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La retirada, de Noam Chomsky y Vijay Prashad - Zenda
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La retirada, de Noam Chomsky y Vijay Prashad

Desde que las últimas tropas estadounidenses abandonaron Vietnam no nos habíamos enfrentado a un vacío tan repentino en nuestra política exterior, no solo de autoridad, sino también de explicaciones sobre lo que ha ocurrido y lo que nos depara el futuro. Pocos analistas están mejor preparados para abordar este momento que Noam Chomsky y Vijay...

Desde que las últimas tropas estadounidenses abandonaron Vietnam no nos habíamos enfrentado a un vacío tan repentino en nuestra política exterior, no solo de autoridad, sino también de explicaciones sobre lo que ha ocurrido y lo que nos depara el futuro. Pocos analistas están mejor preparados para abordar este momento que Noam Chomsky y Vijay Prashad, intelectuales y críticos cuyo trabajo abarca generaciones y continentes. Calificado como «la voz más leída del planeta en materia de política exterior» por el New York Times Book Review, Noam Chomsky se une al célebre académico Vijay Prashad —que «ayuda a descubrir los mundos brillantes ocultos bajo la historia oficial y los medios de comunicación dominantes» (Eduardo Galeano)— para llegar a las raíces de esta época de peligro y cambio sin precedentes. Chomsky y Prashad interrogan los puntos de inflexión clave en la espiral descendente de Estados Unidos: desde la desastrosa guerra de Irak hasta la fallida intervención en Libia y el descenso al caos en Afganistán. A medida que los últimos momentos del poder estadounidense en Afganistán se desvanecen, este libro crucial sostiene que no debemos apartar la vista de los restos y que necesitamos, sobre todo, una visión no sentimental del nuevo mundo que debemos construir juntos.

Zenda adelanta el prólogo de Angela Davis y la introducción de La retirada (Capitán Swing).

***

Prólogo

Angela Y. Davis

Casi desde que tengo memoria, Noam Chomsky ha actuado como la conciencia de un país cuyo Gobierno interacciona constantemente con aquellas partes del mundo que están fuera de su propia esfera de influencia ya sea empleando la violencia o amenazando con hacerlo. Incluso en los momentos en que quienes vivimos en Estados Unidos hemos soportado profundas crisis internas, Chomsky ha insistido siempre en que también debíamos dirigir nuestra atención hacia fuera para evitar ceder ante la suposición de que el Estado-nación dentro de cuyas fronteras nos ha tocado vivir constituye la presencia política más importante de nuestras vidas. Una y otra vez nos ha aconsejado rechazar la «excepcionalidad americana». Su trascendental ensayo «La responsabilidad de los intelectuales» resuena hoy con más fuerza que nunca, sobre todo ahora que, como sociedad, estamos haciendo grandes esfuerzos para abordar una serie de cuestiones relativas a la forma en que el racismo —y, de hecho, el capitalismo racial— ha estructurado las instituciones sociales, políticas y culturales que definen la vida colectiva en Estados Unidos. Nos recuerda que existe un contexto geopolítico e histórico ligado a su trabajo. Como recalca asimismo su colaborador Vijay Prashad, el impacto del colonialismo y el papel de la trata de esclavos y de la esclavitud en el desarrollo del capitalismo han tenido efectos persistentes no solo en Estados Unidos, sino de hecho en todo el mundo.

