Suenan los acordes de la canción «Someone to Watch Over Me», música de George Gershwin con letra de su hermano Ira, y casi enseguida entra la voz de Roberta Flack, que frasea, evoca, un lamento entre melancólico y romántico, y desgrana los versos de los Gershwin: “There’s an old saying, says that love is blind…”. Lo que vemos, mientras escuchamos a Sting, son las no menos evocadoras vistas aéreas de Manhattan, de noche, con centenares, miles de luces pespunteando el skyline, visto desde arriba, de Gotham City, la ciudad en la que, según Damon Runyon, todo es posible. Así comienza La sombra del testigo (Someone to Watch Over Me, 1987), una de las películas menos apreciadas, más olvidadas de Ridley Scott, autor de una de las filmografías más elegantes, sofisticadas, provocadoras y estilizadas del cine posclásico .
Si quiere salvar el pellejo, y posiblemente la vida, Venza debe quitar de en medio a Claire. Keegan es el encargado de impedirlo, asignado de la protección de Claire. El melodrama en ciernes se torna acerado thriller suspensivo casi en las fronteras de Sir Hitch, porque esa mujer amenazada y solitaria vive, convive, con ese policía tan distinto a ella pero que la protege, cuida de ella y acaba formado parte de su intimidad, de su vida cotidiana. Scott examina y describe el itinerario de la mecha que encenderá un inevitable fuego entre ambos, filmándola, a la vez, con intensidad romántica y con cierta sobriedad pudorosa. Un delicado equilibrio. Valen miradas, valen silencios, valen hechos consumados, valen nuevos silencios, nuevas miradas que escrutan la oscuridad de un futuro que se cruza de ausencias, de responsabilidades. Al otro lado del río, en Queens, tras las jornadas de oro y fuego en Manhattan, no aguardan las hogueras de una vida doméstica rutinaria, porque allí reside también parte del corazón que late en la vida de Keegan. Sus raíces, su pasado, ¿su futuro?, y Ellie Keegan (Lorraine Bracco), que también sufre y calla, o no lo hace y mira de frente queriendo, exigiendo, si su marido ha decidido dónde está su tesoro, dónde está su corazón.
Como en un buen thriller cocinado al fuego de un melodrama amoroso devastador, Scott maneja con habilidad el motor de la trama, la amenaza permanente del brutal Venza, logrando que esa tensión fluya con eficacia narrativa mientras los dos mundos de Keegan, Claire y Ellie se incendian y arden. El tercio final revela cómo ese equilibrio de acciones y emocionalidades se torna —una buena narración, afirmaba Walter Benjamin, debe suponer siempre un itinerario moral—, gira dramáticamente sobre la soledad y el sacrificio. La vida puede seguir, pero ya no será siempre la misma, y el cronista que suscribe ante estos finales lamenta, de nuevo siempre, que el peaje se lo cobre la pasión amorosa, esa que hace revivir, soñar, hipotecar el pasado y el presente, apostar por el futuro, cancelar los miedos a que el fuego sea pronto ceniza.
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Someone to Watch Over Me (La sombra del testigo, 1987). Producida y dirigida por Ridley Scott. Guión, Howard Franklin; no acreditados, Danilo Bach y David Seltzer. Fotografía de Steven Poster, en Technicolor y Panavision. Montaje, Claire Simpson. Vestuario, Colleen Atwood. Diseño de producción, James D. Bissell. Dirección artística, Christopher Burian-Mohr. Música, Michael Kamen. Interpretada por Tom Berenger, Mimi Rogers, Lorraine Bracco, Jerry Orbach, John Rubinstein, Andreas Katsulas, Tony di Benedetto, James E. Moriarty, Mark Moses, Daniel Hugh Kelly, Harley Cross, Joanne Baron. Duración: 106 minutos.
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