¿Quién no ha oído alguna vez la frase «Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer»? En inglés es una expresión hecha que parece originar en los años cuarenta del siglo pasado y se hizo muy popular en la década de los sesenta y setenta con el movimiento feminista en Estados Unidos. Algunos la atribuyen al humorista Groucho Marx, aunque su frase varía considerablemente: «Detrás de todo hombre de éxito hay una mujer, y detrás de ella está la esposa de él». A mí me gusta más la de otro cómico de nuestros días: «Detrás de todo hombre de éxito hay una mujer poniendo los ojos en blanco» (Jim Carrey).
Incluso en el siglo XIX hubo mujeres poniendo los ojos en blanco detrás de sus exitosos maridos, y bastantes. En este artículo me voy a centrar solo en una, porque su caso no tiene desperdicio y me parece importante que más gente sepa, después de más de un siglo, que fue una excelente escritora en su propio derecho, además de que dos de las grandes obras de la literatura universal no serían lo que son si no hubiera sido por ella.
Hablo de Sofia Behrs (1844-1919), que a los dieciocho años recién cumplidos pasó a ser Sofia Andreyevna Tolstaya al contraer matrimonio con el ya conocido escritor Leo Tolstoy, dieciséis años mayor que ella. Coincidiendo con el nacimiento del primer hijo de la pareja en 1863, Tolstoy se convirtió en autor superventas con la publicación de su novela Los cosacos. Inmediatamente después se enfrascó en la elaboración de su próxima novela, Guerra y paz.
Sofia fue la transcriptora, traductora, editora y agente literaria de su marido, además de ocuparse de sus finanzas, el mantenimiento de su famosa finca Yasnaya Poliana —hoy museo conmemorativo— y haber tenido con él trece hijos. Llegó a pasar a limpio su obra más conocida —a mano, naturalmente— hasta siete veces, después de los incontables cambios, correcciones y revisiones del autor. Lo mismo hizo con Anna Karenina y todas sus obras siguientes, incluso los diarios. Con La sonata a Kreutzer —un alegato sobre la abstinencia sexual incluso en el matrimonio— el escritor ofendió profundamente a su mujer, en la que se basó, como en novelas anteriores, para crear a su protagonista femenina. Aun así, fue Sofia quien una vez más la promocionó y siguió actuando como agente literaria y editora, a pesar de la censura inmediata en Rusia y Estados Unidos.
Como suele ocurrir, la historia ha tratado mal a las mujeres. Del matrimonio Tolstoy se ha dicho que fue uno de los más turbulentos del mundo literario, y se le ha echado la culpa a ella, celosa de su éxito. Sin embargo, hay constancia de que durante años Tolstoy fue feliz y agradeció la gran influencia de su esposa en toda su obra. Según Alexandra Popoff, biógrafa de Sofia, en 1863, cuando ya había empezado a escribir Guerra y paz, Tolstoy dijo a mucha gente que su matrimonio lo había cambiado. En una carta a su pariente y amiga Alexandrine escribió: «Soy esposo y padre, completamente satisfecho con mi situación… Solo noto las circunstancias familiares, y no pienso en ellas. Esta condición me proporciona un gran alcance intelectual. Nunca he sentido mis poderes intelectuales, e incluso mis poderes morales, tan libres y capaces de trabajo… Ahora soy un escritor con todas las fuerzas de mi alma y escribo y pienso como nunca he pensado y escrito antes»*. Un par de décadas más tarde, renunciaría a esta creencia, arguyendo que su matrimonio no tenía ningún valor ni había aportado nada a su creación literaria. Sabemos que eso no es verdad, pues aparte de todo el trabajo que realizó Sofia, él usó sus cartas y diarios y su propio matrimonio con ella para crear muchas de las escenas en sus grandes novelas.
En la noche de bodas, Leo le dio a Sofia sus diarios de juventud, para que los leyera y supiera a qué atenerse; muy considerado de su parte, aunque ¿por qué esperó hasta cuando ella ya había dado el sí? La primera entrada es de 1847, en un hospital, cuando a los diecinueve años se recuperaba de gonorrea, contraída de una prostituta. Y a continuación revela sus múltiples encuentros sexuales y la existencia de un hijo con una de las siervas de la finca, además de sus excesos con el alcohol y deudas a causa del juego. Sofia lloró al leer los diarios, lo cual decepcionó a su marido, que había esperado más comprensión. Dos semanas más tarde, Sofia escribió en su diario: «Todo el pasado de mi esposo es tan horrible que no creo que jamás pueda aceptarlo», y unos días después: «su frialdad será pronto insoportable».
