Puertas que se abren desde dentro de una chimenea, garitos en los que se juega a la ruleta, arqueólogos difuntos de nombre imposible, Don Robinsón de Mantua, que salen y desaparecen en espejos, damiselas en apuros, policías que frecuentan cafés cantantes, oficinistas perdidamente enamorados de cupletistas sicalípticas, La Bella Medusa, con madres tan inseparables como insaciables a la hora de cenar langosta y beber champán, jorobados que parecen conspirar en un Madrid de los Austrias deslucido en una posguerra gris, y una ciudad subterránea, refugio de judíos que infringieron, siglos ha, el decreto real de expulsión, un laberinto de túneles, pozos mortales, sinagogas con puerta secretas y una inesperada banda de monederos falsos. Todo eso y mucho más ofrece La torre de los siete jorobados (1944), una bizarra, gozosa, imposible película, llena de sorpresas y talento, que Edgar Neville extrajo de la novela, no menos insólita e impredecible, una joya de la extravagancia, escrita por Emilio Carrere en 1920, uno de esos escritores de genio desperdigados por la bohemia madrileña que recogieron en sus memorias Rafael Cansinos Assens y Corpus Barga.
No hay reglas de ningún tipo en La Torre de los siete jorobados, ni mapa ni brújula. Comienza en un café cantante con cupletistas y embobados enamorados y finaliza con una explosión que dinamita una ciudad subterránea. En sus imágenes, tan sutiles como ingenuas, e ingeniosas, marca Neville, podemos concitar el folletín sin tregua de Eugenio Sué de Los misterios de París, con el expresionismo, mestizo de casticismo, abracadabrante de El Gabinete del Dr. Caligari, los malvados, ¡ay, ese Dr. Sabatino! (un maravilloso Guillermo Marín en una de sus mejores incursiones en el hostil cinema patrio), nacido de un cruce de los Mabuse de Lang y de los vampiros de Murnau.
Como de costumbre en el cine de Edgar Neville, el más castizo y a la vez el más cosmopolita de nuestros cineastas, todo tiene el aire de estar hilvanado muy livianamente como quien no quiere la cosa. Su cine posee la gracia sofisticada del niño que juega a películas complejas y del diletante, jamás erudito a la violeta, que se oculta, juguetón, en un cierto desmaño buñueliano de la mejor ley. Pero tras todo ello hay unos decorados increíbles, la ciudad de Madrid vista al soslayo, la alquimia nevilleana de un casticismo entre romántico y documental, junto a un elenco extraordinario que campa a sus anchas, desde el pasmo de Antonio Casal, un Basilio Beltrán entre pasmado y enamorado imprevistamente, al genio histriónico de Don Guillermo Marín, el desmayo romántico de damisela en apuros, rubia y soñadora, de Isabel de Pomés, como Inés del alma suya de Casal, y enfrente Manolita Morán, La Bella Medusa, una cupletista con muchas idas y vueltas, por no hablar de un espectral y entrañable Félix de Pomés, que parece desgajado de un fotograma de Vampyr, José Franco, un cachazudo y resignado Bonaparte, Julia Lajos, Antonio Riquelme, y en definitiva el maravilloso Who’s Who de los repartos de lujo del cine español de aquellos años.
Por otra parte, su innato don para atrapar en el lugar en el que rueda su esencia física convierte, como ocurre en Mi calle, El último caballo, El crimen de la calle Bordadores, Domingo de Carnaval, en un placer visual ese escenario madrileño, castizo, ajado por el uso del tiempo, del Madrid de los Austrias, en el que la magia es capaz de hacernos pasar al otro lado del espejo y convivir con Don Robinsón de Mantua, el peligroso pero entrañable Dr. Sabatino que quizás prefiera morir por un amor inconfesado y fetichista, en las entrañas del pasado que vivir en un mundo que le desprecia y burla por su joroba, Napoleón Bonaparte que no da abasto para acudir a tantas citas de ouija et tanti tutti. Humor, ternura, un tanto de melancolía, desfachatez, el cine como juego, la genialidad de un recuerdo cinéfilo, de los buenos, de los del cine mudo de su amigo Chaplin, cultura muy understatement, diversión, son los elementos de Neville, que gobierna su película sin brújula ni mapas, pero con el genio de quien parece inventar algo que ya está inventado, la magia del escamoteo, la de quien sabe que la vida es corta, y a ratos tonta, e imprevisible, y siempre es mejor una sonrisa, una damisela mesmerizada, un torreón semidestruido, serenos asturianos, una melodía castiza escuchada un tanto lejanamente, secretos del pasado, un mundo que nunca existió revivido en imágenes entrañables.
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La torre de los siete jorobados (1944). Producida por Germán López Prieto y Luis Judez. Dirigida por Edgar Neville. Guion de Edgar Neville y José Santugini, adaptando la novela de Emilio Carrere. Fotografía, Henri Barreyre, en blanco y negro. Montaje, Sara Ontañón. Música, José Ruiz de Azagra. Maquillaje, Antonio Florido. Decorados de Francisco Escriñá, Pierre Schild y Antonio Simont. Interpretada por Antonio Casal, Isabel de Pomés, Guillermo Marín, Félix de Pomés, Julia Lajos, Manolita Morán, Julia Pachelo, Antonio Riquelme, José Franco. Duración: 85 minutos.
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