Christopher Nolan es de los directores más potentes en la actualidad cinematográfica. Sin discusión. Más allá de la espectacularidad de su imaginería, su pulso narrativo y el montaje que emplea para urdirlo, las fantásticas elecciones de cásting o su grandilocuencia visual, Nolan es un autor que apuesta, desde su particular horizonte cinéfilo, por generar una experiencia radical y visceral en el espectador. En este sentido es un director que persigue conmover al receptor de su obra, aturdirlo, tal vez desestabilizarlo, no tanto con la precisión de su narrativa, pero sí con la magnificencia de su puesta en escena; con un montaje apremiante y, a veces, laberíntico; o en la elaboración de unos planos arrebatadores que remiten, dependiendo de la obra a la que aludamos, a directores como Lang, Kubrick, Lean o Hitchcock.
Nolan concibe su Oppenheimer como la culminación (momentánea) de este afán cinematográfico, pero también podríamos decir que es su obra más ambiciosa, madura, apoteósica y, por qué no decirlo, compleja. A Nolan siempre se le achaca la simpleza en sus guiones; en particular, se dice (y no sin razón en algunos casos como en Dunkerque o Tenet) que se nutre de una pátina de sofisticación, servida además, por si fuese poco, a través de asesorías físicas, históricas… pero que verdaderamente la única función que cumple es la de ser precisamente eso mismo: una pátina, un ornamento, un añadido superficial a historias sencillas. Por todo ello a Nolan se le ha tachado de pretencioso, grandilocuente, pedante. Sin embargo, por lo que concierne a Oppenheimer, la cuestión es mucho más compleja. La historia es sencilla, vista desde un determinado plano: biopic (ficcionado), casi hagiográfico, martirológico, de Oppenheimer. Sencillo. Sus luces y sombras, su auge, caída y ¿redención? Perfecto.
Ahora bien, vista desde otro plano, la historia tiene otro carácter, mucho más ambicioso y bastante más interesante: un intento de penetrar y analizar la construcción paranoide de una sociedad (la americana), y de una época, en perpetua fricción con su propia conciencia delirante. Tanto el miedo (que tiene un objeto determinado: ser destruidos por los alemanes/soviéticos, dependiendo de si nos ubicamos en la parte final de la Segunda Guerra Mundial o en el inicio de la Guerra Fría) como la angustia (que carece de un objeto en concreto, tal y como ya dijo Kierkegaard), posibilitan una paranoia cada vez más expansiva que hace, por un lado, que todo el mundo, incluso los héroes más laureados como Oppenheimer, sean sospechosos de traición si no siguen las directrices preestablecidas; así como, por el otro, que la dimensión (auto)destructiva de la sociedad sea cada vez más desaforada (de ahí la necesidad de recurrir a la ciencia como avanzadilla vanguardista de la aniquilación).
Sin embargo, hay otro plano más en la historia, sumamente interesante y no menos ambicioso que los anteriores. Nolan, con las referencias iniciales a Prometeo (hay que recordar que la película se basa en la obra Prometeo americano: El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, de la misma forma que Nolan abre su obra con una referencia a Prometeo…), nos ofrece su particular lectura del mito de Esquilo, por un lado, y por el otro nos habla de la condena humana, de la espada de Damocles que genera su afán (auto)destructivo en el momento en que entra en una carrera armamentística, posición análoga de la reacción en cadena que puede dar lugar a la ignición atmosférica (es decir, reacción sin fin que conduce inevitablemente a la autoaniquilación). En primer lugar, recordemos someramente el mito de Esquilo: Prometeo fue condenado por Zeus, primeramente, por salvar a los humanos (los “efímeros”) del genocidio que planeaba Zeus, tras su establecimiento en el Olimpo como dios de los dioses. En segundo lugar, Prometeo es castigado porque roba “la flor del fuego” de Hefesto para donársela a la humanidad. Con ello, a su vez, Prometeo introduce y enseña a la humanidad, por un lado, a cultivar todas las artes, y por otra les garantiza su supervivencia a través de la irrupción de una conciencia que dejará de vegetar por la acumulación del azar y se moverá, a partir de ahora, por el ingenio. Prometeo, con todo ello, otorga al ser humano “ciegas esperanzas” con las que los seres humanos pueden aplacar y aplazar el asedio de su mortalidad.
Así pues, Prometeo desafía jerarquías, se rebela contra el autoritarismo de Zeus y da vida, posibilidades, inteligencia, ingenio a los seres humanos. Por ello es castigado a permanecer atado a una roca (lo del águila vendrá al final del mito, cuando Prometeo es castigado doblemente tras no confesarle a Zeus, por vía de Hermes, la causa de la que será su futura caída…). Pues bien, Nolan construye su Oppenheimer teniendo en mente este patrón, pero problematizándolo en todo momento: Oppenheimer es un redentor, que con su programa atómico, es capaz de desatar la energía acumulada en las entrañas del átomo, pero con ello se convierte en el “destructor de mundos” (citando el Bhagavad-Gita). Ofrenda a los humanos su libertad, ya que con ella finalizará la guerra, pero, simultáneamente, los condena a la posibilidad de aniquilarse en cualquier momento (sea a través de la confrontación sea a partir del delirio megalomaníaco del poder) y los esclaviza en la perpetua tortura de la inseguridad y paranoia.
El Prometeo de Nolan no ofrece “ciegas esperanzas”, sino la posibilidad de un suicidio masivo, colectivo, dependiendo de las ambiciones y delirios de los sujetos que tienen la responsabilidad de velar por las armas ideadas por “Oppie”. Prometeo inverso y aciago, que no salva a la humanidad del exterminio masivo, sino que genera las condiciones de posibilidad para que este se ejecute. Un Prometeo deconstruido, que en realidad es un burócrata, gestor, político disfrazado de científico, científico que juega a ser político; que sigue fielmente las órdenes que recibe (en este sentido sería interesante establecer un paralelismo con Eichmann, por ejemplo…), que no tiene ningún poder unidireccional, y que, progresivamente, se va distanciando de su saber (recordemos que el Prometeo de Esquilo jugaba a una suerte de dialéctica de velar/mostrar su saber retrospectivo y profético). Prometeo fustigado por su culpabilidad, víctima política, social y cultural del delirio paranoico que él contribuyó a forjar; atravesado por una pulsión de muerte que necesita ser expresada, aunque luego conduzca irremediablemente al arrepentimiento o a la exposición mártir de su ejecutor.
Nolan construye una poderosa imaginería sobre el instinto de muerte que desarrolló Freud (interesantes las dos referencias que se efectúan en la película acerca de Freud y el psicoanálisis) y cómo esta se hace cada vez más virulenta, a medida en que se desarrolla en la conciencia de una sociedad medrada por la desconfianza y el delirio. A partir de los experimentos y descubrimientos en Los Álamos se instaura un reloj virtual donde la humanidad cuenta secretamente las horas que restan a su posible autodestrucción, mientras continúa una carrera sin fin en la sofisticación de la ingeniería que la llevara a cabo.
Tal vez Nolan peca de sobreexplicativo, en el momento de referenciar determinados personajes que no están físicamente en escena y se los menta; posiblemente peque de maniqueísmo en algunos tramos, de saturación expositiva en otros; seguramente no estamos ante una obra maestra, pero de lo que no podemos dudar es de que nos encontramos con una propuesta veraz, arriesgada, excelente, con unas actuaciones brillantes (mención aparte Cillian Murphy, que se sale en cada uno de los planos en los que interviene), y con unos planteamientos temáticos que atraviesan radicalmente nuestro presente.
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