Cantaba Sabina en su antológica “Ruido” que “todos los finales son el mismo repetido”.
Llega un momento en la vida literaria de todo novelista, cuando ya ha escrito una docena de novelas, en que se ha inventado unos mil personajes diferentes y ha creado más de quinientos capítulos distintos. Eso quiere decir que ha creado miles de pulsos de acción, y entonces se pregunta si existen más variantes posibles a todo lo que pueda inventar, o por el contrario todo lo que ya pueda imaginar son pequeñas variaciones sobre el mismo tema. Y teme, como los viejos novelistas, escribir una y otra vez la misma novela, el autoplagio, ese terror paradójico de los novelistas prolíficos: cuanto más escriben, más miedo tienen de copiarse a sí mismos y de repetirse.
¿Qué nos dice la teoría de la creación literaria? Lo primero que encontramos es que el lingüista Vladimir Propp intentó catalogar todos los patrones comunes de los cuentos rusos. Las famosas treinta y una funciones de Propp enumeran los elementos que se repiten una y otra vez en todas las historias: alejamiento, prohibición, transgresión, conocimiento, engaño, mediación, etc…
Después, en “Mujeres que corren con lobos”, te encuentras con que las contadoras de historias de todas las culturas ancestrales relatan las mismas advertencias —perdón, quise decir «cuentos»— a lo largo de los siglos. Como ejemplo, todas las versiones de Caperucita Roja, es decir, la niña que comienza a menstruar (de ahí el rojo, al igual que las criadas de Gilead de Margaret Atwood) no debe adentrarse sola en el bosque, porque siempre hay un lobo o una manada. Incluso en el ámbito familiar de la cabaña, la propia familia, caracterizada por la dulce abuelita, se puede esconder un lobo bajo las sábanas que la va a depredar. O la historia de Barba Azul: un castigo a la curiosidad femenina, repetida hasta la saciedad desde cierto libro milenario en el que se expulsa del paraíso a una tal Eva, cuyo nombre significa, precisamente: curiosa de todo.
¿Y si todas las historias son la misma, repetida? Algunos dicen que todas las historias se reducen a dos: El conde de Montecristo —es decir: el resarcimiento de un agravio— y La Cenicienta o el triunfo del desvalido.
En cambio, los asesores de los guionistas de Hollywood, esos grandes expertos en el packaging, es decir, en envolvernos lo que sea hasta convertirlo en un apetecible producto consumible, nos dejan su visión, altamente superficial y reduccionista de los diez tipos posibles de historias que podemos encontrar en las películas americanas: un monstruo en casa, amor de colegas, la lámpara maravillosa, ritos de iniciación, un tipo ordinario con un problema extraordinario, etc…
Y da igual el género en el que escriba un novelista, la trama B —es decir: de lo que trata realmente la novela, lo que el escritor quería contar al mundo— siempre le persigue. Y llega un día en el que por fin lo comprende. Será tal vez que ya ha llegado al momento espejo, esa anagnórisis necesaria en toda novela en la que el protagonista se mira al espejo. Ese momento también nos llega a los escritores: el anciano interior le estaba contando un cuento al nieto que sigue siendo… Y el cuento le explicaba su vida.
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