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La perfección de mi arte, de James Joyce - Zenda
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La perfección de mi arte, de James Joyce

La correspondencia de James Joyce es, de por sí, una obra de arte que nos permite conocer no sólo sus desvelos como escritor, sino también sus aspiraciones como persona. Sus celos incontrolables, su apego a la familia y su perpetua angustia conviven en estas cartas escogidas por su editor y biógrafo Ricard Ellmann con sus...

La correspondencia de James Joyce es, de por sí, una obra de arte que nos permite conocer no sólo sus desvelos como escritor, sino también sus aspiraciones como persona. Sus celos incontrolables, su apego a la familia y su perpetua angustia conviven en estas cartas escogidas por su editor y biógrafo Ricard Ellmann con sus tejemanejes editoriales y sus opiniones literarias.

En Zenda reproducimos parte de la Introducción escrita por el compilador de las cartas, Richard Ellmann, a La perfección de mi arte, de James Joyce (Navona).

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INTRODUCCIÓN

La escritura epistolar impone sus pequeñas ceremonias incluso a quienes desprecian ese medio de expresión. Un auditorio compuesto de una sola persona exige también la confrontación y hasta un mensaje superficial revela algo de la sinceridad, modestia o amor propio con que su autor se asigna una posición en el mundo. Alguna indicación sobre su apreciación del mundo ha de aparecer por fuerza en el modo como afirme o suplique una vinculación con su corresponsal, el grado de familiaridad que dé por sentada, de acción o aprobación que solicite, la presteza o tenacidad con que se enfrente a él. Puede que se presente bajo diferentes disfraces: máquina, tejón, ciervo, araña, ave. Sea cual fuere su actitud, si se trata de un escritor profesional, nunca descuidará del todo su utilización de las palabras; una vez esclavizado por el lenguaje, no hay quien deje de estarlo.

Joyce no consideraba la carta o su desvergonzada hermana, la tarjeta postal, una forma literaria de importancia, pero casi todos los días agobiaba a los carteros en diferentes partes de su hemisferio con su asidua correspondencia. La distancia respecto de los destinatarios lo hacía sentirse cómodo y escribía cartas no demasiado largas y sin divagaciones. Sus cartas adoptan una posición que al principio puede parecer la opuesta de la de sus libros. Sus obras de creación son ocurrentes, líricas, audaces. De vez en cuando aparecen en su correspondencia esas cualidades, pero el tono que predomina en ella es irónico, conciso, apremiante. «Me encuentro en dificultades dobles: mentales y materiales», escribe, y en otra carta dice: «Mi barca espiritual ha embarrancado ». En las dos el alcance y la rotundidad de la afirmación son tales, que paradójicamente dan a entender que tal vez no esté todo perdido. A veces resume su condición de modo más epigramático: «Tengo la boca llena de muelas cariadas y el alma de ambiciones desmoronadas». Y otras veces se ablanda un poco y bromea: «¡En fin! (como dice el Sr. Pater admirablemente), esta Navidad he llegado al punto desde el que no puedo caer más abajo». Le gusta reducir su vida a un panorama de absurda confusión. Como escribe más adelante a propósito de Shem: «O! the lowness of him was beneath all up to that sunk to!». En una de las primeras cartas escribió que no podía entrar en la sociedad salvo como vagabundo y tal vez sintiera siempre placer en secreto de no ser un probo súbdito británico.

La sensación de contradicción entre sus obras y sus cartas es ilusoria. La actitud de resignación no está tan alejada de la confianza en sí mismo como parece a primera vista. En realidad, presenta un tono perentorio. Por debajo de los temas que son predilectos de Joyce desde el comienzo hasta el fin —la exposición detallada de su penuria, su debilidad física o su desaliento— siempre hay la convicción, que raras veces expresa porque la profesa con absoluta firmeza, de que sus necesidades son insignificantes en comparación con sus méritos. En sus cartas aparecen simultáneamente súplicas y reprimendas. Dice a su hermano: «No tardes tanto en hacer lo que te pido, pues estoy desperdiciando mucha tinta». Pide mecenazgo y no caridad. La convicción de Joyce sobre su propio mérito se justificó en su momento; ahora bien, estaba imbuido de ella mucho antes de que hubiera publicaciones o manuscritos para confirmarla. Podemos decir que la confianza en su capacidad precedió a la manifestación de ésta.

