Durante demasiado tiempo, el humor ha sido cosa de hombres. Eran ellos los que subían a los escenarios, los que hacían reír al público, los que convertían la realidad en sátira. A las mujeres se les prohibió, de manera implícita, o incluso explícita, realizar esta actividad. Se consideraba que era algo indecoroso, contrario a la feminidad, ajeno a la belleza. Pero las cosas han cambiado y, en su nuevo libro, Sabine Melchior-Bonett da las claves del asalto a los escenarios por parte de las humoristas.
En Zenda ofrecemos la introducción de La risa de las mujeres (Alianza), de Sabine Melchior-Bonnet.
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INTRODUCCIÓN
El sexo de la risa
La naturaleza ha separado la risa de la belleza. Espasmo, desorden, pequeño seísmo del rostro, la risa desfigura, sacude el cuerpo, arrebata toda dignidad. Inconveniente, se escapa de las entrañas. Los griegos la llamaban «la sacudida». Desde Aristóteles a Bergson, pasando por los médicos del Renacimiento y los filósofos de la Ilustración, se explica que nos reímos de lo «feo, lo deforme e indecoroso», o, también, según Hobbes, de «la visión imprevista de nuestra superioridad sobre el otro».
La risa es contraria a la imagen de la mujer modesta y púdica. Las costumbres del mundo son formales: si la risa del hombre es considerada una justa recreación o un remedio a su melancolía, una mujer que ríe siempre corre el riesgo de pasar por una descarada, una vividora atrevida, una loca histérica, o de perder su poder de seducción y ser catalogada como marimacho. Reírse entre dientes, partirse o caerse de la risa, carcajearse, el lenguaje de la risa es ya de partida sexuado, o bien trivial, o bien indecente. Durante siglos, la risa femenina ha permanecido bajo vigilancia, tolerada a condición de que se escondiera tras el abanico.
Hacer de la risa de las mujeres un objeto de estudio histórico comporta muchos riesgos, entre ellos el anacronismo. La risa pertenece a la cultura de lo cotidiano; es frágil, efímera; no nos reímos de las mismas cosas hoy en día que antaño, y no discernimos siempre aquello que, en el pasado, era paródico o no. Los acentos de una voz elevada, la densidad de una risa, su duración o su frecuencia escapan a la investigación, a menos que el talento de un narrador o una narradora nos ayude a identificar sus matices, a distinguir —en palabras de Nathalie Sarraute— una risa profunda, «pesada, que se revuelca, una risa espesa que rueda por doquier», de un «pequeño trémolo algo forzado», cuyas «notas duras, heladas, tamborilean como granizo».
Ligada a las emociones, la risa de las mujeres se desliza de improviso en los textos más serios como risas entre dientes, risas suaves, a hurtadillas, que brotan a veces en medio de las lágrimas: «Lo cómico, la potencia de la risa, está en el que ríe y no en el objeto de la risa», apuntaba Baudelaire en 1857 en una de sus críticas de arte —«Sobre la esencia de la risa»—, subrayando que es al individuo al que hay que encontrar tras la risa.
Revancha de las mujeres, a las que se les negó durante mu cho tiempo el acceso a la educación, la palabra y la escritura, la conquista de la risa les ofrece un terreno de libertad donde proclaman su buena salud posando una mirada afilada sobre la sociedad y sobre ellas mismas. El camino ha sido largo. No se trata de pretender que las mujeres de antaño no se reían, sino que el discurso moral y las normas de cortesía juzgaban la risa como susceptible de pervertir la feminidad. «Nada es menos femenino que el vodevil y la farsa», señalaba Adrienne Monnier, editora y librera, célebre por su mirada crítica (Les Gazettes, 1925-1945). La risa ha conservado un poder de subversión, y la sociedad no ha cesado de desconfiar de las reidoras.
Primera prueba: hacer reír ha sido hasta tiempos recientes una prerrogativa masculina. Se necesita la autoridad, la superioridad del carácter fuerte, incluso un cierto despotismo, para desviar la atención de un interlocutor o de un auditorio de lo serio y de la razón. A la inversa, reír es entregarse, abdicar el dominio de uno mismo. Hasta hace poco no se encontraban mujeres profesionales de la risa. Ninguna o muy pocas payasas, ninguna caricaturista. En el teatro, ninguna mujer hilarante, arrancando lágrimas de alegría mediante sus muecas y contorsiones: los papeles de viejas charlatanas ridículas, Pernelle o la condesa de Escarbagnas, eran interpretados por hombres. Colombine, granuja ingenua, no renuncia jamás a seducir cuando gasta una broma y le deja a Arlequín la tarea de decir groserías y palabras graciosas. No hay tampoco grandes autoras cómicas entre las escritoras: como Virgina Wolf, no podemos más que lamentar la ausencia de una hermana pequeña de Rabelais, al igual que lamentaba la ausencia de una hermana pequeña de Shakespeare (Una habitación propia).
