Arthur C. Clarke solía recomendar que los políticos leyeran menos novelas policiales y más relatos de ciencia ficción. Ese género, que de vez en cuando araña el arte, no sólo provee anticipos tecnológicos y ocurrencias sobre el futuro, sino metáforas iluminadoras acerca del pasado, ideas filosóficas para el presente, apasionantes pensamientos laterales y curiosas revelaciones del inconsciente colectivo. David Cronenberg, director de culto, deambuló con gran interés por esos territorios en la primera fase de su carrera cinematográfica; fue precisamente entonces cuando decidió filmar la historia de un científico que creaba dos cabinas de teletransportación: un objeto se introducía en una de ellas, se descomponía partícula a partícula y “viajaba” hacia la otra, donde se lo reconstruía por completo. Después de varios intentos fallidos y algunos avances alentadores, el sujeto resolvía probar la máquina en sí mismo, sin advertir que se había colado una mosca en la cabina transportadora. El proceso total resultaba exitoso, y el científico emergía eufórico y comenzaba a desplegar una potencia física y sexual impresionantes; con el correr del tiempo, sentía además voracidad por el azúcar, habilidades extremas, agresividad creciente e irritante omnipotencia, y detectaba unos extraños vellos duros que irrumpían progresivamente en su espalda. La metamorfosis seguía por derroteros más inquietantes y truculentos, porque en determinado punto se le comenzaban a caer las uñas y se le iban desmoronando y diluyendo distintas partes del cuerpo. Es antológica la escena en la que, preocupado por estos cambios, interroga a su computadora y descubre la presencia de la mosca, y cuando el ordenador le explica que se llevó a cabo una fusión. Con una última esperanza, el científico quiere saber entonces si él ha asimilado a la mosca: “Negativo —le contesta por escrito la computadora—. La fusión es a nivel genético-molecular”. Eso solo significa que el hombre y el insecto —de tamaños tan desproporcionados— son sin embargo una sola cosa, ya indivisible, y que el destino trágico está sellado.
La parábola de Cronenberg contiene muchos significados —algunos obvios, otros no tanto—, pero si siguiéramos la sugerencia de Clarke tal vez podríamos explicar con ella y en concreto, aquí y ahora, la facilidad histórica que manifiesta el vasto Movimiento Justicialista para fusionarse con pequeñas minorías ideológicas y luego las dificultades que se le presentan para escindirse de ellas cuando se han vuelto inconvenientes. Que el partido de Álvaro Alsogaray —casi un club de fans— haya accedido en su momento a la gran sala de comando es casi tan milagroso y accidental como que la sectaria “cultura Página/12” haya conseguido liderar y moldear al justicialismo e incluso instalarse como política oficial de Estado. El neoliberalismo de Menem fue barrido por el crac de 2001 y por el posterior “nacionalismo pop” de los Kirchner, que habían sido militantes ardorosos de aquel proyecto privatizador antes de operar un giro oportunista de 180 grados. Y que ahora enfrentan una crisis económica y social de similares dimensiones, aunque de una manera ralentizada y mucho menos ruidosa y violenta: los destituyentes están adentro e impiden convulsiones en las calles. Acaso la gran diferencia consiste en que la luz menemista irradió durante sólo diez años y que la Pasionaria del Calafate, con su hegemonía interna casi absoluta, lo dobló en tiempo y en intensidad. Vale preguntarse entonces si esta última experiencia no alcanzó una irreversible “fusión a nivel genético-molecular” dentro del Movimiento. Los “socialistas del siglo XXI” y sus simpatizantes dirán, por supuesto, que el “verdadero peronismo” se parece a ellos y no al que diseñó Carlos Menem, pero los “noventistas” tienen argumentos pragmáticos (el General cambió de piel cada vez que el mundo lo requería) y hasta “doctrinarios” —el Perón liberal— para refutar esas acusaciones. No se trata de una discusión bizantina sobre la ideología de un movimiento camaleónico que notoriamente carece de ella, sino de un asunto más candente: el kirchnerismo, con su prolongado poder institucional, ¿modificó para siempre el genoma peronista? ¿Está a tiempo el peronismo troncal de meterse en la cabina transportadora y convertirse en una criatura nueva? Esta es la pregunta no formulada, pero que flota entre quienes perciben desde la mismísima nave el desmoronamiento del gobierno kirchnerista, su creciente descrédito y su posible decadencia electoral. Es un asunto de vida o muerte para la mayor de todas las corporaciones, puesto que sin el alumbramiento de lo nuevo estará a merced de lo viejo y decrépito.
