«En el último año del siglo XVIII, el coronel John Herncastle se trajo como botín desde la India un muy sagrado diamante amarillo de valor incalculable. Vishnu el Preservador depositó su maldición sobre el ladrón, ordenando a tres sacerdotes que buscaran sin descanso su piedra lunar. Pero el malvado coronel se la trajo de contrabando a Inglaterra y la guardó celosamente. En su testamento, legó el diamante a su bella y joven sobrina, Miss Rachel Verinder. El galante primo de Rachel, Mister Franklin Blake, fue el encargado de entregarle la gema. Pero ¿se trataba de un regalo o de una maldición?»
Así comienza The Moonstone, la última adaptación a la pantalla de La piedra lunar, obra que está ampliamente considerada como la primera novela de detectives como tal en lengua inglesa. Escrita por el londinense William Wilkie Collins, fue publicada en libro en 1868 tras haber aparecido serializada en All the Year Round, la revista dirigida por su gran amigo Charles Dickens. Es cierto que para entonces Edgar Allan Poe ya había publicado sus Crímenes de la calle Morgue y otras historias similares, pero eran relatos cortos, no novelas de 500 páginas como esta, y que también existía Notting Hill Mystery, de Charles Felix, pero esta última no había tenido tanto predicamento. De La piedra lunar se dice que contiene de manera explícita todos los elementos que se relacionan con el formato más clásico de las historias detectivescas, como un robo en la alta sociedad, el investigador profesional que se hace cargo del caso cuando la incompetente policía del lugar falla de manera elemental, la presencia de numerosos sospechosos posibles, el hallazgo de pistas incompletas, falsas o mal interpretadas que apuntan a iniciales conclusiones erróneas luego corregidas con más pesquisas, la minuciosa reconstrucción de la línea temporal del delito, ayudada por detalles tan irrefutablemente científicos como el tiempo en que tarda en secarse una mano de pintura, o el final inesperado y perfectamente explicado. Grandes autores como TS Eliot y GK Chesterton la han alabado a nivel máximo. El primero dijo que «es la primera, más larga y mejor de las modernas novelas de detectives en un género inventado por Collins, no por Poe», y el segundo, un poco más comedido, la llamó «probablemente el mejor relato de detectives del mundo».
El principio de la trama ya viene explicado en la cita inicial, pero la llegada de la joya a Inglaterra es solo el comienzo: el día en el que se hace entrega del tesoro a Rachel con motivo de su 18º cumpleaños, este desaparece durante la fiesta de celebración, y es entonces cuando la parte detectivesca comienza. ¿Quién la ha robado? ¿Habrá sido el primo Franklin, tras haberla custodiado lealmente hasta ahora? ¿Quizá el otro primo, Godfrey Ablewhite, que corteja a la joven Rachel? ¿El señor Murthwaite, veterano aventurero y viajero frecuente a la India? ¿El fiel mayordomo de toda la vida, Gabriel Betteredge? ¿Su hija Penelope? ¿La otra sirvienta, la jorobada Rosanna Spearman, que tiene antecedentes delictivos? ¿Otra prima más, la cotilla y beatona Drusilla Clack? ¿El doctor Candy y/o su asistente Ezra Jennings, adicto al opio? ¿O quizá tres malabaristas indios disfrazados de brahmins que han aparecido por allí para amenizar el festejo sin que se sepa muy bien por qué? ¿Acaso la misma madre de Rachel, o, por qué no, incluso la propia heredera, asustadas ambas por la historia de maldiciones asociadas al pedrusco? Sea como sea, el caso tardará más de un año en resolverse, y durante la investigación habrá un suicidio, un asesinato y una muerte por enfermedad. También habrá peticiones de mano, planes de boda, amores no correspondidos, ricos hechos pobres, pobres hechos ricos, e importantes documentos notariales que alteran testamentos y divisiones patrimoniales de manera significativa. Y es que las motivaciones económicas, como se ve en casi todas las obras de Dickens, eran a menudo más importantes que las relaciones personales a la hora de tomar decisiones.
La novela está escrita de forma epistolar, lo cual significa que la acción se nos presenta a través de las cartas y declaraciones escritas por varios de los personajes involucrados en la historia. En concreto son cuatro: el mayordomo Betteredge, la prima Drusilla, el abogado de la familia Matthew Bruff, y Ezra, el asistente del doctor. Aparte de ellos en plan narrativo, también aparecen notas manuscritas por otros personajes, hasta el epílogo final. Esta estructura fue uno de los primeros escollos para la adaptación televisiva, que se sorteó convirtiendo en diálogo toda la narración posible, y haciendo que cada uno de los cuatro primeros episodios de la miniserie siguiera de manera especial a uno de los protagonistas, antes de resolverlo todo en el quinto y último. Además, también se juega mucho más con los saltos temporales y con el orden en el que se conocen los datos de la historia.
