratado como lo traté.

—Era imposible.

—Desde luego —coincidió, pero con tono dubitativo. Cambió de humor y se puso frívola—: Cómo nos engañaron los yanquis a las pobrecitas chicas del Sur, ¡ay, Dios!

Cuando llegamos al club de campo ella se confundió como un camaleón con multitud, para mí llena de desconocidos. En la pista había una nueva generación, con menos dignidad que la que yo había conocido, pero ninguno de sus miembros encarnaba mejor que Ailie la esencia febril y ociosa de aquel lugar. Posiblemente, se había dado cuenta de que se había quedado sola en su pretensión de huir del provincianismo de Tarleton siguiendo a una generación condenada a no tener sucesores. No sabría decir en qué momento perdió la batalla, librada tras las columnas blancas de su porche. Pero el caso es que se había equivocado, se había perdido en algún sitio. Su actitud alocada, que incluso ahora atraía a tantos hombres que podía rivalizar con el séquito de las más jóvenes y lozanas, era un reconocimiento de su derrota.

Salí de su casa, como había salido tantas veces en aquel junio ya perdido, en un estado de vaga insatisfacción. Horas más tarde, mientras daba vueltas en la cama del hotel, comprendí lo que pasaba, lo que siempre había pasado: estaba profunda e incurablemente enamorado de ella. A pesar de todas las incompatibilidades, seguía siendo, y para mí siempre sería, la chica más atractiva que había conocido. Se lo dije la tarde siguiente. Era uno de esos calurosos días que yo conocía tan bien, y Ailie estaba sentada a mi lado en un sofá de la biblioteca en penumbra.

—Oh, no, no podría casarme contigo —dijo casi asustada—. No te quiero de esa manera, en absoluto… Nunca te amé. Ni tú a mí tampoco me amas. No quería decírtelo, pero el mes que viene me caso. Ni siquiera vamos a anunciarlo porque eso ya lo he hecho dos veces. —De repente cayó en la cuenta de que podía estar haciéndome daño—: Andy, lo que pasa es que has tenido una ocurrencia tonta, ¿verdad? Sabes bien que no podría casarme con un hombre del Norte.

—¿Quién es? —pregunté.

—Es de Savannah.

—¿Y estás enamorada?

—Claro que lo amo. —Los dos sonreímos—. ¡Claro que sí! Pero ¿qué intentas que te diga?

No tenía dudas, como no las había tenido con los otros. No podía permitirse tener dudas. Lo supe porque hacía mucho que ella había dejado de fingir conmigo. Esa naturalidad, me di cuenta, se debía a que no me consideraba un pretendiente. Bajo la máscara instintiva de la buena crianza siempre se había tenido por superior, y sencillamente no creía que alguien que no llegara al extremo de la adoración ciega pudiera amarla de verdad. Eso era lo que ella llamaba ser «sincero». Se sentía más segura con hombres como Canby y Earl Schoen, que eran incapaces de juzgar a un corazón solo en apariencia aristocrático.

—Muy bien —dije como si me hubiera pedido permiso para casarse—. Ahora, ¿me harías un favor?

—Lo que sea.

—Llévame hasta el campamento.

—Pero allí no queda nada, cariño. —Me da igual.

Caminamos hasta el centro. El taxista de la parada del hotel puso la misma objeción:

—Ahora allí no queda nada, capitán.

—Da igual. Vayamos de todos modos.

Veinte minutos más tarde se detuvo en una amplia llanura desconocida para mí, cubierta de algodonales nuevos y tachonada de pinos.

—¿Quiere que lo acerque hasta donde se ve el humo? —preguntó el taxista—. Es la nueva cárcel del Estado. —

No. Siga por esta carretera. Quiero encontrar el sitio donde viví. —Un viejo hipódromo, casi invisible en los días de gloria del campamento, alzaba de nuevo sus desvencijadas tribunas en medio de la desolación. En vano intenté orientarme—. Siga la carretera hasta pasar aquella arboleda, luego gire a la derecha, no, a la izquierda.

Él obedeció con repugnancia profesional.

—No encontrarás ni rastro de nada, cariño —dijo Ailie—: los contratistas lo demolieron todo.

Avanzamos despacio a lo largo de las lindes de los campos. Podría haber sido ahí…

—Aquí, muy bien. Quiero bajar —dije de repente.

Dejé a Ailie sentada en el coche; estaba preciosa, la cálida brisa agitaba su melena larga y rizada.

Podría haber sido ahí: eso serían las calles de la compañía y allí, al otro lado, estaría el cobertizo del comedor, donde cenamos aquella noche.

El taxista me observaba con indulgencia mientras yo iba de aquí para allá tropezando entre la maleza que me llegaba a las rodillas, buscando mi juventud en un tablón, en un trozo de tejado o en una lata de tomate oxidada. Intenté identificar alguna arboleda que me resultara vagamente familiar, pero oscurecía ya y no estaba seguro de que fueran los árboles correctos.

—Van a remozar la vieja pista del hipódromo —dijo Ailie desde el coche—. Tarleton se está volviendo toda una dama presumida en su vejez.

No. Bien pensado, no parecían los árboles que buscaba. De lo único que estaba seguro era de que ese lugar, que en el pasado había estado tan lleno de vida y esfuerzo, había desaparecido como si no hubiera existido jamás, de que, un mes más tarde, Ailie también se habría ido, y de que, para mí, el Sur se quedaría vacío para siempre

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Autor: Scott Fitzgerald. Título: Cuentos Rebeldes. Editorial: Navona. Venta: Amazon y Casa del libro

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