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La noche que conocimos a Szymborska - Zenda
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La noche que conocimos a Szymborska

a Maxi Rey, maestro, in memoriam Noches enteras echadas a perder, o a ganar, o a hacer tablas la mayoría de las veces, según se vea, que solían comenzar en algún recital de poesía, se prolongaban luego con cierta y estirada pose intelectual aún —de las que Maxi se reía siempre, tontolabas…—, acodados a las...

a Maxi Rey, maestro, in memoriam

No, no sucedió ayer, en los años justo anteriores a morir la poeta polaca, la más hermosa y al alcance de entre todas las que nos enseñaron a volar a ras de tierra. Hablo de otra dimensión, otra época, hablo de hace un millón de años, cuando éramos mucho más jóvenes que esta edad de riesgo que ya se nos echa encima. Aunque aquella también lo era. Un derrame de vida que nos hacía polvo la salud, mientras sumaba grados noche tras noche nuestra fiebre de amor a la poesía, la gran coartada. Espejismo que hacía creerse inmortales por unas horas a los que, horas después, se sentirían a morir con la picadura letal de la absenta y la resaca despiadada de los alcoholes blancos, garrafón por entonces la mitad de las veces. Una autoinmolación que sólo compensaba si a la postre quedaba un poema, al menos un poema, para la eternidad; perenne e incurable quimera de los nietos de los poetas malditos, hígados descosidos, mallarmés irredentos, con la batalla perdida, por supuesto, pero jamás de antemano: un sueño es un sueño…

Noches enteras echadas a perder, o a ganar, o a hacer tablas la mayoría de las veces, según se vea, que solían comenzar en algún recital de poesía, se prolongaban luego con cierta y estirada pose intelectual aún —de las que Maxi se reía siempre, tontolabas…—, acodados a las barras más próximas, y se desparramaban finalmente a tumba abierta en tugurios de toda laya, y ya en petit comité: tan solo los más locos, los barcos más ebrios, quizás los más rotos, como escribía Gregory Corso, los barcos rotos buscan barcos rotos… sin duda los más inconscientes, los que antes se dejaban convencer de que la vida es breve, pero inmortal el día, como proclamaba uno de los versos que más fortuna alcanzó aquellos años.

Y era en esos momentos de exaltación lírica y desnortado contagio noche arriba, cuando Maxi Rey, mi amigo Maxi, mi llorado Maxi cuando creía que ya no me quedaban lágrimas tras tanta desgracia junta estos meses, proclamaba el inicio del viaje a las entrañas más entrañas de la madrugada y los bares del sur, o del sur del sur, porque la excursión se sabía siempre, como las buenas metáforas, dónde comenzaba, pero nunca dónde podía acabar con nuestros huesos sedientos; sedientos de qué, yo qué sé, de libertad, de sueños, quimeras, ginebra, romanticismo trasnochado o vanguardismo de meseta, qué más da. Con ganas en definitiva de ti, de nadar, de remar, de naufragar al fin. / De ser aquel ahogado al que las olas / heladas de la noche / acaban devolviendo al día / con los ojos muy abiertos…

Exterior del Café Nowa Prowincja.

Como ocurrió una noche en uno de esos finales sin final confesable, y después de haber recorrido el alma entera de la farándula más desgarrada del sur, Leganés, La Fortuna, Fuenlabrada, Parla, y sobre todo una y otra vez su amado Getafe, que junto a Ocaña y Sigüenza habían sido las localidades más entrañadas de Maxi en su oficio de maestro. Su vocación, diría más bien. La estela imborrable que había sembrado en todas ellas, y de la que daba yo alucinada fe cada vez que emprendíamos aquel descerrajado vuelo de aves nocturnas o pájaros de cuenta, porque no había metro cuadrado sin que alguien le llamara, abrazara, invitara, recordara alguna acción memorable, le agradeciera algo, le quisiera. Maxi era lo Maxi, y emocionaba contemplar tanta entrega, que en algunos casos iba mucho más allá incluso de aquel amor de alumnos; porque no eran pocos los que habían adquirido tras su magisterio el malhadado virus del arte y la literatura, y así lo ejercían como bibliotecarios, bailarinas, actrices, guionistas de cine, dueños de humildes cafés literarios y heroicas librerías en el extrarradio del extrarradio. Y multitud de otra gente que, aparte de sus trabajos comestibles, habían urdido en paralelo, en aquellos peleados barrios obreros, la pelea aún más difícil de crear sus propios grupos de teatro, revistas literarias, grupos poéticos, clubs de lectura, o incluso convertidos en autores hechos y derechos de toda clase de libros, poemarios, novelas, ensayos… En fin, maestro Maxi, en el sentido más coral y acordeón de la palabra, porque, aunque en realidad fuera profesor de instituto de enseñanza media, nomenclatura oficial, Maxi me enseñó la dimensión universal y machadiana de la palabra maestro, y además, como decía don Antonio, en el buen sentido de la palabra bueno…

Y sin embargo aquellos pájaros de cuenta, que lo eran en verdad, y de cuento también algunas veces, cerrados los bares uno a uno, camino ya hacia el coche suicida del regreso —entonces no existían los controles de alcoholemia, esta historia empieza a ser políticamente incorrecta—, ven de pronto allá al fondo de una calle lateral una última luz, un faro imán, una posibilidad inesperada de tomar la penúltima.

