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La mochila del novelista histórico - Zenda
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La mochila del novelista histórico

Ya desarrollé mi concepción de la novela histórica en ¿Puede la novela negra ser histórica?, así que ahora me ocuparé de la mochila experiencial de los escritores de novela histórica, el mundo intelectual y vital en el que se mueven sus autores para nutrirse de ideas, recabar historias, viajar en el tiempo, tomar datos y...

Ya desarrollé mi concepción de la novela histórica en ¿Puede la novela negra ser histórica?, así que ahora me ocuparé de la mochila experiencial de los escritores de novela histórica, el mundo intelectual y vital en el que se mueven sus autores para nutrirse de ideas, recabar historias, viajar en el tiempo, tomar datos y conseguir su alquimia creativa.

Un novelista histórico no ha de ser necesariamente un historiador profesional, sino un escritor que sepa pensar en términos históricos. Ha de prevalecer la narrativa sobre los hechos reales relatados para evitar que la saturación de datos lastre la fluidez literaria. Los anglosajones tienen una formidable escuela de novelistas históricos porque en la universidad les enseñan a manejar diversas disciplinas académicas, siendo las Humanidades parte esencial de los planes de estudio de muchas carreras. Citemos dos casos: Hilary Mantel y Collen McCullough. La primera, autora de En la corte del lobo (Destino, 2009) y Una reina en el estrado (Destino, 2013) estudió Derecho, y sus dos obras acerca del reinado de Enrique VIII (con una voz narrativa del flujo de conciencia a lo James Joyce) son dos prodigios de la novelística histórica que han merecido los premios literarios más importantes de Inglaterra y han sido éxitos de ventas. Collen McCullough, por su parte, era neuróloga y sus novelas sobre Roma, excelentes por su equilibrio entre narrativa y recreación histórica, constituyen un referente.

"Abordar la lectura de un libro académico o de alta divulgación no está reñida con la pasión. Es más, la mirada encendida convierte lo que podría ser un mero soporte bibliográfico en un manual de experiencias históricas y literarias."

Pensar históricamente significa tener una época en la cabeza, es decir, conocer los principales acontecimientos, su ecosistema cultural e instituciones. Si no se consigue atrapar el espíritu de ese siglo, la novela quedará acartonada, sus personajes parecerán ridículos y sus decorados cantarán como en un filme de bajo presupuesto. El autor había concebido un rodaje literario a lo Espartaco y le sale un péplum de Maciste. Porca miseria.

Una reina en el estrado

Este dominio de una etapa sólo se logra mediante la paciente acumulación de lecturas de historia y ensayos. El escritor estará capacitado para reconstruir con solvencia un periodo histórico cuando se mueva por él como si hubiese viajado en el tiempo, de manera que todo ese arsenal cultural constituya el andamiaje de la novela, sus cimientos de hormigón armado. Para un escritor es mucho más importante la lectura de libros de historia que la de novela histórica en una proporción, pongamos, de diez a uno. Y ello por una doble finalidad: porque es imprescindible aprender con minuciosidad el pasado que se pretende recrear y porque, casi siempre, la realidad aporta argumentos, personajes y hechos más increíbles que los puramente de ficción.

Abordar la lectura de un libro académico o de alta divulgación no está reñida con la pasión. Es más, la mirada encendida convierte lo que podría ser un mero soporte bibliográfico en un manual de experiencias históricas y literarias. El periodista Jesús García Calero, en el artículo Si quieres buen verano, prepárate para la guerra, hace la reseña del libro de Peter Connolly La guerra en Grecia y Roma de una manera tan original que evoca campañas militares y civilizaciones de la Antigüedad como si hubiesen sucedido anteayer, demostrando dos cosas: la capacidad ensoñadora del afán intelectual y la placentera aventura que comienza en las páginas de un libro. Este artículo podemos relacionarlo con lo que sostiene Mary Beard, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales: “La Historia no va sólo de encontrar el pasado, sino que es una conversación con el pasado”. Y como corolario, la prueba de que una novela histórica realmente nos rapta y queda en nuestra memoria es que, al cerrarla, hemos presentizado el pasado y dialogado con él demostrando que la Historia no es un ente abstracto ni momificado, sino una época que habita en nuestra mente.

"Desde hace años, la nueva novelística histórica experimenta un auge debido, entre otros factores, a la inclusión de la historia desde abajo en sus argumentos."

El paulatino aprendizaje y la interiorización de una etapa histórica por parte del escritor explicaría que, salvo excepciones, los novelistas históricos comiencen a escribir en la madurez, pues al caudal de conocimientos adquiridos han de sumar el bagaje vital necesario para adentrarse en los conflictos narrativos que requiere una obra de este tipo. Los domingueros históricos, los escribidores que piensan que con un par de monografías deglutidas tienen suficiente para abordar una novela, suelen perpetrar mediocridades literarias equivalentes a los telefilmes de sobremesa, tan útiles para descabezar un sueño o tan irresistibles para el zapeo.

