Precedida de la incansable polémica por haber cambiado de raza a su protagonista y trastear con la iconografía de la joya de dibujos animados, convirtiendo al cangrejo Sebastián y al pez Flounder en híbridos hiperrealistas, el remake en imagen real de La Sirenita de Walt Disney evita el descalabro apoyada, eso sí, en el puro carisma que desprendía el original de 1989. Las canciones de Alan Menken están todas, la dirección del envarado Rob Marshall es resultona y hay un aceptable trabajo de Halle Bailey, la sirenita negra a quien le ha tocado lidiar con la parte más fea del enjuague.
La Sirenita, versión en imagen real-digital de 2023, solo es si acaso un poco peor que algunas de las más solventes readaptaciones de clásicos Disney como Cenicienta, El Rey León o El Libro de la Selva. Rob Marshall, efectivamente, no es James Cameron ni esto es Avatar, y las escenas submarinas del cuento de hadas y sirenas no evitan ese neo-kitsch digital al no estar particularmente integradas en la retina del espectador no nato en la era digital. El humor y el romance, sin resultar elementos patéticos, carecen de fuerza real, aunque la amalgama de elementos del filme nunca llega a molestar.
La Sirenita se debe por tanto a su condición de reinterpretación para las nuevas generaciones, que quizá también desean o necesitan su película. Y es justo reconocer que el filme está lejos de la aberración y que nadie se lo ha tomado a la ligera: el soso Rob Marshall preña la película de ideas visuales de película de dibujos animados (de hecho, todas provenientes de la película inspiradora) pero también fabrica algunas otras secuencias muy sólidas, como la del naufragio, en la que no escatima estampas de un pictoricismo fascinante. Con esto decimos que existe una preocupación por hacer las cosas bien aun a costa de la originalidad, cuya comparecencia tampoco era esperada ni deseada.
Todos y cada uno de los miembros del equipo creativo, al fin y al cabo, han obrado limitados por la obligada relación de semejanza con la obra animada de John Musker y Ron Clements estrenada en 1989, así como por la presión de un estudio que entiende muy bien la necesidad de perpetuar iconos aun en tiempos “líquidos”. Y La Sirenita animada, el filme que restauró la merecida fama de Disney como hacedora de cuentos animados imperecederos y la aupó de nuevo a un éxito comercial perdido y olvidado durante dos décadas (y que cinco años más tarde culminaría El Rey León tras muchos años aciagos) es precisamente eso: un icono.
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