A causa de esa confianza, no soporta con facilidad a quienes no rinden homenaje a su talento y no es raro que lo veamos pasar de repente de la súplica a la renuncia. Siempre está a punto de desdeñar la ayuda que pide. Esa disposición para «dar de lado al mundo» es característica de él. Es como Stephen en Retrato del artista de joven, que contesta a las preguntas prácticas de su novia sobre su futuro haciendo «un gesto repentino de naturaleza revolucionaria», rechazo evidente de todo lo que constituye su vida en ese momento. Joyce era muy dado a esa clase de gestos, como cuando fue a París en 1902 y de nuevo en 1903, cuando se fugó con Nora Barnacle en 1904, cuando se trasladó de Trieste a Roma en 1906 y de Roma a Trieste en 1907. Un talante de esa clase lo movió a escribir a su hermano desde Trieste, a la edad de veintitrés años: «Si llego a convencerme de que este tipo de vida es suicida para mi alma, apartaré todas las cosas y las personas que se interpongan en mi camino, como ya he hecho antes de ahora». En una carta a su tía Josephine Murray amenazaba con abandonar a su nueva familia, como había hecho con la antigua: «Supongo que ahora desaprobarás mi insensibilidad, que probablemente sea sólo un calificativo injusto para cierta perspicacia del temperamento o de la inteligencia». Más adelante, irritado y dolido por que Finnegans Wake no gustara a sus amigos, dijo que dejaría a James Stephens acabar la redacción del libro. Muchas de esas intenciones no las cumplió; Joyce no abandonó a su esposa y, si bien Stephens estaba más o menos dispuesto a acabar el libro, al final y misteriosamente, no recurrió a él. Retrospectivamente, resulta claro que el motivo secreto de Joyce al lanzar la mayoría de esas amenazas, aunque no todas, era provocar como contrapunto el estímulo que justificaría su incumplimiento, pero la tendencia a renunciar siempre estaba presente en su cabeza como posibilidad firme y sin duda le dio fuerzas para rechazar soluciones fáciles de los problemas tanto artísticos como personales, con lo que hizo posible que llegara a sus complejas y admirables soluciones. Como dijo él mismo de su obra literaria, quería tener la sensación de haber superado dificultades.

Aunque sus gestos de renuncia y sus amenazas podrían indicar que Joyce era, como él mismo llamó a Ibsen, un «egoarca», hay que encontrar un modo de armonizarlos con sus otras cualidades. Joyce era sociable, buen hijo, buen hermano, complaciente con su esposa, buen padre, en grados diferentes, y se rodeaba de parientes y amigos. Sus cartas a su hijo Giorgio y a su hija Lucia demuestran su talento para descubrir, cuando éstos estaban deprimidos, desdichas equivalentes a las suyas, con las que se proponía animarlos. Parece que necesitaba volver de períodos de aislamiento y sentir que algunas personas estaban en relación estrecha con él. Esos apretones de manos (Joyce acaba la mayoría de sus cartas en italiano con «una stretta di mano») afectan a su obra también y mitigan sus aspectos más extremosos y brutales. En consecuencia, Stephen se burla de su propio gesto de renuncia comparándolo con «un tipo que arroja un puñado de guisantes al aire», igual que Lynch se burla de la flaubertiana concepción del artista que tiene Stephen, como un dios cortándose las uñas, al sugerir que también éstas pueden «pulirse hasta desaparecer». Esa impugnación cómica no refuta la retórica, pero la aligera, y produce un acercamiento que él desdeñaba de modo ostensible. Las bromas del rebelde, muchas de ellas referidas a sí mismo, le permiten volver a entrar en la familia humana.

La renuencia de Joyce durante toda su vida a comentar su obra en público atribuye valor extraordinario a estas cartas como evocaciones de su panorama mental. Sin embargo, sólo ofrecen fragmentos de autoanálisis y hemos de ser nosotros quienes los relacionemos. Algunas expresiones aparecen con la suficiente frecuencia para que les prestemos una atención especial. De entre ellas, la palabra «artista» destaca como punto de partida. La idea que Joyce tenía de sí mismo en cuanto artista se originó en época muy temprana de su vida; si podemos decir que Retrato del artista de joven suplica algo, es la continuidad del temperamento artístico casi desde la infancia. Al parecer, formuló por primera vez esa vocación poco después de pasar de la infancia a la adolescencia. De hecho, entre las palabras «artista» y «pubertad» había una relación a la que en varias ocasiones alude en estas cartas. Ya a los catorce años, según dijo, Joyce empezó a ir a los burdeles, al principio con un intenso sentido de culpa. La Iglesia lo instaba a dominar esos impulsos, pero le resultaba imposible y, en el fondo, no estaba dispuesto a hacerlo. En la confesión podía encontrar consuelo y perdón, pero no aprobación. No estaba dispuesto a abandonar ni el idealismo espiritual que lo había sostenido de niño ni el impulso erótico que agitaba su adolescencia. Si la disolución era parte de su carácter, y a veces dijo que lo era, entonces debía de estar justificada. La palabra «artista», ante la que a finales del siglo XIX se había sentido reverencia seglar, ofrecía una profesión que iba a proteger toda su alma y no sólo su aspecto idealista y podía conferirle aún santidad profana. En su opinión, denotaba algo sólido, unitario y radiante, que combinaba en una pureza nueva la carne descarriada y la naturaleza moral.