Aunque leo a Noam Chomsky desde hace décadas y he asistido a sus conferencias en demasiadas ocasiones para poder contarlas, mi primera oportunidad de conocerlo en persona no llegó hasta diciembre de 2012, cuando él, Vijay y yo participamos en un programa del Berklee College of Music de Boston, organizado por Rachel Herzing e Isaac Ontiveros, en representación de la organización Critical Resistance. El evento estaba destinado a recaudar fondos en beneficio de esta última, de la organización LGTBIQ Black and Pink, que lucha por la abolición de las prisiones y de la City School de Boston, que fomenta el liderazgo juvenil en pro de la justicia social. Guardo un recuerdo especialmente vívido de este acto porque solo unos días antes había contraído una tremenda gripe y me había planteado muy en serio si debía o no viajar a Boston (dada nuestra experiencia con la pandemia de covid-19 en los dos últimos años, ahora me doy cuenta de que probablemente debería haberme quedado en casa). Pero mi sentimiento entonces fue que no podía desaprovechar la oportunidad de conocer a aquella figura histórica que tanto nos había enseñado a mí y al mundo sobre la «responsabilidad de los intelectuales». Fue un evento extraordinario, y, aunque apenas guardo memoria de mis propias intervenciones, sí recuerdo haber quedado absolutamente cautivada por las conversaciones que se celebraron aquella velada bajo la rúbrica «Futuros radicales y perspectivas de libertad». Nuestro debate abordó el complejo industrial penitenciario estadounidense como un producto discernible de la historia posterior a la esclavitud en dicho país y del capitalismo global tal como se ha desarrollado desde la década de 1980, y los tres hablamos de las lecciones que cabe extraer de las luchas antiimperialistas de cara a la resistencia abolicionista, así como de las perspectivas para el futuro del internacionalismo.

Me impresionó, como siempre, no solo el inmenso dominio de la historia y la enorme capacidad de análisis de Chomsky, especialmente en lo relativo a los incalculables destrozos originados por el ejército estadounidense, sino también su modestia. Aquella fría noche de Boston, una vez concluidos el acto y la recepción —creo que serían cerca de las once de la noche—, Chomsky se dispuso a marcharse. Alguien le preguntó cómo iba a volver a casa y él respondió que, como de costumbre, pensaba hacerlo en autobús. Como era de esperar, la mitad de los presentes se ofrecieron a llevarle. Pero él nunca se ha considerado tan especial como para merecer ese trato.

A lo largo de las décadas en las que varias generaciones de académicos y activistas se han visto influenciados por los libros, entrevistas y conferencias de Chomsky —de hecho, es el intelectual más prominente de Estados Unidos—, él siempre ha intentado sacar a la luz las violencias ocultas, esas que tan a menudo se asumen como simples consecuencias colaterales que apenas merecen reconocimiento. Así, a menudo subraya, por ejemplo, que existe una enorme discrepancia entre el número de vietnamitas que realmente murieron durante la guerra (dos millones oficialmente reconocidos, pero probablemente cuatro millones en realidad) y las reducidas cifras inscritas en la memoria histórica de los estadounidenses (diversas encuestas y estudios revelan que la gente suele creer que solo murieron una media de 100.000 personas). Esta inquietante diferencia entre los hechos y la percepción que se tiene de ellos constituye un buen ejemplo de cómo el descarado sacrificio de vidas humanas decretado por un Estado puede minimizarse con absoluta despreocupación bajo la influencia de la ideología estadounidense.

La presente colaboración de Chomsky con Vijay Prashad, de fecha más reciente, continúa explorando el tema de las guerras sucias libradas por Estados Unidos. Hace tiempo que agradezco la insistencia de Vijay en la necesidad de que los miembros de los círculos progresistas generen una percepción más acusada de la ubicación de Estados Unidos en el marco de las luchas globales. Mediante el entramado de una conversación tremendamente interesante entre dos de los más importantes intelectuales contemporáneos, se nos insta a cuestionar la falta de atención de los medios de comunicación a los desastrosos daños infligidos en Afganistán a la vida, la tierra y los recursos tras la retirada de Estados Unidos, y a su relación con las guerras, igualmente evitables e innecesarias, de Irak y Libia. Gracias, Noam y Vijay, por esta reveladora obra en la que se pone de relieve la continuidad en el tiempo —y a través de los distintos partidos políticos— de las políticas y prácticas oficiales que producen y reproducen esas incursiones militaristas, al tiempo que nos ofrece el tipo de perspectiva internacionalista que representa nuestra mejor oportunidad de cara al futuro que el mundo necesita.

