Aquel gallardo gobernador fue capturado por civiles y ya estaba herido, desnudo y atado en la misma plaza de San Juan donde improvisaban un patíbulo, cuando permitieron perversamente que la turba lo golpeara con deleite, lo escupiera con odio y lo vejara de mil formas. Un amigo personal del hombre surgió entonces de la multitud que lo estaba linchando y, para abreviarle el sufrimiento y evitarle una muerte más afrentosa, lo atravesó con su espada. Fue así como finalmente expiró Francisco María Solano Ortiz de Rozas, capitán general de Andalucía, gobernador político y militar de Cádiz y mentor del joven capitán José de San Martín. Aquel magnicidio sucedió durante la ocupación napoleónica de España, cuando muchos admiradores de las luces, la modernidad y el progreso —esencialmente de la Revolución Francesa—, debieron enfrentarse a una encrucijada dramática: plegarse al invasor y afrancesarse, puesto que coincidían con su ideología de fondo, o resistir a Bonaparte y ser funcionales así al poder local, que defendía aquel oscurantismo de sacristía que tanto detestaban. Solano había conocido a San Martín en la guerra del Rosellón y habían combatido juntos la devastadora epidemia de la fiebre amarilla. Ya asentado en su cargo de gobernador de Cádiz, convirtió al oficial de Yapeyú en su mano derecha y lo conectó con el arte, la política y la masonería. Ninguno de los dos conspiraba abiertamente contra España, pero los más rancios sectores de la ciudad sospechaban que lo hacían en secreto, o que estaban al borde de la traición, y actuaron en consecuencia. Luego de acabar con la vida del gobernador fueron a buscar a su discípulo y lo persiguieron por las calles para ultimarlo; llegaron a dispararle con un trabuco, pero San Martín se ocultó en los umbrales de una iglesia y allí lo salvó y le dio refugio un fraile. El gran capitán recordaría para siempre aquella jornada infame y sólo se sentiría liberado de cualquier sombra de sospecha después de su heroica actuación en la batalla de Bailén, donde por primera vez las tropas peninsulares pusieron a correr a los invencibles de Napoleón.
Otro de sus mejores amigos y camaradas de armas, Alejandro Aguado, tomó el camino contrario: se fugó a París siguiendo sus convicciones liberales y se declaró opositor al régimen patriótico pero reaccionario que encarnaría Fernando VII. En territorio francés, Aguado se volvió inmensamente rico y se reencontró con el general San Martín a la vuelta de las guerras de la independencia americana; los dos, por distinto motivo, eran considerados traidores a la Madre Patria. Estas retorcidas sorpresas de la realidad, estas extorsiones de coyuntura, estas bifurcaciones ideológicas y estos dilemas íntimos ocurrieron en verdad muchas veces a lo largo de la historia universal: los “buenos” hacían cosas equivocadas y los “malos” acertaban con las ideas correctas. Es así que muchos optaban por la fórmula del mal menor, soportaban la incomodidad y tragaban los sapos; otros no transaban y rompían. Y algunos se mantenían haciendo equilibrio en la tensa espera de los acontecimientos para volcarse a una vereda o a la opuesta.
Esta alegoría de paradojas y contradicciones le queda un poco grande a la actualidad argenta, pero sirve para arrojar luz sobre el brete en que se encuentran algunos republicanos en este nuevo ciclo histórico y frente al altisonante gobierno de Javier Milei. Reconocen en privado que el libertario apela a una praxis populista, que sigue la política divisionista y un cierto desdén por las instituciones, que su programa económico muestra inconsistencias, que avergüenzan algunos de sus delirios y agresiones, y que no sienten ninguna gana de reconocerse en posiciones de ultraderecha, pero se declaran rehenes de su destino. Es por eso que fingen amnesia y demencia, y nos ruegan a los periodistas que no lo critiquemos. Como si Milei fuera de cristal, y como si criticar implicara necesariamente “limarlo”. Ese concepto de la crítica como mera erosión destituyente es básico y peligroso, y profundamente antirrepublicano. Los señalamientos de buena fe son tan importantes como la división de poderes, porque marcan límites dentro de una democracia, mejoran la calidad de la discusión pública y, en el mejor de los casos, ayudan al oficialismo de cualquier sesgo a rectificar medidas, modificar comportamientos e inhibir abusos. Suspender la crítica bajo el chantaje de que es funcional a la “oposición destructiva” constituiría una verdadera deslealtad al sentido común y a la función última de la libertad de prensa, y una regresión pueril pero nefasta: perdonen las dentelladas de Hannibal Lecter, amigos, porque puede volver Godzilla.
