La primera vez que aquel reportero desconocido vino a la Argentina fue en los bulliciosos años setenta. Recuerda de ese momento “esplendoroso” los círculos de personas que debatían con ardor la política en la calle Florida, y la asombrosa cantidad de librerías, cines y teatros sembrados por toda la ciudad: Buenos Aires le pareció entonces mucho más potente culturalmente que Madrid. Ya con la mirada del héroe cansado, Arturo Pérez-Reverte advierte hoy algo que no terminamos de asumir: en nuestro país “ha habido un desmantelamiento cultural muy importante. Un verdadero destrozo de la educación y la cultura, y eso ha producido generaciones de argentinos menos cultos, en una nación donde la hostilidad, el caos y otros vicios no han sido templados con el sentido común, la prudencia, el conocimiento. Y ese retroceso ha dejado a las emociones y las agresividades sueltas, sin los mecanismos que las controlan y civilizan”. En una entrevista que concedió hace unos días al programa Reflexiones de café, el escritor y miembro de la Real Academia Española concluye: “La Argentina está siendo privada de los sistemas protectores de convivencia que la cultura hace posible; eso sí es peligroso y lleva a un lugar donde no hay vuelta atrás”.
Toda esta paradoja global tiene, en la Argentina, rasgos particulares. Aquí el peronismo de izquierda se propuso hace décadas cambiar el “modelo sarmientino” de las escuelas públicas, y cuando tuvo todo el poder institucional y monetario tristemente lo consiguió: Baradel es la imagen de ese triunfo pírrico, y de la incultura y el retroceso que denunciaba Pérez-Reverte. Luego el kirchnerismo se propuso comprar voluntades en la grey artística, y por lo tanto hizo clientelismo cultural, consistente en producir películas y series no con la intención de llegar al gran público y fomentar una industria sustentable sino en darle conchabo a todo aquel que no se manifestara crítico de sus gobiernos: para los convencidos tenía una lista blanca y para los disidentes una lista negra; para los sumisos y callados, una política integradora y para los que pegaban donde no dolía, un agradecimiento diplomático. También operó día y noche con un adoctrinamiento infame, que se pudo ver en las aulas y en los medios de comunicación del Estado. El dinero público —becas, créditos, subvenciones directas o indirectas— mantuvo el circo en funcionamiento; al cabo de todo ese costoso proceso, no quedan más que una carpa deshilachada y unos animales amaestrados y viejos. Fue una política de Estado, pero de mera cooptación, con pingües beneficios simbólicos; el clientelismo, sin embargo, no genera emprendimientos genuinos y perennes, sino esclavos de ocasión.
Milei vincula equivocadamente la cultura con la palabra “gasto”. Olvida de ese modo que solo se discute un proyecto con otro de similar envergadura, y que Alberdi, Sarmiento y Mitre eran esencialmente escritores con una enorme convicción cultural, probablemente sin la cual —dicho sea de paso— no habrían logrado articular y edificar aquella Argentina portentosa que él tanto admira. Luego en el siglo siguiente, los liberales de distinto palo y los mismos conservadores impulsaron un proyecto cultural caudaloso y ya mítico, cuyos emblemas literarios fueron Victoria y Silvina Ocampo, Borges, Bioy Casares y Mujica Láinez. Dejo fuera, por espacio, a pintores y músicos, y a los actores y realizadores cinematográficos de la “edad dorada”, sector este último que el peronismo —nobleza obliga— impulsó de manera indubitable, a pesar de las manipulaciones siniestras y macartistas de Apold. En 1955 la industria del cine, con todo, permanecía en pie. Hoy, después de veinte años de derroche vacuo, está de rodillas.
Es un contrasentido trágico emprender una batalla cultural aplicándole motosierra a la cultura. Y reducir esta discusión a una disputa de conventillo con Lali Espósito. Tanto ella como Milei se bastardean a sí mismos al hablar respectivamente de “antipatria” y “antipueblo”, y reducen a puro ruido una problemática crucial para la reconstrucción de este país postrado. Poniéndolo en términos algo maniqueos, digamos que la izquierda compró la cultura como ariete y escudo, y la derecha trató de ignorarla: juntos han logrado desmantelar esa fabulosa red de contención, civilizatoria y lúcida, que supimos tener en aquellos años de esplendor cultural y que hoy evoca con nostalgia y espanto el padre del capitán Alatriste.
*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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