INTRODUCCIÓN

EL LEGADO DE LAS GUERRAS SUCIAS

El 15 de agosto de 2021, el ejército estadounidense tuvo que retirarse de Afganistán tras veinte años de ocupación. Apenas había nada bueno en pie cuando los talibanes entraron en Kabul y tomaron el control de lo que quedaba del Estado afgano. El número de víctimas mortales causadas por esta guerra es objeto de controversia, pero pocos discuten que han perecido bajo el fuego varios cientos de miles de personas (un estudio de las Naciones Unidas reveló que al menos el 40 % de los civiles muertos por ataques aéreos eran niños). El Ministerio de Salud Pública de Afganistán calcula que dos terceras partes de la población afgana sufre problemas de salud mental derivados de la guerra. Al mismo tiempo, la mitad de los afganos viven por debajo del umbral de la pobreza y cerca del 60 % de la población sigue siendo analfabeta. Pocos avances se han conseguido en estos frentes.

Paralelamente, los talibanes encontraron vacías las arcas de la sede del Banco Central en Kabul; las reservas —9.500 millones de dólares— se hallaban en bancos estadounidenses: Estados Unidos se había incautado de ellas para pagar a las familias de las víctimas de los atentados del 11-S. Durante la ocupación estadounidense, las rentas públicas de Afganistán dependieron de la ayuda exterior, que en 2020 representó el 43 % del PIB afgano. Pero con la retirada de Estados Unidos esta se desplomó: el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) calculaba que el descenso del PIB por la pérdida de ayuda exterior sería del 20 % en un primer momento (2021), y luego del 30 % en los años posteriores. Al mismo tiempo, la ONU estima que para finales de 2022 la renta per cápita del país puede descender a casi la mitad de los niveles de 2012. Se calcula que el 97 % de la población afgana caerá por debajo del umbral de la pobreza, dando lugar a una posibilidad real de que se produzcan hambrunas masivas. Fue revelador que el último ataque con drones del ejército estadounidense en suelo afgano alcanzara a un coche en el que viajaban diez personas, incluidos siete niños; una de ellas era Zemari Ahmadi, que conducía el coche por encargo de la organización Nutrition & Education International (una entidad benéfica con sede en Pasadena, California). En un primer momento, el ejército estadounidense insinuó que Ahmadi era miembro del ISIS, y tardó dos semanas en reconocer que el dron Reaper había matado a civiles; hasta ahora no se ha castigado a ningún militar por este crimen.

Tal es la naturaleza de las guerras sucias de Estados Unidos.

En los últimos años, Estados Unidos no ha logrado ninguno de los objetivos de sus guerras. El país irrumpió en Afganistán en octubre de 2001 con una serie de espantosos bombardeos y una anárquica campaña de «entrega extraordinaria» (traslado clandestino de prisioneros sin garantías jurídicas) con el objetivo de expulsar a los talibanes del país, lo que no ha impedido que estos regresaran veinte años después. En 2003, cuando habían transcurrido dos años desde que se desencadenara la guerra en Afganistán, Estados Unidos inició una guerra ilegal contra Irak, que finalmente desembocaría en el inicio de su retirada incondicional en 2011 tras la negativa del Parlamento iraquí a autorizar protecciones extralegales a las tropas estadounidenses. El mismo año en que se retiró de Irak, Estados Unidos inició una guerra atroz contra Libia en la que —como veremos más adelante— en un primer momento Francia tomó la delantera, seguida luego por Gran Bretaña, para ser finalmente relevada por los estadounidenses. A consecuencia de este conflicto, toda la región se sumió en el caos.

Ninguna de estas guerras —Afganistán, Irak, Libia— dio como resultado la creación de un Gobierno proestadounidense. En cambio, cada una de ellas generó un sufrimiento innecesario para la población civil. La existencia de millones de personas se vio alterada, y cientos de miles perdieron la vida. ¿Qué posible fe en la humanidad cabe esperar ahora de un joven de Yalalabad o de Sirte? ¿Se replegarán ahora sobre sí mismos, temerosos de que las bárbaras guerras que les han infligido a ellos y a otros ciudadanos de sus países les hayan robado cualquier posibilidad de cambio?

