Esta es la novela de mi tierra, de mi paisaje y de mis gentes. Me he sentido siempre parte suya, algo que me ha sido dado y con lo que estoy emocionalmente en deuda. Es un sentimiento, este decir “mi tierra”, que llevo impreso desde niño y que no proclama posesión alguna, sino, y más bien al revés, que yo le pertenezco a ella.
Tierra Vieja no es otra cosa que la historia de mis antepasados, que no están en los anales de los reyes ni en las crónicas de las batallas, pero a los que conozco. No solo, llego hasta palparlos. Son, fueron, las gentes de a pie de aquellas fronteras de la Extremadura castellana, en el más enconado tiempo de la Reconquista, cuando Al-Ándalus había sido tomado por el integrismo más feroz y los grandes ejércitos africanos venían año tras año a arrasar y llevarse todo lo que no mataban, incendiaban o talaban.
Fueron gentes que llegaron de todos los lugares a repoblar unas tierras donde la muerte, el acabar ellos y sus hijos esclavos, la casa entregada al fuego y las cosechas y ganados perdidos estaban al albur de una noche y la llegada de los jinetes enemigos, que acechaban al otro lado mismo de la sierra. Vinieron a ella y perseveraron contra toda adversidad. Porque allí estaba el lugar al que poder llamar suyo y trasmitir a sus hijos, allí había un balbuceo de libertad, allí encontraban un primer esbozo de dignidad. Aunque hubieran que pagar, por ello, el precio ya no solo del sudor sino también el de la sangre.
“Era una tierra vieja. Desde luego que lo era. Había sido roturada ya antes. Había sido hendida por el arado, descuajados los chaparros, desbrozados los arbustos, tirado el surco, sembrado el trigo y plantada la vid. Pero luego, una y otra vez, habían llegado el hacha y el fuego. Había sido talada, arrancada la cepa de raíz y socarrada. Baldía de nuevo y vuelta a ser cultivada después para volver a ser arrasada hasta la entraña. Pero, aun así, algo había quedado en ella, algo que siempre pugnaba por rebrotar”.
Me es fácil percibir su pálpito, pues aún mantengo su voz en mi oído. Como si aún escuchara a mi abuelo recitarme al lado de la lumbre el Romance de la Loba Parda, que desde el siglo XIII los abuelos campesinos enseñaban a sus nietos y yo tuve la suerte de aprender del mío. Cuando, y hasta incluso mediados del siglo pasado las labores, los arados, las caballerías, la hoz de mano, el trillo de pedernal y hasta las ferias y los ganados eran un cuadro real. Y el chiquillo que llevaba a los “pedazos” el agua, el vino y el yantar a los segadores, montado en un macho y bajo el sol, en medio del secarral, era yo mismo.
Por ello y todo lo recordado y de lo que me quiero acordar, he escrito Tierra Vieja. Por ello he puesto los nombres y apodos, que llevo en mi memoria y en mi corazón, de aquellos a quienes quise, y quiero, para que permanezcan en el aire del recuerdo al menos un instante más. Aunque los haya vuelto tantos siglos atrás, espero que me perdonen el atrevimiento de habérselos cogido en préstamo. Ha sido con la mejor intención.
La precisa, austera e impactante portada de mi amigo, y lo es en verdad, Augusto Ferrer-Dalmau, condensa a la perfección el espíritu de la novela, por lo que ya he dicho hasta ahora y por lo que ahora les cuento también. Esas dos figuras, la del labrador con la mano en la estiba y la del jinete con la suya en la lanza, no son ni siervo ni señor. En realidad, son perfectamente intercambiables. Son hombres libres e iguales los dos. Y, dependiendo del momento, hasta uno mismo pueden ser. Porque aquellas gentes ni se resignaban a sufrir los asaltos ni a esperar sumisamente el degüello. Pagaban con la misma moneda y el ojo por ojo, y si podían cobraban por uno dos. No solo se defendían sino que devolvían, con creces e igual ferocidad, golpe por golpe y algara por razia. Un día con la mano en la estiba y al otro empuñando la lanza.
Los fueros otorgados por los reyes fueron su derecho y su amparo. La carta puebla que se lo permitió; la piedra angular de sus concejos, de sus comunes de villa y tierra en el que se agruparon los pueblos y aldeas; las leyes que hacían respetar y cumplir sus jueces y alcaides por ellos elegidos y el origen de sus mesnadas concejiles de caballeros villanos que defendían sus lindes, atacaban al enemigo o acudían a la llamada de su rey cuando este marchaba a la guerra. Mi pueblo, Bujalaro, fue uno de los más de doscientos englobados en el Común de la Tierra de Atienza. Sus milicias concejiles combatieron y murieron en Alarcos y lucharon y volvieron en triunfo de las Navas.
En aquellos fueros, en aquellos días trascendentales y en aquellas gentes estuvo y está el principio de esa dignidad que no solo resiste sino que brota hoy mismo, y espero que persista mientras esta tierra perviva. La que en un momento impulsa a decir a uno de ellos, el villano —abjuro de la perversa acepción de la palabra y la enaltezco— Pedro Pérez de Atienza al hijo del conde Lara y ya conde él mismo, cuando pretende arrastrarlos a una rebelión contra el rey e intentar imponer para ello su condición noble: “Más que vos no pretendemos ser, pero menos, ni en dignidad ni en honor, no somos tampoco, señor”. El alma de Tierra Vieja habita y se resume ahí.
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La novela es también un recorrido por el paisaje de la frontera castellana y los hechos más relevantes y determinantes de nuestra historia durante los siglos XI, XII y XIII. Los escenarios que protagonizan y se reviven en su trama se sitúan en tres zonas. La zona más alta de la línea defensiva castellana, sierras de Atienza y Sigüenza, Henares y Alcarria Alta, la zona del Tajo, con Zorita como gran enclave, en su parte alta y con Toledo gran objetivo a recuperar por los musulmanes y finalmente la frontera del Guadiana y el papel de las órdenes militares, en esa zona y sin olvidar a los de Santiago, los caballeros calatravos.
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Autor: Antonio Pérez Henares. Título: Tierra Vieja. Editorial: Ediciones B. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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