En lo alto de Torozos, en este rincón de cuyo nombre me acuerdo a todas horas, no hay más Semana Santa que la de las procesiones de sus eternos habitantes, los que pueblan sus tierras por los siglos. Aquí, en La Mudarra, en lo profundo de Castilla, no hay largas hileras de cofrades enhebrados en el tiempo, sólo las procesiones silenciosas que emprenden los chopos en primavera. Procesión que va por dentro, porque esto es Castilla.
Y al fondo un Getsemaní de encinas. Encinas añosas que se anudan en un terruño al que bien podría haberse retirado Cristo a orar, después de la Última Cena. Encina de frutos secos, como seca es esta tierra. Árboles que son frondosos para cobijar las leves dudas de Jesús ante el tormento. Castilla es siempre eso de: “hágase tu voluntad y no la mía”. Y el Gólgota aquí comienza abajo, donde primero se le abre la boca al valle, donde encontramos a Jesús crucificado. Un palomar, antiguo y sabio, que parece estar desde el principio de todo, clavado en el tiempo y el paisaje, y a su izquierda otro palomar podrido y roto, y en su derecha un palomar arrepentido del abandono. Y a la hora de la muerte de Cristo, el próximo Viernes de la Cruz al mediodía, surgirá la precesión de El Descendimiento que la forman vencejos y golondrinas estacionales, colgados sus nidos del alero de mi casa, que bajan a Jesús del madero entre el leve aleteo de sus breves alas. Y ya el domingo, con sol nuevo de siempre, sale la hermandad de la resurrección con planta de lirios blancos que brotan como si fuesen palomas.
Ésta es la Semana Santa de mi tierra, la de La Mudarra en primavera. Mientras, más abajo, en Valladolid, las calles se hacen templo con cristos y vírgenes y toda la teología explicada en madera.
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