No hay duda de que Estados Unidos sigue teniendo el mayor ejército del mundo, ni de que, utilizando su estructura de bases militares y su poderío aéreo y naval, puede atacar cualquier país en cualquier momento. Pero ¿qué sentido tiene bombardear un país si esa violencia no alcanza fines políticos? Estados Unidos ha empleado sus avanzados drones para asesinar a líderes talibanes, pero por cada líder que ha matado han surgido otra media docena. Además, los hombres que mandan actualmente en el movimiento talibán —incluido uno de sus fundadores y jefe de su comisión política, el mulá Abdul Ghani Baradar— han estado presentes desde el principio, puesto que de ningún modo habría sido posible decapitar a toda la cúpula. Estados Unidos ha gastado más de dos billones de dólares en esta guerra, en la que el triunfalismo estadounidense reinó desde un primer momento.

En sus primeras declaraciones tras la retirada de Estados Unidos de su país, el mulá Baradar dijo que su Gobierno centraría su atención en la corrupción endémica de Afganistán. Mientras tanto, en Kabul se difundieron rumores que afirmaban que los ministros del último Gobierno afgano afín a los estadounidenses, liderado por el exfuncionario del Banco Mundial Ashraf Ghani, habían intentado abandonar el país en coches abarrotados de dólares, y que ese era el dinero que Estados Unidos había proporcionado a Afganistán supuestamente para ayuda e infraestructuras. La cantidad de dinero desviado de la ayuda prestada al país no ha sido nimia. En un informe elaborado en 2016 por el Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán del Gobierno estadounidense (SIGAR, por sus siglas en inglés) que versaba sobre las «Lecciones aprendidas de la experiencia de Estados Unidos con la corrupción en Afganistán», escribían los investigadores: «La corrupción ha socavado de forma significativa la misión de Estados Unidos en Afganistán al dañar la legitimidad del Gobierno afgano, reforzar el apoyo popular a la insurgencia y canalizar recursos materiales a grupos insurgentes». El SIGAR elaboró una «galería de la codicia» en la que se enumeraban los contratistas estadounidenses que habían desviado dinero de la ayuda y se lo habían embolsado mediante fraude. La ocupación estadounidense de Afganistán ha costado más de dos billones de dólares, pero ese dinero no se ha destinado ni a proporcionar ayuda ni a construir infraestructuras en el país, sino a engordar las carteras de los ricos en Estados Unidos, Pakistán y Afganistán.

La corrupción en la cúspide del Gobierno, a su vez, socavó la moral de los de abajo. Estados Unidos había depositado sus esperanzas en el entrenamiento de 300.000 soldados del Ejército Nacional Afgano, y gastó 88.000 millones de dólares en ese empeño. Pero en 2019, una purga de «soldados fantasma» en las nóminas del ejército —soldados que en realidad no existían— se tradujo en una reducción de 42.000 efectivos, aunque es probable que la cifra fuera mayor. En los últimos años la moral de las tropas se ha desplomado, y las deserciones del ejército a otras fuerzas han ido en aumento. La defensa de las capitales de provincia también era débil, y la propia Kabul cayó en manos de los talibanes casi sin luchar. A este respecto, el último ministro de Defensa del Gobierno de Ghani, el general Bismillah Mohammadi, hacía el siguiente comentario en Twitter refiriéndose a los Gobiernos que habían ostentado el poder en Afganistán desde finales de 2001: «Nos han atado las manos a la espalda y han vendido la patria. ¡Malditos sean el ricachón [Ghani] y su gente!». Esto capta perfectamente el estado de ánimo reinante en Afganistán en el momento de la retirada de Estados Unidos.

