La nave de los necios, álbum de Ana G. Lartitegui, es una celebración del grotesco festivo, esa forma de la risa que enfatiza el lado natural de la vida sin sustraerlo de la crueldad, de la presencia inexorable de la muerte. Para ello se sirve de manifestaciones artísticas excelentes del otoño de la Edad Media y del comienzo de la primera modernidad, periodo histórico en que la cultura popular dio el salto al espacio literario y plástico culto, como bien explicó Mijaíl Bajtín en su estudio de la obra de Rabelais y ha continuado Luis Beltrán Almería en Genvs. Ana G. Lartitegui reconstruye con sus acuarelas lienzos de El Bosco, de los Brueghel y Patinir, dibujos de Desprez, y evoca en su cuento el espíritu de las obras del propio François Rabelais, de Sebastian Brant o de Erasmo de Rotterdam.
Para ello se sirve del marco narrativo del cuento de carácter popular, ámbito propicio para el grotesco, y recurre a la solución de dobles páginas (es libro de gran tamaño donde se aprecia la textura del papel de acuarela de los originales) en las que el movimiento de los personajes se representa de modo simultáneo, como en las propias tablas del periodo evocado, el mundo flamenco de finales del medievo.
Incluso el recurso frecuente de situar al héroe en un punto no central de la composición, habitual en muchas obras de Brueghel, es aprovechado por Lartitegui para evocar el juego infantil de búsqueda entre motivos. Con esto quiere decirse que hay un deseo de totalidad en el álbum, un efecto que permite que pueda consumarse en su contemplación y lectura un viaje no ya a unas obras concretas sino a un modo de entender y representar la existencia, captado por los grandes artistas y representativo de una etapa de la humanidad que continúa presente, junto a otras, en nuestra constitución íntima como miembros de la especie humana.
Lartitegui es consciente de la importancia de esa imaginación primitiva del hombre, latente de un modo especial en la forma de mirar de los niños: la inclinación al juego, la querencia humorística, la crueldad natural, la fascinación escatológica, la atracción por la muerte y la magia, la multiplicidad de las formas orgánicas… Todo ello aparece contenido en este álbum de euforia drolática: esqueletos que comen pescado sentados encima de un ataúd, huevos con patas palmeadas, seres quiméricos (humanos con cara de cerdo o de ganso), monos que engullen un largo bocadillo montados en su monociclo, culos que defecan desde un ventanuco ante la mirada perpleja de los pájaros, cabras que pastan en las techumbres, puercos alimentados con margaritas…
La imagen evoca refranes, trae consigo las palabras, demostrando la unidad orgánica del arte popular. El mundo aparece invertido (las cabras pastorean a los humanos, los peces vuelan), el texto se vuelve juguetón (“ella madurarán y yo… reverdeceré” dice una anciana ilusa a propósito de una mata de tomates supuestamente mágicos —una broma de un listo— sobre la que gira el disparate divertido de la trama).
También acuden las rimas, imantadas por el poder de la broma (“con mucho arte, le quitó primero los callos de los pies, y la jarra, después”, se dice de una curandera que también ansía el milagro imposible de la mata de tomates). Pero, sobre todo, destaca la dimensión cruel de la vida (es la cara salvaje del grotesco, el reverso que se une indisolublemente a la vida y que la imaginación antigua muestra sin ambages, con rotundidad), la presencia natural e inevitable de la muerte (los gatos se comen a los pájaros, los peces engullen humanos, todo está expuesto a la desaparición).
Esta ley fundamental del mundo de la supervivencia (la vida es un bien frágil, el hombre es una pompa) que el mundo presente tiende a apartar, es la gran apuesta estética del álbum de Lartitegui, lo que le confiere audacia, autenticidad, capacidad de sortear los melindres, trascendencia más allá del mero culturalismo.
Su álbum es un álbum grotesco porque no renuncia al fulgor ambivalente de este tipo de arte, a sus sabores fuertes y contradictorios: desaparece el sentimentalismo, prima la risa alegre y su sombra cruel (la fiesta incluye siempre un lado de barbarie). Este elogio del grotesco a través de la pintura y la literatura europea se consuma en su gesto final, tras un desopilante desfile de azares imposibles: en la recreación de la tabla El prestidigitador, atribuida a El Bosco. En ella descubrimos que el burlador suele ser burlado, contemplamos la sabiduría popular contenida en un proverbio (quien escucha a un trilero pierde el dinero y se gana la mofa de los pequeños), vemos cerrarse la obra en un golpe de magia y una carcajada que cierra un universo y consuma el adiós. El humano lector queda.
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Autora: Ana G. Lartitegui. Título: La nave de los necios. Editorial: A Fin de Cuentos. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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