En un viejo libro brillante que por lo visto jamás se publicará en la Argentina —Donde todo ha sucedido— Javier Marías nos recuerda el enorme carácter formativo que el cine clásico norteamericano tuvo sobre nuestras vidas y, en particular, un horror que producía insomnio en nuestra infancia. Se refiere a la película El increíble hombre menguante, derrotero de un tipo común y corriente que es afectado por una extraña niebla radiactiva y comienza a menguar. “Primero se ve y es visto como un hombre enfermo, luego disminuido, luego como una especie de niño adulto, luego como un bebé o un animal doméstico, más tarde como un roedor —narra Marías—. La cámara lo abandona a su suerte cuando es menor que un insecto”. El desdichado en cuestión está obligado ahora a enfrentar a gatos, perros y arañas, y se interna en el césped como en una vasta jungla plagada de depredadores. A partir de que comprendemos que el angustioso proceso de empequeñecimiento es infinito, la historia se vuelve una de las peores pesadillas del cine y la literatura: “Lo más grave y desolador es que seguirá menguando hasta hacerse no solo invisible, sino inconcebible, y que sin embargo no tendrá que morir por ello, sino que probablemente seguirá existiendo, y tendrá memoria”. ¿Cómo no reconocer en esta parábola escalofriante —esa caída sin fondo; ese doloroso y permanente recuerdo de lo que fuimos— el destino de nuestro increíble país menguante? Debajo de determinados sondeos cualitativos y en la opinión de la acorralada clase media comienza a surgir con nitidez la idea de que llevamos cincuenta años de rumbo fracasado, y que es necesario clausurar la etapa y aguantar las consecuencias de un giro copernicano antes de que la hormiga del césped nos devore, aprovechando la insignificancia a la que nos hemos reducido. Es por eso que las épicas psicopáticas y los trucos de antaño ya no hechizan ni amortiguan la pena, y la irritación colectiva va en aumento contra cualquier discurso oficial. También contra un segmento de la dirigencia opositora, que en lugar de encarnar un claro “nunca más” al modelo menguante, transmite una cierta connivencia con sus usos y costumbres, y con quienes lo crearon y sostienen.
Existe además en las filas de la oposición republicana la ocurrencia de que el verdadero fenómeno menguante es el kirchnerismo, y que su proceso de extinción se torna veloz: el riesgo ha sido conjurado —deducen entonces—, la amenaza chavista se esfumó con la derrota absoluta de su cuarto gobierno y con las pobres chances comiciales del Frente de Todos; por lo tanto, “nuestra amalgama” —salvemos juntos la democracia de este Nuevo Orden de partido único que quieren imponernos— afloja su consistencia, y estamos habilitados a soñar un repliegue hacia nuestras cómodas identidades ideológicas o partidarias e incluso a mostrar, por qué no, nuestras ambiciones personales. A este último malentendido responden los graznidos que profieren aves de corral con ínfulas de águilas majestuosas. El republicano de a pie —por lo general más lúcido que sus referentes— no confunde la mengua del modelo con la debilidad de sus feroces mandarines. Sabe que el kirchnerismo, con veinte años de experiencia y copamiento, no reduce su existencia y capacidad de daño a los resultados electorales o al retiro de las poltronas; no es una mera escuadra de campaña dependiente del voto, sino un poder permanente: una fuerza de ocupación en el Estado, una fuerza de choque en las calles y una fuerza de extorsión en los sindicatos de la Carta del Lavoro. Y aun cuando le sean adversas las urnas —algo que no está garantizado—, el kirchnerismo estructural —acompañado por las múltiples mafias que anidan en diferentes estratos— no dejará de pasar a la “resistencia” desde adentro y desde enfrente, y a declararle la guerra a cualquier intento transformador. Y ese sabotaje repetido y recargado será más destructivo cuanto más seria y profunda se presente la reforma. A la oposición no le sobrará nada, ni tendrá un minuto para devaneos ideológicos, sentimentalismo barato o pavadas del narcisismo: para este tremendo desafío son pocos y tienen manitos de manteca. Les harán la vida imposible, camaradas, y su militancia no tendrá espacio siquiera para el desaliento ni para los jueguitos de la conjura intestina.
Algunos opositores confunden el hecho obvio de que existen tres o cuatro modos distintos de ser republicanos —hay 50 formas de ser peronista y muchas de ellas son violentamente antagónicas—, con el temor tremendista de una diáspora inminente, una tormenta eléctrica en un vaso de plástico que suele atizar cierto periodismo cuando se queda sin temas. Los votantes saben que a quien saque los pies del plato y ponga en jaque la unidad le pasará como al hombre menguante: el primer día se notará más flaco; el último se sentirá un cascarudo temeroso. Presienten con lógica de hierro que, precisamente por la magnitud de la faena que les aguarda, es relevante una coalición compacta y con experiencia, y también que resulta pueril o suicida creer que semejante epopeya resultaría compatible con un simple proyecto testimonial, sin alianzas ni pasados, virgen pero escuálido. Eso también sería creer en la magia.
La debilidad de Cristina Kirchner, que ha llegado a niveles de imagen negativa nunca vistos, no borra su verdadero “legado”. El kirchnerismo invisible es una cultura arraigada, un sentido común, un modo de hacer y malograr las cosas, y de pensar la historia como manipulación y formatear con ella las escuelas; es una laxitud, un coqueteo con la marginalidad, un chantaje sectorial, un caranchismo, una red de privilegios, un parasitismo como modus vivendi, una irresponsabilidad fiscal, un empecinamiento terapéutico con la economía, una apropiación del Estado, una indolencia frente a la impericia, un desprecio por la “clase mierda”, un desdén por el progreso y el ahorro, una estigmatización perpetua del “enemigo”, una metodología para potenciar resentimientos sociales; una forma aldeana, paranoica y rencorosa de ver el mundo. El populismo no acabará cuando la arquitecta egipcia y sus amigos sean destronados, porque esta es la verdadera hegemonía que siempre permanece en la Argentina: la hegemonía cultural. Modificar una forma de pensamiento —aquella que nos condujo hasta este páramo— exigirá mucha paciencia y empeño, y la batalla de las ideas será por lo tanto fundamental y encarnizada. Aunque una parte mayoritaria de la sociedad haya descubierto que el sesgo intelectual de todas estas décadas fue una abominable equivocación y que nos encogemos sin límites si no viramos de manera urgente, quedan muchos retrógrados parapetados en cajas, burocracias, resortes, gremios, piquetes y empresas dispuestos a micromilitar y a convertirse en la eficiente máquina sediciosa de las zancadillas. Eso sin contar con gatopardistas de cualquier avenida, y con “almas bellas”, siempre dispuestas a perdonarle cualquier burrada y a brindarle treguas y respirador artificial al peronismo, y a sospechar en seguida que los opositores carecen de sensibilidad humana y a decretarles un imperioso ultimátum. La colonización mental llegó muy lejos.
Ante este panorama oscuro, ¿puede realmente la oposición creer que marcha hacia un picnic y que, por lo tanto, es hora de pensar en sus propios partiditos y en sus pequeñas candidaturas? En algunas de aquellas películas clásicas que tanto Marías como yo seguimos viendo una y otra vez con devoción inalterable, el protagonista solo recupera la conciencia plena de quién es —porque parecía haberlo olvidado— al encontrarse cara a cara con un gran peligro. Es fácil perder tu misión existencial y tu perspectiva. Hasta que el miedo real te lo recuerda. El miedo es un maestro muy didáctico.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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