El Padrino

En cada una de estas guerras —Afganistán, Irak, Libia—, la posibilidad de alcanzar una solución negociada se mantuvo al margen del conflicto. En Afganistán, los talibanes eran conscientes de la gravedad que entrañaba un ataque estadounidense tras el 11-S y dejaron claro en varias ocasiones que estarían dispuestos a entregar a Osama bin Laden y la red de Al Qaeda a un tercer país; dado que en 1998 ya habían sufrido un limitado ataque de Estados Unidos contra diversos objetivos en Jost, estaban familiarizados con la impresionante potencia del ejército estadounidense. Pero su petición de acuerdo fue rechazada. Por su parte, en 1990, el Gobierno de Sadam Huseín comprendió que había cometido un error al invadir Kuwait, y quiso llegar a un acuerdo con Estados Unidos para abandonar el país sin que ello entrañara una humillación total. Pero todas las tentativas iraquíes de negociar una retirada fueron acogidas con desdén por Estados Unidos, que en 1991 sometió a Irak a una intensa campaña de bombardeos. De ahí que Sadam Huseín se mostrara más que dispuesto a hacer toda clase de concesiones a Estados Unidos tras el 11-S, permitiendo un creciente número de inspecciones de la ONU —cuyos inspectores no encontraron armas de destrucción masiva— y ofreciendo todo tipo de medios para que los estadounidenses comprobaran que Irak no tenía malas intenciones hacia ellos. Una vez más, Washington ignoró las súplicas de Bagdad y siguió adelante con su campaña militar, bautizada como Shock y Pavor. En Libia, el Gobierno estaba ansioso por aceptar el plan de paz diseñado por la Unión Africana, cuya misión se vio inicialmente imposibilitada de viajar a Trípoli por los bombardeos de la OTAN; más tarde, cuando finalmente se desplazó a la capital libia durante los bombardeos y Muamar el Gadafi aceptó sus condiciones, los rebeldes, con la ventaja que les proporcionaba su condición de aliados de la OTAN, se negaron a firmar el acuerdo. Resulta manifiesto que a los estadounidenses, sencillamente, no les interesaba un acuerdo de paz o siquiera una rendición preventiva. Cuando Estados Unidos quiere guerra, la consigue.

Hay algo marcadamente mafioso en la forma en que Estados Unidos ha ejercido históricamente su poder, un hecho que se remonta a los tiempos del genocidio de los pueblos indígenas de Norteamérica, que intentaron negociar con los colonos pero, en su lugar, tuvieron que enfrentarse al cañón Hotchkiss. Cuando en 1811 el jefe Tecumseh de los shawnee trató de negociar con el gobernador de Indiana, William Henry Harrison, el Gobierno federal utilizó la fuerza militar para perseguirle hasta Canadá; por su parte, Harrison se convertiría en presidente de Estados Unidos, obteniendo una recompensa por apoderarse de aquellas tierras. Esta actitud tiene sus raíces en una cultura de ocupación colonial que expandió el territorio estadounidense, inicialmente establecido en la costa atlántica, hacia las tierras de las sociedades amerindias, apropiándose asimismo de una tercera parte de México y, más tarde, de los territorios franceses y rusos de la Costa del Golfo y California. Una vez consolidado el territorio continental estadounidense, siempre por la fuerza de las armas, se formaron ejércitos para apoderarse de archipiélagos e islas lejanas (Hawái, Guam, Puerto Rico, Filipinas), así como para establecer su dominio de todo el hemisferio americano mediante la Doctrina Monroe de 1823. En 1898, en la guerra estadounidense contra Filipinas, el general Jacob Smith ordenó a sus tropas «matar a todos los mayores de diez años» y dejar tras de sí un «páramo inhóspito». Medio siglo después, en Vietnam, una unidad de helicópteros estadounidense pintó el lema «La muerte es nuestro negocio y el negocio va bien» en una pared lateral de sus cuarteles. Había que pacificar el paisaje, o destruirlo. El espíritu subyacente quedó perfectamente plasmado en las palabras del presidente estadounidense Lyndon B. Johnson cuando afirmó: «Es estúpido hablar de cuántos años pasaremos en las selvas de Vietnam cuando podríamos pavimentar todo el país y pintarle rayas de estacionamiento, y aun así estar en casa por Navidad». La idea de que Estados Unidos —la ciudad en la colina (una expresión bíblica utilizada por John Winthrop en 1630 para describir su nuevo país como un «faro de esperanza» para el mundo)— tiene derecho a definir el destino de toda América y a exportar esa actitud a otras tierras, especialmente a diversas partes de África y Asia, se deriva de su historia de ocupación colonial.