Bajo esta óptica pueden observase ciertos espasmos de última hora. Para empezar, la fractura del bloque oficialista y la pérdida del control del Senado, que rápida y rencorosamente Cristina Kirchner intentó endosarle a su socio Alberto Fernández, de quien todos se apartan como de aquel híbrido monstruoso de La mosca. Pero que, a decir verdad, significa una rebelión contra el liderazgo de la dama de hierro y nada menos que dentro de su mismísima área de impunidad y castigo. Ese grave quiebre, y el desdoblamiento de las principales elecciones en doce provincias, muestran también qué piensan los caciques de tierra adentro: el Presidente de la Nación y su vice son un quemo y urge poner distancia; el concepto “sin grieta” que empiezan a utilizar de manera tácita o expresa en algunos de esos lares, trabaja la idea de barajar y dar de nuevo, y comenzar a construir la era del poskirchnerismo. Luego habrá que analizar en ese mismo sentido la desafiante alianza del Movimiento Evita y Barrios de Pie para presentar una fuerza unificada y asaltar con votos la Bastilla de La Matanza, en manos por ahora de un delegado feudal y obediente de la arquitecta egipcia. Hasta la sugestiva advertencia de Estela de Carlotto, que hizo recular a La Cámpora para que se abstuviera de meter el reclamo por la falsa “proscripción” en la ceremonia por los derechos humanos del 24 de marzo, parece aludir al ocaso de ese verticalismo militante y de esa penosa obediencia debida.
El filme de Cronenberg también permite interpretar otras facetas de la política. Con manos libres por el reciente trauma de aquel estallido, con el doloroso ajuste ya realizado por los duhaldistas y con viento de cola, la dinastía Kirchner emergió de la cabina llena de euforia, omnipotencia y agresividad. En aquel paroxismo de la nueva “plata dulce”, numerosos segmentos de la sociedad cayeron subyugados por esa potencia y consagraron, por acción u omisión, una falsa prosperidad basada en inconsistencias económicas, subsidios demagógicos e insustentables, clientelismo social y cultural, y negocios turbios, y también una feroz estrategia de divisionismo, que hoy parece un camino de ida. Luego estos errores y fraudes comenzaron a pasar factura, y el kirchnerismo se fue degradando por etapas, aunque sin perder centralidad. Por el camino tuvo tiempo para inocular o maximizar en el ADN argento una serie de regresiones: el facilismo, la irresponsabilidad, el resentimiento, el desdén por el progreso y por la cultura del trabajo, el amor por el lumpen, el estatismo más cerril e inepto, la contabilidad creativa, el camelo como metodología, el menosprecio por los números y por los hechos, la relativización moral. Vale también aquí preguntarse cuánto calaron esas aberraciones, y de qué magnitud es, por lo tanto, la mutación genética operada en un pueblo sometido desde arriba a una praxis institucionalizada y a un proselitismo constante. Esta duda no solo compete a los compañeros peronistas, que están estudiando las cabinas transportadoras, sino muy especialmente a los referentes de la oposición, puesto que su triunfo dependerá de cuán perspicaces sean para leer el moderno paisaje devastado, y qué táctica y narrativa elegirán para gobernar sobre sus secuelas humeantes pero enquistadas. Será, si ganan, una película de ciencia ficción, pero en la variante del thriller que puso de moda Ridley Scott: desembarcan en un planeta misterioso y acechan los más letales peligros.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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