Fernando Beltrán entre Eugenio Cobo (izqda) y Maxi Rey.

Breve duda entre los tres supervivientes, no recuerdo quién era ese día el tercero —podía ser Miguel, Eugenio, Vicente, podía ser Mariano, Quías, el director de los míticos Cuadernos del Matemático, podía ser cualquiera—, y al final encaminándonos todos al inaudito percance de una noche de la que esta vez sí sacaríamos un poema. Un poema o una autoinculpación en verso, publicada en el libro La Semana Fantástica, y que me ha perseguido la vida entera cuando al acabar algún recital alguien me ha pedido leerlo, a lo que accedía siempre a regañadientes y cada vez con mayor pudor. Lo confieso. Porque como pueden comenzar a imaginarse, aquel bar en lontananza se fue convirtiendo a medida que nos acercábamos en una luz más y más sospechosa, un neón intermitente, unas formas curvas que cada vez dejaban menos lugar a dudas mientras pasaban del rosa al azul, y viceversa. Como pasamos todos del rojo de la efusión al blanco del preguntarnos qué hacemos, detenidos ante la puerta del local, hasta que Maxi, pues tomar la copa e irse… con esa seguridad que le daba saber más que todos nosotros juntos de la vida misma, vates ilustres.

Szymborska, mural en su museo de Cracovia.

Y tenía razón, porque bastó una simple ojeada de las tres chicas que sesteaban con ojos agotados en las esquinas del lugar, y apenas un escéptico ronroneo por si erraban el tiro de la primera ojeada, para saber ellas que nos habíamos equivocado de lugar, y nosotros de paso que toda acción fuera de lugar tiene sus consecuencias. Dos mujeres que regresan al rincón del bostezo, y una tercera acudiendo cansina tras la barra para atender a ese grupo de pesados, meando encima fuera del tiesto. Y no sé si fue la mala conciencia, el no tener ni idea de cómo salir de tanta sordidez, más nuestra que de ellas, las ganas de romper el patético hielo de los cubatas más tristes de la historia, o la cepa sentimental de la que siempre me acusaba Maxi, cuando me dio por comentarle que esa misma mañana había ganado el Premio Nobel de Literatura una poeta de su país, una tal SriloskaAlgo así debí de nombrar, había escuchado su nombre en la radio por primera vez ese día…

El caso es que de pronto aquella mujer que, resignada, seguía el hilo lejano de nuestra charla mientras se limaba con desgana las uñas, abrió unos ojos claros enormes, algo así como la plaza del orgullo y la cultura enraizada de cada uno, pronunció un cabal Vislava Chimboska, y mirándome directamente a los ojos me preguntó ¿te gusta la poesía? Y a continuación si quería saber dónde nació Szymborska, la he leído y estudiado mucho…

El resto lo dice el poema. Y va para ti esta vez, maestro.

Beltrán en la mesa que ocupaba Szymborska en el Café Nowa Prowincja de Cracovia.

Premio Nobel

En un bar de Madrid
la prostituta polaca
se dispone a enseñarnos el lugar
donde nació Szymborska.

Abre el cajón que está bajo la barra,
desdobla poco a poco un mapa,
lo extiende ante nosotros
con memoria infinita
y señala de pronto un punto negro
que nos hace temblar.

Suspira luego muy hondo
desde el filo
de sus uñas metálicas

y comienza a doblarlo nuevamente
sin conseguirlo nunca.

Se le ha caído un río
sobre la falda,
se le alza en los pliegues de la blusa
la montaña del hambre,
y le cruza de ciudad a ciudad, de pecho a espalda,
la oscura carretera de una noche
que no viene en los mapas.

Dice después que somos los primeros
en hablarle ese día de algo amable

y nos quedamos mudos
y extraviados

sin saber qué decir mientras doblamos
poco a poco el deseo
y regresamos luego al frío de la calle
con nuestro amor de siempre,

el cuerpo de la nada

donde los poetas emergen
desvalidos e inmensos como bloques
de viviendas pobres

cada vez que alguien nombra el esqueleto
de su ropa tendida.

Esta barriada al sur
que no es hermosa,
pero es quizá el lugar donde esta noche
también nació Szymborska,

donde anónima y muda la poesía
que no viene en los libros
aparece de pronto tras la barra
de una historia cualquiera,

en cualquier parte

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Fernando Beltrán

Fernando Beltrán (Oviedo 1956). Autor de los poemarios Aquelarre en Madrid, Ojos de agua, El gallo de Bagdad, Amor ciego, Bar adentro, La Semana Fantástica, El corazón no muere, Mujeres encontradas, Sólo el que ama está solo, Los días y Hotel Vivir. Reunida en Donde nadie me llama (Hiperión), su obra ha sido traducida parcialmente a más de veinte idiomas, y de forma completa al francés. Sus artículos y ensayos en prosa han sido editados por la Universidad de Valladolid bajo el título La vida en ello. Profesor en varias instituciones académicas, creador del estudio creativo El Nombre de las Cosas y fundador del Aula de las Metáforas, su obra ha sido galardonada, entre otros, con el Premio Asturias de las Letras y el premio Foro Europeo. Su último poemario es La curación del mundo, publicado en Hiperión, con portada de Pep Carrió. @nombrarlascosas

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