La Segunda Guerra Mundial devastó la mayoría de los países industriales avanzados; sin duda así ocurrió en Europa, Japón y la URSS. Estados Unidos, en cambio, no vio afectada ninguna de sus bases industriales. De hecho, en este país, la producción bélica potenció la industria nacional, y el superávit financiero estadounidense revestiría al dólar de un carácter sagrado del que carecían todas las demás monedas, incluida la libra esterlina. Fue en este contexto en el que Estados Unidos empezó a definir agresivamente la trayectoria de sus aliados en Europa y Japón, además de utilizar todos los medios necesarios para subordinar el movimiento de descolonización y demonizar a la URSS mediante el sistema de la Guerra Fría, impuesto en gran medida por los estadounidenses. Los golpes de Estado y las intervenciones militares constituyen el rasgo definitorio de la era de la Guerra Fría, desde el golpe instigado por Estados Unidos en Irán (1953) hasta la intervención militar estadounidense en Irak (1991). Durante esos cuarenta años, la fuerza de Estados Unidos se vio frenada en cierto modo por la presencia de la Unión Soviética y sus aliados, además de por el surgimiento del Tercer Mundo como actor político. Aun así, Estados Unidos actuó con absoluto desprecio al derecho internacional, y no hubo forma de limitar el poderío militar y diplomático estadounidense ni el funcionamiento de las empresas multinacionales con sede en Europa, Japón y el propio territorio de Estados Unidos.

Esta actitud típica de un padrino mafioso experimentó una progresión geométrica tras la desintegración de la URSS, cuando la élite dirigente estadounidense comprendió que ahora constituían la única superpotencia. Los hitos de esta nueva era fueron la guerra de Estados Unidos en Irak (1991) y la creación de la Organización Mundial del Comercio (1994): la primera, un puro despliegue de poderío militar estadounidense, y la segunda, una institución diseñada para atraer a los diversos países del mundo a un marco comercial que Estados Unidos confiaba en dominar. Las guerras estadounidenses contra Afganistán (2001) e Irak (2003) se produjeron sin tener en cuenta apenas la opinión mundial, y menos aún la posibilidad de evitar la guerra mediante la negociación. Estados Unidos, como el primero entre desiguales, consideraba que no tenía que rendir cuentas a nadie. Esa es la actitud característica de un padrino mafioso. Y así es como vemos a Estados Unidos en este libro.

La actitud del Padrino no es irracional. Se exhibe para proteger la propiedad, los privilegios y el poder de las élites dirigentes de Estados Unidos y sus aliados más cercanos en Europa, Japón y unos cuantos países más. Estas élites son conscientes de que sus privilegios no pueden garantizarse de forma permanente mediante la libre competencia, que es la ideología básica de su sociedad «de libre mercado». De vez en cuando surgen dos tipos de amenazas económicas: la primera es la movilización de los trabajadores y campesinos de los países productores de materias primas clave, que se niegan a aceptar la imposición de los salarios infrahumanos que posibilitan que toda la cadena productiva mantenga los costes bajos y los beneficios altos; la segunda se da cuando los países donde se producen avances tecnológicos amenazan el poder monopolístico de las empresas multinacionales europeas, japonesas y estadounidenses. Estados Unidos o bien utiliza la violencia por sí mismo o bien respalda su uso por parte de sus representantes autorizados (dictadores y jefes de policía) contra los trabajadores y campesinos que se rebelan, y contra los Gobiernos que estos podrían crear para diseñar una trayectoria distinta. Asimismo, fomenta políticas comerciales —especialmente leyes de derechos de propiedad intelectual— que impiden avanzar a los demás países en sus capacidades científicas y tecnológicas. Si se produce un movimiento en contra de sus intereses, Estados Unidos utiliza su control sobre las instituciones internacionales para sancionar a los países en cuestión o bien emplea la violencia para disciplinarlos. Esa violencia y esas leyes tienen sus raíces en la actitud del Padrino, que es otra forma de denominar al imperialismo.

