El día que apagaron la luz, los autócratas se restregaron las manos y los oráculos salieron a profetizar sus deseos. El 20 de abril del año 20 nadie quería petróleo; un mapa mostraba petroleros anclados en el mar: no tenían puerto donde ir. Miles de fábricas en todo el planeta se habían detenido, gran parte del comercio global se había cancelado; el mundo del ocio y el entretenimiento había bajado el telón; las oficinas estaban cerradas y los vehículos y el transporte público funcionaban al mínimo; las aerolíneas se fundían; el desempleo se disparaba. Alguien dijo: “Hemos puesto a nuestra economía en un coma inducido”. Fue en medio de aquel clima atemorizante —encerrados en nuestras casas, sin vacunas y en pleno estado de excepción—, cuando un gurú del posmarxismo —el filósofo Slavoj Žižek— se regocijó por la catástrofe: “En una crisis todos somos socialistas”, puso por escrito. En su flamante libro “Humanidad ampliada”, el ensayista argentino Guillermo Oliveto relee y analiza aquella crónica en tiempo real de Žižek: “El esloveno planteó sin medias tintas que el mundo debía aprovechar la pandemia para cambiar el sistema capitalista y reemplazarlo por alguna forma de comunismo”. De las cenizas humeantes del Covid-19 podía emerger el anhelado régimen que lo sustituiría todo; la pandemia era una aurora y también un costo razonable para concretar por fin su gran utopía, y esta ilusión era compartida por la izquierda caviar y por populistas de variado pelaje. Sin embargo, apunta Oliveto que a medida que transcurrían los meses y “las evidencias contradecían sus deseos y fantasías”, Žižek comenzó a refugiarse en una nueva encrucijada: ahora vendría un capitalismo de la barbarie o “algún tipo de comunismo reinventado”. Sin citar “El opio de los intelectuales” (Raymond Aron) pero con la misma lógica, Oliveto expone su perplejidad acerca de cómo algunos de estos valiosos pensadores, con tal de “presumir la posesión de la razón y la verdad, no escatiman en medios para alcanzar sus fines”: está más que probado que la traducción de sus ideologías a la vida real suele redundar en aberrantes medidas autoritarias y en verdaderos desastres para la calidad de vida de sus habitantes. Quieren cargarse la democracia liberal para cargarse el sistema capitalista, sin medir consecuencias ni mostrar un solo modelo alternativo que haya funcionado sin persecución, censura, atraso y despotismo. El economista sueco Kjell Nordström lo dijo mejor: “Puedo entender que vean algunos problemas en la libertad. De hecho, los hay. Pero cada vez que los abrume esa idea, piensen cómo sería su vida sin ella”. Es curioso porque quienes impulsan —consciente o inconscientemente— las autocracias suelen pronunciarse al mismo tiempo por la diversidad y los derechos individuales de nueva generación, que son insumos prestados por el sistema que quieren borrar y que suelen prohibir los zares idolatrados. Oliveto muestra el desenlace de todo este delirio: “Apenas pudieron, los ciudadanos eligieron huir despavoridos de la fantasía anticapitalista y volver a las complejidades de la liberad y el capitalismo”. Lo contrario les había resultado intragable; la Humanidad luchó muchos siglos por estas conquistas —insuficientes pero relevantes— como para lanzarlas alegremente por la borda.