La guerra en Grecia y Roma

La historiografía constituye también una provechosa fuente. Un acercamiento a las diferentes corrientes historiográficas vigentes es lo que hace el catedrático de Historia Cultural de Cambridge Peter Burke en Formas de hacer historia (Alianza, 1999). En dicho estudio se pueden saquear sin rubor ideas para enfocar una novela gracias a corrientes como: la historia desde abajo, la historia de las mentalidades, la microhistoria o la historia oral. La historia desde abajo ha sido desarrollada con creciente éxito desde mediados de la década de 1960 al incorporar como sujeto histórico al hombre de a pie, a la gente corriente, de manera que, por ejemplo, al analizar la batalla de Waterloo, se tendrían en cuenta tanto los planes y decisiones de Napoleón y Wellington como el punto de vista de los soldados rasos y oficiales a través de sus cartas, diarios y memorias. En la actualidad, historiadores como Anthony Beevor, Max Hastings, Michael Burleigh, Roger Crowley o Charles Esdaile otorgan gran importancia al enfoque de la historia desde abajo, lo que ayuda a explicar la tremenda popularidad académica y popular de sus estudios. Y por citar un investigador español, la obra antropológica de Julio Caro Baroja supondría otro filón para los novelistas históricos por su amenidad, rigor y potencia narrativa. Libros como Las brujas y su mundo o Los moriscos del reino de Granada son pozos de petróleo. Desde hace años, la nueva novelística histórica experimenta un auge debido, entre otros factores, a la inclusión de la historia desde abajo en sus argumentos. Pensemos en Santiago Posteguillo, Bernard Cornwell, Lindsey Davis, Carmen Posadas o Umberto Eco. Y, por supuesto, Arturo Pérez-Reverte.

un dia de colera

Pérez-Reverte ha bordado esto en las novelas Un día de cólera y en Hombres buenos. En la primera de ellas era esencial introducir el punto de vista popular en el alzamiento madrileño del Dos de Mayo de 1808, y en Hombres Buenos, por dos motivos: la inserción de personajes de a pie —por muy académicos que sean— permite ofrecer una visión poliédrica de la España dieciochesca. El segundo motivo es porque la doble estructura temporal supone un gran hallazgo novelístico, pues en los capítulos desarrollados en el presente, la aparición (a veces brillantes cameos) de distintos personajes y relatar cómo fue pensada y escrita la novela, supone no sólo una apasionada manera de revivir la historia, sino de vivir en la historia. Parece un matiz, pero es la fórmula que marca la diferencia entre las buenas novelas de las grandes.

"Las obras de Robert Graves, Tolstoi, Galdós, Amin Maalouf o Gore Vidal son una epifanía. Cuanto más clásicos leo más moderna se vuelve mi escritura."

Pérez-Reverte, además, hizo algo asombroso en estos pagos hispánicos: contó cómo acometía el proceso narrativo en el blog Anotaciones sobre una novela. En las periódicas entradas, el escritor relataba qué recursos utilizaba para abordar los diferentes pasajes de la obra que se traía entre manos, El tango de la Guardia Vieja: cómo se documentaba, dónde viajaba para buscar localizaciones (como un director de cine), qué objetos de valor sentimental usaba en algunas escenas, cómo sorteaba escollos técnicos y qué íntimos homenajes rendía en los capítulos. Fue un ejercicio de funambulismo sin red del que el académico no sólo salió ileso, sino que el citado blog se convirtió en una especie de manual de cómo escribir una novela (histórica o de ambientación histórica) que, estoy convencido, muchos escritores —con nocturnidad— han leído con fruición y aprovechamiento.

Es conveniente combinar la lectura de novedades con clásicos. Resulta sugestivo descubrir autores coetáneos en novela histórica y convertirse en seguidores suyos, pero el placer de releer o leer por vez primera a los grandes del XIX o del XX no tiene parangón. Las obras de Robert Graves, Tolstoi, Galdós, Amin Maalouf o Gore Vidal son una epifanía. Cuanto más clásicos leo más moderna se vuelve mi escritura. Nihil novum sub sole.

Barr Lindon

Lo habitual es que pensemos en imágenes y las expresemos con palabras, con lo que el cine, desde hace décadas, es un venero fundamental, porque no sólo de novelas vive el hombre. Películas como Master and Commander, Barry Lyndon, La edad de la inocencia o La lista de Schindler son ejemplos espigados entre una gavilla. Pero a la hora de aprender ritmo narrativo, personajes secundarios rotundos, resolución de conflictos y economía de secuencias, no hay nada mejor que meterse entre pecho y espalda el cine clásico, el de antes y el que se hace ahora con voluntad de clasicismo. Y no sólo el histórico. Directores como Hitchcock, Frank Capra, Ridley Scott, Clint Eastwood o Spielberg son maestros en este sentido. Pero ninguno como John Ford. Si un novelista pretende aprender a contar una historia con la épica de la gente corriente, a entender el paisaje como un elemento fundamental, a entrecruzar tramas y salir airoso, a usar con elegancia el sentido del humor y el costumbrismo y a plantear unos personajes secundarios rotundos, no tiene más que ver El hombre tranquilo, Fort Apache, Las uvas de la ira, Centauros del desierto y qué sé yo, cualquiera de ellas, porque cinco minutos de una de sus películas es un compendio del Séptimo Arte.