El mismo día de la boda, Leo tuvo dudas —esto, los diarios, la propuesta de matrimonio y tantas anécdotas más aparecieron luego calcadas en Anna Karenina— y, en contra de los usos y costumbres, se presentó en casa de la novia para hacerla llorar con sus temores. Llegó tarde a la ceremonia a causa de una camisa —otro detalle irresistible que no pudo dejar de incluir en la novela—, haciendo pensar a Sofia que se había echado atrás. Lo peor llegó cuando por la noche Leo decidió consumar el matrimonio en el mismísimo carruaje que los transportaba de la casa de la novia, en Moscú, hasta la finca donde vivirían el resto de sus días. Sofia escribió: «¿Y cómo no iba a tener miedo? Después de Biryulevo, e incluso antes en la estación, empezó el tormento por el que debe pasar toda esposa. ¡Y qué decir de la agonía, la vergüenza! ¡Cuánto dolor, cuánta horrible humillación! Y qué nueva pasión repentina, inconsciente, irresistible se despertó, dormida hasta entonces en una muchacha. Afortunadamente, el carruaje estaba oscuro, así que no nos veíamos las caras. Solo oía… su respiración, apresurada, frecuente, apasionada. Conquistada por su poder e intensidad, fui obediente y cariñosa, a pesar del agonizante dolor físico y la insoportable humillación. Y de nuevo, otra vez, toda la noche, los mismos asaltos, los mismos sufrimientos». La versión de Leo es menos literaria, más cruda: «Lloró. En el carruaje. Lo sabe todo; es sencillo. En Biryulevo. Su timidez. Algo mórbido».
Llegaron a la finca por la mañana, después de una noche tan desgarradora para Sofia que cualquier otro detalle del viaje quedó borrado de su memoria. Y nunca le perdonó su impaciencia. Treinta años más tarde, describió ese primer encuentro como una violación en una novela descubierta hace apenas siete años, Чья вина? (¿Quién tiene la culpa?): «Se cometió un acto de violencia; esta muchacha no estaba preparada para el matrimonio; la pasión femenina, que había despertado recientemente, volvió a dormir».
El problema de Sofia fue que se había enamorado del escritor; al hombre todavía tenía que conocerlo. Había leído sus novelas autobiográficas, Infancia (1852), Adolescencia (1854), Juventud (1856), e incluso Felicidad conyugal (1858), y durante toda su vida seguiría dividida entre el gran amor y admiración por el genio y la repulsa hacia el hombre que la infravaloró tanto. Su diario de recién casada empieza así: «Siempre soñé en el hombre que amaría como una persona completa, nueva, pura. Desde que me casé, he tenido que reconocer qué tontos son estos sueños; aun así, no puedo renunciar a ellos».
Pero Leo la amaba también, a su manera; es decir, como se amaba en aquella época a las mujeres. A Alexandrine escribió: «He vivido hasta la edad de los treinta y cuatro años y no sabía que era posible estar tan enamorado y ser tan feliz», y: «Vivir juntos es una responsabilidad aterradora… Ella está leyendo esto, y no entiende nada y no quiere entenderlo, y no hay necesidad de que lo entienda». En posdata, ella añadió: «Está equivocado; lo entiendo todo, absolutamente todo lo que le concierne».
Como se puede apreciar, Sofia fue también escritora y no solo «la esposa perfecta para un escritor», como la describió un hombre de letras que visitó a la pareja en la finca durante esos primeros años en los que él redactaba Guerra y Paz y ella esperaba ansiosa la llegada de la noche para pasarla a limpio. Años antes ella había escrito una novela corta basada en sí misma y sus dos hermanas, con el título de Natasha. Leo la había leído y le había gustado, pero Sofia la quemó antes de casarse. En su diario escribió: «Cuando Lev Nikolaevich la describió [a Natasha Rostova] en Guerra y Paz, se basó en mi novela y tomó el nombre para su heroína… la leyó un mes antes de nuestra boda y me felicitó sobre las exigencias puras del amor» y en su autobiografía publicada póstumamente**: «Leyó mi historia un poco antes de nuestro matrimonio y escribió sobre ella en su diario: “Qué fuerza de verdad y simplicidad.” Antes de mi matrimonio quemé la historia y también mis diarios, escritos desde los once años, y otros escritos de juventud, de lo cual ahora me arrepiento mucho».
Escribir diarios era una práctica muy habitual en esa época, que ella mantuvo toda la vida; se conservan los que escribió desde los dieciséis años hasta sus últimos días. Sin embargo, los diarios de Sofia Tolstoy no se publicaron en Rusia hasta 1978 y en el Reino Unido en inglés hasta 1985. Una nueva traducción al inglés y al español de 2010 contribuyó al renovado interés por la esposa del gran escritor. Su lectura es cautivadora, triste y estremecedora, pero también llena de pasión y amor por la vida. Además, y a pesar de los avances del feminismo, nos descubren una relación tan real entonces como para muchas mujeres lo es hoy mismo.