Segunda prueba: la risa tiene una función relacional. Forma parte del intercambio social y es comunicativa; las mujeres tristes son «desagradables», las mujeres alegres amenizan los encuentros. Pero debe ser estrictamente mantenida bajo control. Las reglas del decoro, cada vez más severas con el paso de los siglos, tienen como misión contener un miedo masculino ancestral frente a una risa femenina desbordante, surgida de las profundidades de un cuerpo extraño e inquietante. Los roles no son intercambiables. Le corresponde al hombre animar la conversación susurrando galanterías, más o menos osadas; y a la mujer degustar púdicamente de este condimento, escondiendo bien su risa tras su chal.
Construcción cultural de la vida en la corte y los salones, la conversación jovial traza la división entre la risa buena y la mala. Si el hombre franquea sin inconvenientes el muro de la decencia, de la «dama» se espera reserva; no debe tener cuerpo, o «inferior corporal», según la expresión de M. Bakhtin en sus estudios sobre Rabelais y la cultura popular, debe ignorar hasta sus palabras y su espíritu no debe estar menos cubierto que su cuerpo. Un corazón puro y un cuerpo silencioso, tal es la vocación de la mujer.
Tercera prueba: el corazón es ajeno a lo cómico. «Los niños pequeños y las mujeres no deberían reír jamás; hay una malicia en la risa, un veneno», escribía Bernanos en Monsieur Ouine: una malicia, una pérdida de inocencia, un desajuste que emborrona la imagen de la ternura y dulzura femenina, representada por la sonrisa arquetípica de la madre inclinada sobre su hijo. En el centro de los vínculos afectivos y sociales, la mujer tiene el deber de parecer feliz. Este mandato responde a una idea del bien moral, que quiere que la virtud esté coronada de alegría. Y esta misión incumbe a la sonrisa de la mujer, figura de la benevolencia y la simpatía.
La risa tiene su papel en la emancipación de las mujeres, pero ¿existe la figura del bromista en femenino? Las mujeres no han accedido a todas las categorías estéticas, y si nos creemos lo que dicen de sí mismas, algunos registros les fueron ajenos, muy especialmente el de la comedia, la transgresión burlesca, la caricatura, la escatología o la risa blasfematoria, mientras que otros les resultaron más familiares, en tanto que excelentes observadoras de la comedia social. Virginia Woolf se interesó, siendo muy joven, por la risa de las mujeres, y reclamaba para sus novelas el derecho de subvertir el orden del mundo, de «volver serio lo que le parece insignificante a un hombre, volver anodino lo que le parece importante».
De esta inversión de los valores surge una fuerza cómica que descalifica lo serio como único acceso a la verdad. El admirable retrato que traza de su madre, una mujer en segundo plano, ilustra la idea que tiene del corazón y el espíritu femeninos: penetrada por lo trágico de la vida, pero siempre al ace cho de esos pequeños momentos cómicos o grotescos que mar can el irremediable paso del tiempo, su madre, como una Parca, «lograba dotar de un inimitable esplendor al espectáculo de la vida, como si lo viera efectivamente compuesto de locos, de payasos, de reinas soberbias, inmensos cortejos en marcha hacia la muerte» (Momentos de vida). La risa de las mujeres es una risa contenida, que surge a menudo frente a las incongruencias de la vida.
La llegada con fuerza de las profesionales de la risa en el último cuarto del siglo xx tiene algo de revolucionario: reivindican todas las formas del reír y rechazan los tabús ligados a la imagen de la feminidad. Afrontan la escena pública y se implican en los terrenos donde se ejercía la risa de los hombres: teatro, cine, cabarets, caricaturas, sketches. Su mirada nueva y crítica ofrece una revancha a todas las prisioneras de la omnipotencia patriarcal. La conquista de la risa es toma de poder; es también liberación del cuerpo y disfrute, independiente de toda receta. Jubilosa y extravagante, o corrosiva y desmitificadora, la risa barre con todo a su paso y se parece a veces a una danza sobre un volcán. A menos que, al contrario, cuando banalizada y políticamente correcta, le quite el sabor a una sazón derramada sin restricción y sin mesura.
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Autora: Sabine Melchior-Bonnet. Titulo: La risa de las mujeres. Traducción: Lucía Alba Martínez. Editorial: Alianza. Venta: Todostuslibros.
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