Las series históricas de televisión rodadas últimamente constituyen también un valioso aporte. Estoy enviciado con ellas pues su calidad responde en gran medida a la brillantez de sus guionistas. En los setenta descolló Yo, Claudio, pero en la actualidad asistimos a una edad dorada de estas series. Band of Brothers (Hermanos de sangre), The Pacific, Los Tudor, Hijos del Tercer Reich, John Adams, The Crown, Roma o The Nick son exponentes de cómo contar con maestría una historia y reconstruir una época pretérita. Los escritores, tras disfrutar con ellas y procesarlas en su mente, deberían anotar en un cuaderno su técnica narrativa, su capacidad evocativa, su huida de lo políticamente correcto y sus diálogos rápidos y cortantes como guillotinas en la Francia jacobina. Series españolas de gran nivel serían Isabel y Carlos, Rey Emperador.

Una forma de vivir en la historia es visitar los museos. La inmersión temporal potencia la inteligencia emocional. La fascinación museográfica nos permite subirnos a una máquina del tiempo, generar chispazos que originan historias, activar redes mentales creativas. No me refiero a que los objetos alberguen energías animistas ni chorradas sensoriales del estilo, sino a admirar sus calidades, colores y formas, sobre todo si forman parte de alguna exposición de cuidado montaje. Un buen ejemplo de cómo un viajero museográfico se convierte en un cazador-recolector de objetos lo tenemos en el artículo de Jacinto Antón El perseguidor de águilas, en el cual el periodista, movido por su obsesión por las águilas napoleónicas que coronaban los estandartes, relata la emoción que le ha supuesto verlas expuestas en diferentes museos europeos, como si coleccionase esos luminosos momentos.

"Es necesario una exhaustiva labor de documentación, claro que sí, pero la maestría reside en que ésta no se note, es decir, que la realidad histórica se ensamble con lo verosímil (la pura ficción)."

En Rubicón, el historiador Tom Holland escribe un vibrante prólogo en el que logra acercarnos la Historia Antigua hasta el presente de tal manera que asistimos emocionados a los choques políticos y militares entre los grandes personajes de Roma, y asumimos que aquel mundo no está periclitado, sino que habita en nosotros, en nuestra civilización. En esas páginas, Holland corporeiza la célebre frase de Benedetto Croce: “Toda la Historia es Historia Contemporánea”, lo que puede aplicarse a las grandes novelas históricas: da igual en qué pasado estén ambientadas, pues las vivimos como actuales, como si formasen parte de nuestros recuerdos colectivos, sobre todo si viajamos a sus escenarios. Como si paseamos por los jardines de Tívoli, por la villa Adriana por donde paseó Marguerite Yourcenar pensando en el tono intimista de Memorias de Adriano.

Una consideración. En los últimos años, algunos novelistas españoles recurren a incluir una vasta bibliografía. Es como si se blindaran con ella ante hipotéticos ataques acerca de la historicidad de su obra, para demostrar que han manejado una ingente cantidad de datos de expertos en la materia y que todo lo escrito tiene la solidez del mármol. Pero una novela histórica no es una tesis doctoral, sino una obra de ficción, y esto no ha de perderse nunca de vista para no desvirtuar su razón de ser. No es menester elaborar un completísimo listado de todo lo publicado hasta la fecha sobre el tema narrado. Es necesario una exhaustiva labor de documentación, claro que sí, pero la maestría reside en que ésta no se note, es decir, que la realidad histórica se ensamble con lo verosímil (la pura ficción). Otra cosa es citar y comentar al final de la novela algunas obras académicas que hayan sido esenciales para el autor o que puedan ser de particular interés para los lectores. En fin, son gustos.

El magnetismo de la novela histórica es tal que escritores de los que marcan época, al final de su carrera literaria, han terminado escribiendo novela histórica. Aunque sea una. Es el caso de Miguel Delibes con El hereje, a la que no hay que considerar una novela crepuscular, sino total. Es uno de los poquísimos libros que, al terminarlos, he vuelto a abrirlos por la primera página para comenzar de nuevo a leer en estado de trance. Menuda mochila vital tenía el cazador-escritor vallisoletano cuando abordó su última novela… Así le salió. Una novela de quien debió ganar el Nobel.

Pero claro, Delibes no cantaba.

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Emilio Lara

Emilio Lara (Jaén, 1968), doctor en Antropología, Licenciado en Humanidades con Premio Extraordinario y Premio Nacional Fin de Carrera, profesor de Geografía e Historia de Enseñanza Secundaria. Es autor de la novela La cofradía de la Armada Invencible (Edhasa, 2016) y El relojero de la Puerta del Sol (Edhasa, 2017), Premio Andalucía de la Crítica de Novela. Su última novela, Tiempos de esperanza ganó el Premio de Narrativas Históricas Edhasa 2019. Su última novela es "Centinela de los sueños". @emiliolaral · mypublicinbox.com/emiliolara

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