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La taberna del galo, de Celso Emilio Ferreiro - Zenda
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La taberna del galo, de Celso Emilio Ferreiro

Celso Emilio Ferreiro está considerado como uno de los mayores poetas gallegos del siglo XX. Su obra, traducida al castellano, tuvo una gran repercusión nacional y fue incluso cantada en multitud de ocasiones, siendo en este momento el poeta gallego al que más se le ha puesto música, con más de 100 versiones musicales. Al estallar...

Celso Emilio Ferreiro está considerado como uno de los mayores poetas gallegos del siglo XX. Su obra, traducida al castellano, tuvo una gran repercusión nacional y fue incluso cantada en multitud de ocasiones, siendo en este momento el poeta gallego al que más se le ha puesto música, con más de 100 versiones musicales. Al estallar la Guerra Civil, Celso Emilio Ferreiro (1912-1979) fue movilizado por el bando franquista, y en 1937, durante un permiso, lo detuvieron por hacer un comentario político en público y fue encarcelado en una celda de piedra del convento de Celanova. Durante la guerra escribió muchos de los poemas que luego configurarían su libro Larga noche de piedra, que se agotaría en pocos meses y que se reproducía en multicopista, llegando a ser un referente constante para el movimiento de la Nova Canción Galega en 1968. A partir de los años cuarenta fundó colecciones de poesía y revistas, y colaboró en el diario El Faro de Vigo y en Papeles de Son Armadans, dirigida por C. J. Cela.

Zenda publica unas páginas de este libro singular, traducido por Ramón Nicolás Rodríguez, ilustrado por Pedro Rico y publicado por la editorial Pez de Plata.

 

Donde el Galo parrafea con un forastero y después con Celso Emilio

Esta villa es muy indolente, se lo digo yo. Tierra de gentes burlonas y sin respeto hacia nadie. No hay acatamiento ni educación. Y las burlas, ya se sabe, son las vísperas de las veras. Aquí todo cristo tiene un apodo, algunas veces apropiado y otras ultrajante, dependiendo de la mala leche del apodador. A mí me llaman el Galo no porque lo sea en lo que se refiere al gallear del fornicio, pongo por caso, pues aunque las mujeres me gustan más que las rosquillas no me derrito por ellas, sobre todo desde que me casé, que estoy bien servido⁄ El apodo lo heredé de mi padre, quien también lo había heredado del suyo, mi abuelo, que Dios lo tenga en su gloria. Éste sí que era faldero como es notorio por las historias que de él se cuentan, y por los dieciséis hijos que le avió a su mujer legítima, amén de otros tantos que tuvo bastardos. Montaba a las mozas y después si te he visto no me acuerdo. Todos somos hijos de Adán, pero unos son hijos de la Iglesia y otros lo son espurios.

Mi abuelo era un desvergonzado y yo procedo de él por el linaje del casamiento, quede esto bien claro. Tengo cuatro apellidos, además del apodo, que conste. No heredé tierras ni otros haberes porque mi susodicho abuelo se dedicó a la buena vida y al morir no dejó ni una perra chica. Que si darse a la buena vida hace olvidar los problemas, también acaba con la hacienda.

Dicen que cuando enviudó se dedicó a prohijar a los hijos de las solteras alocadas, mozas esforzadas, que por estos pagos las hay a docenas.

—Señor Galo —decía la muchacha embarazada—, si las cuentas no me fallan tendré un bebé hacia el mes de San Juan y querría darle dos apellidos como está mandado y por aquello del qué dirán. ¿Me lo quiere reconocer como propio?

—Claro que quiero pero, ¿dónde están los cinco pesos de las costas judiciales? Quien hizo un cesto hace un ciento —decía el muy descarado mientras embolsaba el dinero—. Hay otra condición, mi niña —añadía—. Para que el recién nacido se me parezca tienes que acostarte dos noches conmigo, y que la gente lo sepa. Que en esta villa hay mucho malintencionado y yo no quiero pasar por cornudo.

Se fueron volando los años y llegó la guerra. Mi abuelo llegó a tener docenas de hijos luchando en los frentes de batalla.