A esta confusión, hija el miedo y del deseo legítimo de que Milei pueda sacar a la Argentina de un modelo fracasado y no sea derribado en el intento, se unen los fanáticos de última hora: exrepublicanos a los que ya no les importa la república con tal de que no retorne el kirchnerismo. Y también a los que en verdad no les importó nunca; a estos últimos, que vuelan ruidosa y rústicamente por las redes sociales, les cabe la reflexión de Boris Cyrulnik: «La ignorancia provoca un estado tal de confusión, que sus víctimas se aferran a cualquier explicación con tal de sentirse un poco menos avergonzadas. Es por eso que, mientras menos saben, mayores son sus certezas». En esos laberintos donde trolls bien pagados unen fuerzas con injuriantes espontáneos y vapuleadores por naturaleza, persisten en convalidar el cliché presidencial según el cual un periodista disidente o meramente crítico es un sobornado que está resentido o en todo caso un “marxista cultural”, a veces un kirchnerista disfrazado. Existen, aquí y en todo el mundo, periodistas que reciben sobres para proteger y exaltar políticos o dañar a sus rivales; una práctica execrable, que aumenta en épocas eleccionarias. Pero encuadrar en esa venalidad cualquier juicio negativo sobre cualquier personaje u ocurrencia de la Casa Rosada es un acto de picardía y de mala leche, de injusticia o de lesa estupidez.
Hoy muchos profesionales se tienen que defender de ese estigma por el simple hecho de no coincidir con la gestión ni con las actitudes del mileísmo, y no solo deben hacerlo —esto es lo más triste— frente a los funcionarios, sino ante un segmento intransigente de su audiencia, que antes aplaudía su alerta temprana y su espíritu crítico, y ahora les pide ceguera, sordera, doble rasero, panegírico y acompañamiento. Para colmo, el jefe de Estado tiene por costumbre fusilar retóricamente las zonas centristas del espectro político y a veces le sale gratis hacerle bullying a un reportero, a un articulista o incluso a un músico: cargarse a los medios de comunicación, a los formadores de opinión y a los referentes culturales está prescripto por los manuales paleolibertarios. No se trata de exabruptos sino de un programa de acción política.
La Nueva Derecha, por otra parte, surgió como una rebelión contra todo agente de la progresía, pero también contra los liberales de centro, a quienes acusan de haberse dejado colonizar por los primeros y de haber sido cómplices de la cultura imperante. Javier Milei actúa con ese reflejo y tiene igualmente predilección por atacar no a los kirchneristas sino a los republicanos que no se someten, o que ejercen el derecho a ser librepensadores. Esta actitud choca de frente con la estrategia de Karina Milei, que pretende generar un “polo de centroderecha” para ganar los comicios de medio término mientras su hermano se la pasa hostigando a algunos de los dirigentes que, aun tapándose la nariz, podrían apoyarlo para esas fechas cruciales. Suponen los hermanos que ya poseen los votos y que esos dirigentes de centro no tienen influencia sobre ellos, pero resulta una conjetura dudosa y algo imprudente.
La luna de miel es larga, la popularidad del León se mantiene muy arriba, y nobleza obliga: está dando señales de que se empieza a inclinar más por el realismo que por la literatura fantástica. Para que el anarcocapitalismo no se convierta en pura anarquía y la recesión en depresión, negocia con gobernadores, interviene en las paritarias, ordena bajar algunos precios y obtiene aplausos en los sondeos por ese brusco “dirigismo”. Dogmáticos, pero no giles. “El pueblo jamás se empieza a mover por raciocinio sino por hechos —advertía San Martín—. Y un buen gobierno no está asegurado por la liberalidad de sus principios, pero sí por la influencia que tiene en la felicidad de los que obedecen”.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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