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La perfección del autor - Beatriz Eduarte - Zenda
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La perfección del autor

En el Hollywood de 1942 dos guionistas, hermanos gemelos de poco pelo, nariz larga y perfil simétrico, llevan las mangas remangadas y las camisas abiertas a la altura del pecho. Han acabado con la última cajetilla de tabaco y el despacho, sin ventilar, nubla su inspiración y más aún su productividad. Se llaman Philip y...

En la Roma de 1511 un hombre con el pelo revuelto, barba larga, expresión cansada y una mirada que parece contemplar el mundo más allá de lo físico y terrenal, conoce como la palma de su mano el techo que no ha dejado de contemplar en los últimos seis años, desde que el papa Julio II le propuso pintar la bóveda más grande de Italia. Inquieto, se pasea por la enorme Capilla Sixtina. Una duda no le ha dejado dormir en las últimas semanas, de ahí las ojeras y los hombros ligeramente caídos, como si el peso de la responsabilidad se hubiera materializado y lo hubiera estado soportando, cual pesas, durante años. Alza los ojos y la imagen de Dios Creador frente a Adán se abre ante él. La mano casi extendida del demiurgo, así como la de su obra hecha carne y llamada “hombre”, apenas se tocan. La del creador se ve recta, segura, decidida, pues es consciente de lo que ha creado. En cambio la del hombre, inclinada hacia abajo con el dedo índice apuntando en la misma dirección, muestra lo contrario: desgana, duda. Como si reflejase, de algún modo, la indecisión que parece mostrar el artista de semejante pintura: Miguel Ángel. Se pregunta qué hacer con el dedo de Adán, si ha de elevarlo para que toque el de Dios o dejarlo así. Las dudas del artista parece que sean las de Adán, porque pintor y personaje son un igual. Humanos. Imperfectos. Indecisos. «¿Sería más perfecta la obra si ambos dedos se rozasen?», se pregunta Miguel Ángel. Pero finalmente, y así ha llegado a nuestros días, los dedos no llegan a tocarse porque el artista decidió dejar un poco de aire, un espacio vacío, entre el creador y la obra, como si con ese gesto no sólo quisiera mostrar el libre albedrío sino, principalmente, permitir que sea el espectador quien lo interprete bajo su punto de vista; que sea él quien decida si el dedo ha de elevarse unos centímetros o no.

"El guión no está terminado y cada escena que escriben, revisan, corrigen y reescriben comienza a rodarse a los pocos días"

En el Hollywood de 1942 dos guionistas, hermanos gemelos de poco pelo, nariz larga y perfil simétrico, llevan las mangas remangadas y las camisas abiertas a la altura del pecho. Han acabado con la última cajetilla de tabaco y el despacho, sin ventilar, nubla su inspiración y más aún su productividad. Se llaman Philip y Julius G. Epstein y trabajan para el director de cine Michael Curtiz en una película que se está rodando sobre la marcha. El guión no está terminado y cada escena que escriben, revisan, corrigen y reescriben comienza a rodarse a los pocos días. Nunca antes habían trabajado bajo semejante presión, y las dudas, la indecisión, la incertidumbre sobre cómo ha de terminar la película tampoco les ayuda a conciliar el sueño. No saben qué hacer con los protagonistas de su historia: el dueño del bar más famoso de Casablanca, llamado Rick, y el amor de su vida, la mujer que le abandonó en París. «¿Qué hacemos con ellos?», le pregunta Philip a Julius. «No lo sé», le responde el otro rascándose la coronilla. «¿Crees que la historia sería perfecta si acabaran juntos?», vuelve a preguntar Philip, y Julius se encoge de hombros. Ambos son conscientes de que si deciden que sus protagonistas acaben juntos contarán una historia como todas las demás, pero si optan por lo contrario… La esperanza de que Ilsa y Rick se reencuentren, pasados muchos años, en el hotel parisino donde se hospedaron por última vez con los rostros surcados en arrugas y el corazón ardiente de deseo, de amor y de recuerdo, dependerá sólo y exclusivamente del espectador. Por todos es sabido que Rick e Ilsa toman finalmente caminos separados, pero es el espectador quien decide si esa historia tiene un final abierto o cerrado.

"A lo mejor se pregunta si la historia enganchará al lector, si esta novela es superior a todas las anteriores que ha escrito"

En la Algeciras de 2021 un reportero y escritor veterano de buena planta, barba bien recortada y cuidada, facciones marcadas —pómulos, barbilla— y mandíbula cuadrada teclea las últimas palabras de la novela que ha tardado cuarenta años en escribir. Duda sobre las últimas frases, sobre el punto y final, sobre si la historia está realmente acabada o si le falta algo más. A lo mejor se pregunta si la historia enganchará al lector, si esta novela es superior a todas las anteriores que ha escrito o si una obra puede llegar a ser perfecta por muchos años y bagaje que lleve uno a las espaldas. El escritor se llama Arturo Pérez-Reverte y la novela en cuestión es El Italiano. Y es que por muchas dudas que tenga el artífice de una obra mientras la crea o está a punto de acabarla, lo cierto es que la perfección de la misma siempre dependerá de la interpretación que le dé el espectador.

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Beatriz Eduarte

En la carretera. Saltimbanqui de generación en generación. Alguien dijo una vez que Zenda no era un sueño sino una realidad. Hojas en blanco y mucha tinta. @BeatrizEduarte

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