—No hay en todas las Españas otro patriota como yo —decía el muy tunante—. Tengo cuarenta hijos sirviendo al Caudillo que vino a salvarnos del comunismo, Dios me perdone…

Ilustración de Pedro Rico

Y comenzó a cobrar subsidios y granjerías del Estado nacional-sindicalista, que le permitieron pasar una vejez placentera de mucho mimo. A mí no me incomoda que me llamen Galo , pues no es ningún ultraje y bien visto los apodos son más auténticos que los nombres que se imponen al hacernos cristianos. Porque, vamos a ver, ¿qué quiere decir Eleuterio, pongo por caso, que es el nombre propio que me pusieron en el bautizo? No quiere decir nada. El cura, después de echarme el agua bendita, dijo: «Pagano me lo disteis y cristiano os lo devuelvo con el nombre de Eleuterio». Y nada más. En cambio, todos sabemos qué cosa es un galo, como también comprendemos qué quiere decir Dema o Cona en dulce, vecinos que viven en esta misma calle. La Dema fue puta fina, primero en la casa de la Nonó y después en casa propia en Orense, hace un montón de años. Le pusieron ese mal nombre porque parece que transmitió la sífilis a mucha gente de farra y rebullicio… También dicen que tenía secretos de cama que en aquel tiempo sólo se practicaban en París de Francia (el centro de perdición más grande del mundo) y que ella sacara de su propia sabiduría en el oficio de ramera, porque lista era muy lista, la gran golfa. Como ha contado aquí en mi taberna el secretario del ayuntamiento, hombre muy viajado y corrido, la Dema
practicaba, además del arte francés, las tijeritas, el «apaña cabacos», las veinte uñas, el salto del zueco, el fastacú y otras maneras pecadoras de aparearse que enloquecían a los hombres. Ganó mucho dinero con su negocio, pero la mitad se lo comió la Nonó y la otra mitad los queridos, que los tuvo a cientos, pues era muy caprichosa y antojadiza en lo que compete a los amantes. Pero ya se sabe, las putas y los futbolistas tienen el tiempo escaso para trabajar por la profesión. Acabada la juventud, se acabó el negocio; y entonces la Dema vino a vivir a la villa, donde, todo hay que decirlo, aún trabajó unos años con su cuerpo, sobre todo con los jovencitos a los que les apuntaba el bigote y sentían los primeros desasosiegos del amor y el ansia por las mujeres. Ella establecía su esquina de puterío al anochecer en el robledal llamado de «Os Frades», cerca de la villa, que tiene al fondo un denso retamal muy adecuado para el asunto. Cobraba una peseta por servicio y los chavales aguardaban en fila. A veces se armaba una pelea por razón del turno en la jodienda. La Dema imponía orden y silencio desde el fondo del retamal.

—Callaos, chavales, y estad tranquilos, que hay coño para todos. Ella, como era muy malhablada, le llamaba así a lo que todos llamamos la «contumelia» o, como decía mi abuelo, «la perdición de los hombres». Me acuerdo que cantaba, cuando estaba borracho,

Todas las mugueres tienen
en el pecho dos limones
y un poquito más abago
la perdición de los hombres.

Ahora, ya vieja y poco apta para el tema, la Dema malvive de lo que le dan algunos vecinos caritativos y de lo poco que le manda un hijo suyo que está en Suiza. Y, a propósito de emigrantes, el Cona en dulce que hace un momento nombré, estuvo en Venezuela y fue allí donde le pusieron el mal nombre porque según cuentan gastaba mucha finura con las mujeres que pasaban por su tienda. Hasta les besaba la mano doblando el espinazo como si fueran marquesas.

—Me considero muy honrado con su presencia en esta casa cuyos productos, todos de importación, están a sus gratas órdenes para lo que guste mandar.