Ella, amante de las artes, sobre todo de la música y la literatura, quiso estudiar formalmente, después de haberse casado. Parece ser que en teoría Leo la apoyó, pero a los nueve meses justos de la noche de bodas nació su primer hijo y a partir de entonces estaría constantemente embarazada y dando a luz, además de ocupándose de la finca, los animales y el trabajo de su marido. Más tarde, en 1887, sí encontró tiempo para dedicarse a la fotografía, tomando más de mil fotos, reunidas en un libro Песня без слов (Canción sin palabras, publicado solo en alemán en 2010: Lied ohne Worte).
Con el nacimiento de su primer hijo, Sofia padeció de mastitis, pero Leo insistió en que continuara dando el pecho, en contra de la costumbre de la época de llevarlo a una nodriza. El padre de Sofia, médico, intervino en el asunto mediante una carta dirigida a los dos: «Déjate de tonterías, querida Sonya [así es como la llamaban su familia y amigos]… ¿Es tanta desgracia que no pudieras amamantar a tu bebé? ¿Y de quién es la culpa? Tuya y sobre todo de tu marido que, sin considerar la condición de su esposa, la obliga a hacer cosas que demuestran ser perjudiciales para ella… Es un gran maestro de las palabras y la escritura pero cuando se trata de los hechos, la cosa cambia. Que escriba una historia sobre un marido que tortura a su mujer enferma y quiere que siga dando el pecho a su bebé; todas las mujeres lo lapidarán».
Un par de meses después Sofia escribió en su diario: «Me deja sola por la mañana, la tarde y la noche. Tengo que gratificar su placer y dar de mamar a su hijo, soy un mueble de la casa. Soy una mujer. Intento suprimir todo sentimiento humano. Cuando la máquina funciona bien; calienta la leche, teje una manta, exige poco y trajina intentando no pensar —y la vida es tolerable. Pero en cuanto me quedo sola y me permito pensar, todo me parece insufrible». Sin embargo, al mismo tiempo Sofia empezó a transcribir lo que sería Guerra y paz, y continuó enamorada del escritor: «Mientras copio experimento un nuevo mundo de emociones, pensamientos e impresiones. Nada me conmueve tan profundamente como sus ideas, su genialidad».
A medida que pasaban los años, Leo se volvió más austero, en busca de su ideal socialista, creando su propia religión, manteniendo una dieta vegetariana y viviendo como un campesino. No obstante, continuó en Yasnaya Poliana y delegando en Sofia «todas las responsabilidades de los niños y su educación, las finanzas, la finca, las tareas de la casa, en fin toda la parte material de la vida». Las trifulcas de la pareja —presentes desde el principio a juzgar por los diarios y las cartas— se agravaron aún más cuando, aparte de convertirse en una especie de gurú espiritual que atrajo a discípulos de todo el mundo —entre ellos Gandhi—, Leo empezó a descuidar su trabajo de escritor. Para la pragmática Sofia, que su marido amenazara con donar todo su patrimonio, incluidos los derechos de sus obras, al pueblo ruso y dejar a su familia sin nada era constante causa de preocupación y alarma. En esos días, pasó a limpio esta frase del diario de Leo: «El amor no existe, solo la necesidad física del coito y la necesidad práctica de una compañera de vida» y ella a su vez escribió: «Ojalá hubiera leído esto hace veintinueve años, entonces no me habría casado jamás con él».
Sofia dio a luz a su treceavo hijo a los cuarenta y tres años. Después del quinto parto, que la condujo a las puertas de la muerte, los médicos le aconsejaron que no tuviera más, pero Leo se negó rotundamente y no quiso usar anticonceptivos, a pesar de que cada nuevo embarazo era causa de depresión para Sofia. Los tres siguientes hijos murieron durante su primer o segundo año de vida. Y aún tendrían cinco más, de los cuales el más pequeño también moriría en la infancia.
Durante los veranos de 1895 y 1896, cuando Sofia ya pasaba de los cincuenta y Leo se desentendía cada vez más de ella y las cuestiones familiares y se dedicaba a su pacifismo anárquico cristiano, recibieron en la finca la visita del pianista y compositor Sergei Taneyev, cuya presencia Sofia describió como «placentera y feliz». La amistad entre los dos provocó unos celos incontrolables en Leo, que amenazó con quitarse la vida, pero lejos de la historia que imaginara años antes en La sonata a Kreutzer, la relación de Sofia con el músico no pasó de ser platónica, y Leo no la mató ni pensó en salir corriendo tras el amante, en calcetines o no, como en la novela: «Quise correr tras él, pero recordé que es ridículo correr tras el amante de la esposa en calcetines, y mi intención no era parecer ridículo sino terrible».