En la vida real Collins nunca se casó y dividió su tiempo entre dos mujeres, Caroline Graves y Martha Rudd. La primera, con una hija anterior de otro hombre, lo abandonó durante la redacción de La piedra lunar, momento en el que además Collins sufría de ataques agudos de gota que intentaba paliar con láudano, lo cual le ocasionó una seria adicción a dicha sustancia. En la obra, uno de los momentos centrales tiene que ver precisamente con los efectos de esta droga, que aunque en la ficción parezcan poco plausibles, él conocía bien por experiencia propia (de tanto usarlo, y de tanto sufrir alucinaciones por su causa, llegó a creer que tenía un doble que lo acompañaba y al que llamaba «Ghost Wilkie»). Caroline se casó con otro hombre, lo dejó a este también dos años después y volvió con Collins, que mientras tanto había conocido a Martha (él tenía 44 años, ella 19), y ya había tenido una hija con ella. Durante los últimos 20 años de su vida, Collins compartió su vida con ambas, y tuvo dos hijos más con Martha, con la que usaba el alias de William Dawson. A pesar de eso, es Caroline quien está enterrada junto a él en Kensal Green. Tras tener gran éxito con «sensation novels» donde el centro eran los delitos y sus resoluciones, su carrera decayó cuando decidió meter más comentario social que sucesos sensacionales en sus obras siguientes. También la muerte de Dickens en 1870, su maestro, valedor y colaborador, a quien «veía un día de cada dos», fue un duro golpe para él.
Uno de los aspectos que los críticos subrayan sobre la obra de Collins es su perceptivo tratamiento de la mujer, sobre todo la de clase trabajadora, y las penalidades que sufría. Además, también dio cabida en sus novelas a personajes con discapacidades o procedentes de familias rotas. En esta adaptación de la BBC, la cuarta para televisión en poco más de medio siglo, todas las principales encargadas del proyecto son mujeres: la directora, la productora y las dos guionistas. Resultaría injusto decir que «eso se nota» en la gran sensibilidad con que están tratados los papeles femeninos en esta serie, pero las propias guionistas sí que han hablado de este hecho como conducente a un «espíritu de camaradería y de auténtica colaboración». Y así, seguramente la parte más emotiva sea la del episodio 4 en la que conocemos la trágica historia de la criada Rosanna. Cada episodio, de 45 minutos, acaba con un «cliffhanger» de los que dejan al espectador con ganas de más (Collins y Dickens eran maestros en esto hace dos siglos), y todo el asunto se resuelve en menos de cuatro horas. Además, en cuanto a los actores, desde hace tiempo se viene intentando dar mayor cabida a intérpretes de otras razas incluso al adaptar clásicos literarios de toda la vida, y después de ver a una reina de Francia interpretada por una actriz mulata en los últimos Shakespeares hechos por la propia BBC, aquí el muy yorkshiriano mayordomo, probablemente descendiente de vikingos y celtas, aparece convertido en un negro de las Indias Occidentales, con acento caribeño y todo, y su hija es mulata también. Es una pena que dada la temática no haya cabida, seguramente por presupuesto, para más ambiente indio en el resto de la adaptación.
La serie forma parte de una iniciativa llamada «Love To Read Season» con la que la BBC, que ya apoya como nadie a la literatura desde siempre, redobla estos esfuerzos aún más. Sin embargo, lo peculiar de este proyecto en concreto es que está hecho sin actores famosos (la pareja principal son incluso debutantes como protagonistas en televisión), y con un horario de emisión francamente excéntrico, incluso para ser británica: de lunes a viernes a las dos y cuarto de la tarde, que allí es un rato largo después de comer, cuando los chavales aún no han salido del colegio, sus padres están preparándose para ir a recogerlos y mucha gente está trabajando. Quizá la falta de nombres conocidos (aunque el diseño de producción es tan bueno como se acostumbra) obligó a apartarla del prime time, pero esto seguro que ha perjudicado sus datos de audiencia, sobre todo teniendo en cuenta que además el visionado por internet en la página oficial de la cadena está siempre limitado a solo un mes a partir de la emisión original. De todas formas, los canales ingleses tienen la costumbre de publicar sus series en DVD a partir del día siguiente de acabarse su pase televisivo, y ya está disponible si te la has perdido.
En definitiva, The Moonstone es una historia a ratos muy decimonónica, con detalles como el de una heredera siendo cortejada no ya por uno, sino hasta por dos primos carnales en medio de la aprobación general, o el eterno miedo al escarnio público, justificado cuando un escándalo a destiempo, real o no, puede costarte la ruina en una ciudad despiadada con los carentes de pecunio. Pero mi favorito es el detalle del «washing-book» que pide el sargento Cuff al inicio de su investigación: pues sí, es un libro en el que se apuntan las prendas que se lavan cada jornada, para tener el inventario al día, evitar hurtos y satisfacer las tendencias más obsesivo-compulsivas del momento. ¿Se puede concebir algo más deliciosa y a la vez más inquietantemente victoriano? Además, para el que crea que hoy en día estamos vigilados hasta en lo más mínimo por nuestra asfixiante sociedad de la información, también veremos en esta historia pistas decisivas aportadas por un recibo de sastrería, o por un registro notarial que informa puntillosa y fehacientemente de quién solicitó leer, y cuándo, la copia archivada de un testamento. La pluma, una vez más, puede más que la espada.
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