Un poco marica, como se ve, por no decir un maricón completo, pues aún hay quien afirma que el dinero para poner la tienda se lo había dado, a fondo perdido, un cofrade suyo en la hermandad de los sarasas, que allá, en aquellas tierras calientes, los hay a miles. Pero la verdad es que desde que volvió de América no ha dado que hablar en ese negocio, a no ser que se hizo socio protector de las ÿHijas de MaríaŸ y cuando va a la iglesia canta con ellas aquello de yo prometí ser hija de María, hermana soy del mismo Salvador, etc. Se comprende que son viejas querencias de sus antiguas maneras de madama, que la costumbre hace la ley y, buena o mala, se tarda en dejarla.

Y ahora que hablo de costumbres, recuerdo que antes de nuestra guerra civil teníamos aquí un maestro rural que era muy curioso de las cosas del pueblo, cantigas, leyendas, refranes, apodos y otros divertimentos. Le llamaban por mal nombre el Pinguiña, porque él le llamaba así al vino.

—Ponme una pinguiña, Galo, que además de pagártelo, Dios te lo tendrá en cuenta —me decía, para después añadir—. Si a mí me quitan la pinguiña , que me entierren pronto.

Era, sin despreciar a nadie, agudo como un ajo y no sé qué habrá sido de él, pues como estaba con los de la «casca amarga» un día lo llevaron preso y nunca más volvimos a saber de su ruta. Algunos dicen que pudo huir al Brasil, donde tenía un hermano misionero en el Mato Grosso, y otros afirman que lo llevaron a las claudias y que está criando malvas en cualquier esquina del Monte Furriolo. Entonces acontecieron cosas tan malas que cualquiera de ellas puede ser cierta. En aquel momento, Dios me salve, la vida de un hombre no valía un patacón. Pero dejemos estas tristezas y sus negras memorias, que las memorias de lo malo mal se pueden sacar, y que la Virgen de la Encarnación nos libre de lo que ya pasó.

Ilustración de Pedro Rico

En cierta ocasión el maestro rural vino, como solía, a mi taberna y me rogó que le recitara los apodos viejos de la villa. Yo se los fui diciendo y, pocos días después, me trajo una nómina de todos ellos, clasificados por modos y maneras. Aún tengo en la arca el papel, que si lo quiere se lo regalo, ya que usted, por lo que veo, también siente placer por estas menudencias.

No le voy a explicar las historias de esta gente, primero porque no las sé, y segundo porque sería el cuento que nunca acabar. Le hablaré solamente de algunos si tiene la paciencia de escucharme entre taza y taza, como entre col y col se planta un repollo. Comenzaré por el que se llamaba Pulido , que resulta, mire qué cosa, un antepasado del poeta Celso Emilio Ferreiro, que es natural de esta villa, donde fue vecino residente hasta que, siendo mozote, lo llamaron a quintas para la guerra de las Asturias de Oviedo. Nosotros, aquí, desde niños, le llamamos Emiliño. Salvó el pellejo de milagro, se lo digo yo, pues además de las que pasó de soldado, tuvo sus tropiezos en la villa. Dicho sea entre nosotros, era un poco espantajo y de natural inquieto. Fundó con sus amigos una «Mocedade Galeguista» que airaba a la gente arrimada al púlpito. Mostraba un poco sus tendencias izquierdistas en la cosa política y, según decían, se apartaba de las costumbres y razones antiguas que desde siempre habían regido la villa. Ya en aquella altura le daba al verso y hacía unas coplas y cantares contra los caciques, que mandaban cojones.

—Qué casualidad, hablando del rey de Roma, pronto se asoma! Aquí tenemos a don Celso Emilio Ferreiro entrando por la puerta.

—Pues sí señor, aquí estoy, amigo Galo , de paso por la villa, siempre leal a tu vino de A Cuqueira y a tu conversación caudal.

—Qué recio lo encuentro, a pesar de esos bigotes blancos de patriarca que porta debajo de la nariz cumplida.

—El ser patriarca no está en los bigotes, amigo Galo , que está en el alma y también en los cojones. En el alma se oculta la hombría de bien y en los cojones la virilidad de ser hombre. Que no son hombres todos lo que mean contra las paredes…

—————————————

Autor: Celso Emilio Ferreiro. Título: La taberna del Galo. Editorial: Pez de Plata. Venta: Fnac y Casa del Libro

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