A comienzos de su juventud Joyce empezó a concebir una estética a partir de la relación entre el arte y el yo espiritual, como atestiguan estas cartas; esa estética iba a justificarlo al reconocer la primacía del poeta sobre el sacerdote mediante un sistema rival de la teología. Iba a mostrar al artista dedicado a integrar la experiencia humana en un nivel más elevado que el del sacerdote y sin autoridad externa o sobrenatural que le facilitara la tarea. Esa definición consciente de los principios de su arte queda completada con la reiterada insistencia de Joyce en estas cartas en el sentido de que su comportamiento ha estado justificado y es incluso digno de elogio. Dice a su hermano que «no entré [en la lucha contra las convenciones] tanto para protestar contra ellas cuanto con la intención de vivir de acuerdo con mi naturaleza moral». Reconoció desdeñoso: «En Irlanda hay personas que calificarían de solapada mi naturaleza moral, personas que piensan que el único deber del hombre consiste en pagar sus deudas». No es menos, sino más moral, que otras personas. Un año antes había escrito a Nora Barnacle: «Hace seis años dejé la Iglesia católica, con el odio más ferviente. Me resultaba imposible permanecer en ella con los impulsos de mi naturaleza. […] Me convertí en un mendigo pero conservé el orgullo». Para él las palabras «naturaleza », «naturaleza moral» y «orgullo» representan aspectos de la substancia única, el alma del artista.

Aunque Joyce no se molesta en mencionar con frecuencia su naturaleza moral, tras muchas de sus cartas se encuentra su conciencia de ella. Le permite afirmar en carta a Grant Richards que Dublineses es «un capítulo de la historia moral de [su] país». Sirve de fundamento para su crítica de otros escritores, como Thomas Hardy. En diciembre de 1906 escribe a su hermano para quejarse de un libro de relatos de Hardy titulado Las pequeñas ironías de la vida y dice:

Uno de los relatos trata de un abogado que se encuentra de viaje por razones profesionales y seduce a una criada; después recibe de ella cartas tan hermosas, que decide casarse con ella. Las cartas están escritas por la señora de la criada, que está enamorada del abogado. Después de la boda (la señora acompaña a la criada hasta Londres), el marido dice con afecto: «Ahora, querida J. K.-S., etcétera, ¿quieres hacerme el favor de escribir una notita a mi querida hermana A. B X., etcétera, y enviarle un trozo del pastel de boda? Una de esas cartitas tan monas que sabes escribir, amor mío». Sale la esposa criada. Va a sentarse a alguna mesa y, supongo, escribe algo así: «Querida señora X: Le adjunto un trozo del pastel de boda». Entra el marido: abogado, jovial y jovial dice: «Bueno, amor mío, ¿qué has escrito?», y entonces se descubre el pastel. La esposa criada se suena la nariz con la carta y el abogado se encara con la señora. Ésta confiesa. Entonces, durante una página más o menos, hablan con lenguaje trivial (a diferencia de la criada). Ella llora, pero él se mantiene inflexible. Me pregunto si esto es lo máximo que T. H. puede acercarse a la vida. ¡Ay! ¡Pobres novatos! ¡Pobre Corley, pobre Ignatius Gallaher!… ¡Lo malo de esos escritores ingleses es que siempre se andan con rodeos!

Al condenar a Hardy, Joyce atacaba no sólo un tipo de narrativa, sino también una forma de ver o de no ver. Le parecía que Hardy carecía de la naturalidad que él se había enseñado a sí mismo al no aceptar nada por el hecho de que se hubiese aceptado antes. Por esa razón, la caracterización en los relatos de Hardy era falsa, se basaba en ideas de clase convencionales. Joyce, que vivía con una mujer que en tiempos había estado sirviendo, estaba especialmente calificado para advertir la inverosimilitud en ese caso. También rechazó el lenguaje por considerarlo «trivial». Para Joyce, a Hardy le había faltado valor para romper con lo establecido y por esa razón ya estaba anticuado, pues el fallo moral engendraba un fallo literario.

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Autor: James Joyce. Título: La perfección de mi arte. Cartas escogidas. Traducción: Carlos Manzano. Editorial: Navona. Venta: Todostuslibros.

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