La anécdota cultural con la que se abre cada semana esta sección nos lleva hoy al siglo XIX, cuna del pensamiento moderno. Hace unos años, un estudio de la universidad de Oxford calibró la influencia que el celebérrimo Cuento de Navidad de Charles Dickens había tenido sobre la sociedad anglosajona contemporánea. Concluía el asunto que la pequeña novela dickensiana había cambiado la perspectiva que había adquirido el pueblo de la vieja fiesta que históricamente ha conmemorado el nacimiento de Cristo. El relato demostraba que la festividad trascendía ya el mero afecto religioso, y las virtudes que reclamaba, véanse la solidaridad, la benevolencia o la gratitud, se identificaban perfectamente con la señalada fecha. Dickens reclama la expansión de ese espíritu navideño al conjunto de la sociedad, y como dice Scrooge: «Haré honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu a lo largo de todo el año». Además, esa influencia quedó plasmada en otros asuntos más concretos. Por ejemplo, el término «Scrooge» se emplea como sinónimo de avaro; o la célebre expresión, «paparruchas», que se insertó en el acervo anglosajón como crítica a un excesivo idealismo.
Recientemente, la Comisión Europea ha reclamado en un documento oficial que se feliciten las «fiestas» en lugar de felicitar, como suele ser constante, la «Navidad». Al parecer, siguiendo este guion, el hecho de felicitar la festividad cristiana no es un acto inclusivo, pues deja fuera del deseo de buena ventura a aquellos practicantes de religiones ajenas a Cristo. Entre los europeos existen distintas sensibilidades y tradiciones religiosas, rezaba el documento, y todas tienen cabida. Abochornado por el ridículo, compartí la noticia en redes días ha, y no pude evitar echarme las manos a la cabeza cuando una cierta cantidad de tuiteros apoyó la decisión de abandonar las felicitaciones explícitamente navideñas. Incluso uno de ellos, cómo olvidarlo pese a que el mensaje se borrara posteriormente, afirmaba que la Navidad había sido potenciada por el régimen de Franco, motivo más que suficiente para acabar con ella de una vez por todas.
Lo primero que pienso, no sin cierta desazón, es que lo esperpéntico, lo grotesco de algunas reivindicaciones tira por tierra otras muchas más necesarias, que por desgracia tienden a colocarse en un plano similar. Sin ir más lejos, en este documento de la Comisión Europea ya retirado se ponían de relieve algunas prácticas que, puestas bajo el foco correcto, podrían ser interesantes. Pero este buenismo imperante que pretende disfrazar de justicia moral auténticas payasadas sólo contribuye a desviar la atención de lo realmente importante. Lo segundo que pienso es que todos los viejos valores, valgan estos que reclama Dickens en su cuento, quedan en nada bajo la ética de garrafón que reclaman ciertos colectivos, más autoritarios de lo que ellos mismos creen ser. Quienes entren en esta tribuna cada jueves sabrán que tiendo a ser pesimista, así que no terminaré esta columna con esperanza. Si, como en el cuento, han de convivir en armonía el presente, el pasado y el futuro, jodidos estamos.
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