Escaladas peligrosas

El hecho de que los estadounidenses hayan tenido que retirarse de Afganistán y prácticamente de Irak, así como que se hayan visto incapaces de controlar la dinámica de la situación en Libia, viene a sumarse a la práctica reversión de los golpes de Estado instigados por Estados Unidos en Chile, Honduras y Bolivia. El régimen surgido del golpe perpetrado en Chile en 1973 se está disolviendo con la redacción de una nueva constitución y la victoria electoral en 2021 de una coalición política surgida en fecha posterior al golpe. En Honduras, el golpe de 2009 se ha visto contrarrestado por la victoria en 2021 de las mismas fuerzas políticas que fueron derrocadas entonces. Y en Bolivia, la victoria electoral de las fuerzas izquierdistas en 2021 viene a revertir el golpe de 2019 contra el Gobierno de Evo Morales. Es importante dejar constancia de estos fenómenos de reversión —y hay muchos otros—, aunque no los abordaremos a fondo en este libro.

Sin embargo, la escalada más peligrosa de nuestra época no se da ni en Latinoamérica ni en el cinturón que va de Afganistán a Libia; la situación más peligrosa es la campaña de presión contra China y Rusia que está liderando Estados Unidos. La guerra de Estados Unidos contra Irak en 2003 y la crisis crediticia de 2007-2008, así como la creciente polarización de la sociedad estadounidense, han venido a debilitar la capacidad del país para actuar como lo hizo después de 1991. Esa debilidad queda patente en las retiradas militares y las reversiones de golpes de Estado ya mencionadas. Pero no debe interpretarse como la desaparición del poder estadounidense o el fin del llamado «siglo americano». Estados Unidos dispone de grandes reservas de poder —financiero, militar, diplomático, cultural— que seguirá ejerciendo durante mucho tiempo. Aun así, la relativa debilidad de Estados Unidos ha dejado espacio para el surgimiento de China como una importante potencia mundial.

Desde una perspectiva más amplia, sin embargo, no puede decirse que China haya «surgido» como potencia mundial, sino que simplemente está volviendo a la situación que prevalecía hace doscientos años. Por entonces, en 1820, la economía china era seis veces mayor que la de Gran Bretaña —un país que en aquel momento era la mayor economía de Europa y una potencia marítima e imperial dominante— y veinte veces mayor que la de Estados Unidos. La brutalidad del imperialismo europeo, en particular la agresión militar británica, destruyó la fuerza económica de China y agotó su poder en el plazo de una generación. China sufrió los rigores del conflicto desde la primera guerra del Opio de 1839 hasta que terminó su guerra civil en 1949: más de cien años de violencia y desesperación. La Revolución china se produjo al final de este ciclo de violencia. En 1949, Mao Zedong afirmaba: «El pueblo chino se ha puesto en pie». Era una declaración contra lo que los historiadores chinos califican como un «siglo de humillación». En 1978, el Gobierno chino abrió la economía, pero al mismo tiempo implementó una serie de medidas para importar lo último en ciencia y tecnología. Unas décadas más tarde, los adelantos relativos a la vida humana en el país y la adaptación y expansión del conocimiento científico y los avances tecnológicos han contribuido a mejorar la situación social de los chinos; obviamente, en China sigue habiendo problemas que requieren atención, como la corrupción y la desigualdad. Es esta China, con avances tecnológicos muy superiores a los de las empresas occidentales, la que plantea no una amenaza militar o de seguridad para Occidente, sino una amenaza a la idea de que solo Occidente puede ser líder en determinados sectores (telecomunicaciones, robótica, trenes de alta velocidad, energía libre de carbono…). China, por su parte, ha exportado sus avances a través de la denominada Iniciativa de la Franja y la Ruta, o Nueva Ruta de la Seda (NRS), que constituye un manifiesto desafío al Fondo Monetario Internacional y a sus formas de relación con el Sur Global basadas en el endeudamiento (mediante el Club de París y el Club de Londres, que ahora admiten que los países más pobres prefieren pedir préstamos a los bancos chinos antes que a ellos).