¿Sobrevino en la pospandemia un “capitalismo de la barbarie”, traducido en un giro drástico a la derecha? Las recientes elecciones de Brasil y Estados Unidos parecen indicar lo contrario, y los otros comicios regionales —cargados más de descontento que de ideología— van en la misma línea: hasta los nuevos “socialistas del siglo XXI” se han corrido al centro y se abrazan a una cierta disciplina fiscal. Ya nadie quiere ser Venezuela, ni destruir la moneda como la Argentina. Si el historiador Pablo Gerchunoff tiene razón (“el populismo de izquierda es el primo irresponsable de la socialdemocracia”), habrá que colegir también que el populismo de derecha es el primo violento del liberalismo. Ninguna de esas dos desmesuras ha desaparecido, pero dos años después del apocalipsis tampoco se ha esfumado la democracia occidental. Observa Andrés Malamud que hasta las estrellas emergentes de Italia y Francia han tenido que romper amarras con el pasado siniestro y jugar en el borde, pero sin caerse afuera: no son la vieja y temible ultraderecha —afirma el politólogo—, sino meramente “derechas radicales” que juegan dentro del campo democrático. “Nos pueden disgustar tremendamente, pero Meloni no reivindica a Mussolini y está enfrentada a Putin, y Marine Le Pen es feminista, ambientalista y políticamente correcta”, matiza. Su diagnóstico a contrapelo va más allá: afirma que la democracia es hoy menos frágil de lo que se piensa en nuestro barrio. El problema está en otro lado, porque la democracia es simplemente el método con que elegimos al chofer, pero el Estado es el coche. Y el Estado tiene el motor fundido, por eso fracasan todos los que intentan manejarlo.
El significante “izquierda” fue aquí apropiado apócrifamente por el kirchnerismo, que todo lo romantiza y lo mancha, y no es de extrañar entonces que la rebelión inarticulada contra su esperpéntica gestión venga —por efecto péndulo— con el perfume de la “derecha”, territorio donde ahora se presentan incluso marginales empobrecidos, olvidados y violentos: gente excluida capaz de atentar contra la otrora “reina de los excluidos”, para alarma de cualquier demócrata de bien, pero también de los guardianes del capital simbólico. En esa área creciente del antisistema trabajan algunos halcones de Juntos por el Cambio, tratando de obturar una salida que es peligrosa y aportando de última votos a un centrismo consensual. A los kirchneristas la palabra española “republicano” los molesta mucho y como el vocablo “gorila” ya resulta inexacto (el peronismo institucionalista también integra el frente opositor), han decidido adoptar el genérico “derecha” como forma de estigmatización. Siguen en esto el clásico manual de Chávez y Fidel. En verdad, para el kirchnerismo la democracia es de derecha, como un periodista militante lo admitió alguna vez en público. Aludía a la democracia republicana. Porque prefieren la hegemónica. ¿Qué más rancio y reaccionario que una hegemonía? Cualquier argentino que no sea kirchnerista, resultará entonces de “derecha”; así lo dejó por sentado la portavoz presidencial esta semana, cuando calificó de ese modo a los familiares de las víctimas fatales de Covid que colocaron piedras en homenaje a sus muertos. En España, el término “derecha” intenta ser reivindicado ahora como una forma legítima del sistema democrático, pero perteneció durante años al franquismo y sus secuelas; digamos todo: también el gran protector de Perón en el exilio se apoderó de las palabras “caudillo”, “nacional”, “patria” y “Movimiento”. ¿Les suena? Una parte de la derecha latinoamericana apoyó dictaduras militares, y ese recuerdo facilita la actual demonización, pero con picardía criolla aquí cualquiera que pretenda ahora un país normal es hijo de Videla. Nuestra clase media no actúa ni se percibe de “derecha”, más bien se ofende ante esa calificación maliciosa, resiste tenazmente un régimen feudal y apuesta a que no se derrumbe —como pronosticaban Žižek y sus primos kirchneristas— el “demoliberalismo”, tal la denominación que le daba Perón, que era cualquier cosa menos progresista. Es risible que en nombre de un admirador confeso del Duce, sus herederos corran a los “republicanos” con la vaina. La democracia liberal, aun con sus imperfecciones, es el único antídoto contra el esoterismo económico, el veneno nacionalista y las tiranías de todos los colores. La lección de Oliveto resulta por lo tanto relevante: es preciso discriminar entre apóstoles y profetas. Dice Spinoza: “Hay que dudar si los apóstoles en sus epístolas profetizan o enseñan”. Es decir, si conjeturan o simplemente militan.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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