Sofia escribió: «Si tuviera un ápice de la comprensión psicológica que llena sus libros, habría comprendido el dolor y la desesperación por los que estaba pasando yo». En esos años leía a Séneca y Espinosa, y continuó escribiendo a diario: «Soy libre de comer, dormir, estar callada y ceder. Pero no soy libre de pensar como me dé la gana, de amar a quien quiera, de entrar y salir según mis propios intereses y placeres intelectuales». Y mientras tanto, la gente continuaba hablando del genio de su marido y de lo agradecida que ella, como esposa suya, debería sentirse. Pero para ella el genio no sale de la nada: «Para que exista un genio alguien tiene que crear un hogar tranquilo, alegre, confortable. A un genio hay que alimentarlo, lavarlo y vestirlo, pasar sus obras a limpio infinidad de veces, amarlo y evitarle cualquier provocación de celos, para que esté calmado. Además hay que alimentar y educar a los innumerables hijos de este genio, de los que él no tiene tiempo de ocuparse pues debe comulgar con los Epictetos, Sócrates y Budas como los que aspira a ser él mismo».
En 1898 escribió: «Hoy me preguntaba por qué no hay mujeres escritoras, artistas o compositoras de genio», y se respondió a sí misma: «Es porque toda la pasión y habilidades de una mujer energética se ven consumidas por su familia, el amor, su esposo, y sobre todo sus hijos. Sus otras habilidades no se desarrollan, permanecen embriogénicas y se atrofian. Cuando termina de procrear y educar a los hijos, despiertan sus necesidades artísticas, pero para entonces ya es demasiado tarde».
En 1903, cerca del final, lamentó: «Me he dado cuenta de que ya nunca oigo una palabra de consuelo o cariño por su parte. Lo que predije se ha hecho realidad: mi apasionado esposo ha muerto, y si nunca fue mi amigo, ¿cómo podría serlo ahora? Esta vida no es para mí. No tengo ningún sitio donde poner mi energía y pasión por la vida; no tengo contacto con gente, arte o trabajo —nada aparte de total soledad todo el día».
El 17 de septiembre de 1910, día de su santo y cuarenta y ocho años después de que él le pidiera matrimonio mediante una carta, Sofia se preguntó: «¿Qué le hizo a esa Sonechka Behrs de dieciocho años, que le dio su vida entera, su amor y su confianza?» y una vez más se respondió a sí misma: «Me ha torturado con su frialdad, su crueldad y su extremo egoísmo».
Un mes más tarde, el 28 de octubre a las cinco de la mañana, Leo Tolstoy la abandonó, finalmente, después de casi medio siglo juntos. Murió diez días después de neumonía en una estación de tren a los ochenta y dos años, acompañado de algunos de sus discípulos, como se explica en la novela de Jay Parini The Last Station de 1990 (en español: La última estación, RBA Libros, 2008) y la adaptación cinematográfica de 2009. Sofia lo buscó pero no lo encontró hasta después de muerto, y los discípulos, a los que ella llamaba «una banda de lunáticos», le negaron acceso al cuerpo. Sofia aún viviría nueve años más, durante los cuales parece que consiguió algo de serenidad.
*Todas las traducciones son mías, del inglés. Lamentablemente y después de años —con interrupciones— batallando con el ruso, el dominio de este idioma está todavía lejos de mi alcance; estoy en ello.
**La autobiografía de Sofia Tolstoy, publicada en 1922, se puede bajar gratis en internet en inglés y en ruso. Otro libro de memorias, que tituló Mi vida se publicó por primera vez en 2010 y se puede comprar en internet en ruso y en inglés. Su novela ¿Quién tiene la culpa? está publicada en ruso y en alemán. Otros libros de interés que se pueden comprar en internet son la traducción de los diarios de Sofia Tolstoy al inglés por parte de Cathy Porter, The Diaries of Sofia Tolstoy (2009), con una introducción de Doris Lessing, y al español (Alba Clásica, 2010), la biografía de Alexandra Popoff, Sophia Tolstoy: A Biography (publicada en español con el título Sofia Tolstói por Circe Ediciones, S.L.U., 2011) para la cual su autora tuvo acceso a material inédito en ruso, y The Wives: The Women Behind Literary Giants (2012), también por Alexandra Popoff.
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