El peor ejemplo del comportamiento del Padrino es el incremento de los actos de provocación a China. Esto resulta muy peligroso. En este momento se habla constantemente de lo que se ha dado en llamar la «amenaza China». Incluso es posible leer sobre esa terrible «amenaza china» en revistas serias y habitualmente razonables. Se nos dice que Estados Unidos debe actuar con rapidez para contener y limitar esa amenaza. Pero ¿qué es exactamente la amenaza china? En Estados Unidos rara vez se plantea esta pregunta. Sí se debate en Australia, que tiene precisamente en China a su principal socio comercial. Los dirigentes derechistas australianos —que no necesitan para nada de la presión de Washington— han estado haciendo sus propias jugadas para provocar a China. En ello están estrechamente aliados con el ex primer ministro australiano Paul Keating, quien, tras analizar la «amenaza de China», llegó a la conclusión —harto realista— de que la amenaza de China no es otra que su propia existencia. Estados Unidos no va a tolerar la existencia de un Estado al que no pueda intimidar como puede intimidar a Europa; de un Estado que, por lo tanto, no siga las órdenes de Estados Unidos como lo hace Europa. China, que ha desarrollado su propia y potente economía, sigue su propio rumbo. Tal es la «amenaza china».

Lo que hace que el poder de Estados Unidos resulte ahora tan frágil no es solo su propia debilidad, sino el hecho de que el país se vea debilitado justamente en el contexto del auge de China y su alianza con Rusia. Se está produciendo una nueva y peligrosa escalada en torno a Eurasia para evitar que la influencia de China se extienda fuera de sus fronteras y para amenazar a Rusia si esta insiste en operar junto a China como un polo independiente en los asuntos internacionales. La guerra de Rusia en Ucrania es consecuencia —en parte— de esta campaña de presión. Es en este contexto en el que, en el presente volumen, decimos que hay dos modalidades de relaciones internacionales: la modalidad estadounidense, consistente en un «orden basado en reglas», lo que en la práctica implica que el mundo debe seguir las reglas impuestas por Estados Unidos; o la modalidad de la ONU, que propugna un orden internacional basado en la Carta de las Naciones Unidas de 1945. Al Padrino le gustaría que el mundo entero adoptara sus reglas, mientras que el mundo está más interesado en crear procedimientos basados en el documento que cuenta con mayor consenso de todos los tiempos: la Carta de las Naciones Unidas. Una de las constantes de este libro es nuestra insistencia en medir el comportamiento del Padrino en consonancia con el derecho internacional, que en general incorpora en mayor o menor medida la Carta de las Naciones Unidas. No somos ingenuos en lo referente a las limitaciones de la Carta o del sistema de las Naciones Unidas, pero es importante ser conscientes de que un total de 193 países han firmado dicha Carta, que constituye un tratado vinculante y la base de buena parte del derecho internacional posteriormente desarrollado.

Nuestro libro

Retirada se basa sobre todo en conversaciones que mantuvimos los dos a finales de 2021, pero también en otras que hemos ido manteniendo en los últimos años. El libro es una versión corregida de dichas conversaciones, que a su vez se inspiran en nuestras diversas investigaciones y escritos. Queremos dar las gracias a Marc Favreau, de The New Press, por haber suscitado la idea de este libro, y a nuestras diversas editoriales en todo el mundo por su publicación. Vaya también nuestro agradecimiento a Daniel Tirado, del Instituto Tricontinental de Investigación Social, por su asesoramiento técnico.

En 2012, Noam mantuvo una charla con Angela Davis —moderada por Vijay— en Boston. Era, curiosamente, la primera vez que Angela y Noam se reunían en persona. El tema de la charla era «Futuros radicales», una cuestión que todavía tiene plena vigencia al cabo de una década. Este libro vuelve a reunirnos a los tres, con el prólogo de Angela como guía introductoria a lo que en él se plantea.

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Autores: Noam Chomsky y Vijay Prashad. Traductor: Francisco J. Ramos Mena. Título: La Retirada: Irak, Libia, Afganistán y la debilidad del poder estadounidense. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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