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Con la mente en la caverna de Tito Bustillo - Zenda
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Con la mente en la caverna de Tito Bustillo

Llegué tarde al libro, como a casi todo lo bueno de esta vida, pero me consuela saber que empecé la Ilíada —nunca se termina de leer— dos milenios y pico después de Homero, que ya es retraso, y no me ha ido tan mal. Desde hace tres años, aunque dimití como profesor, aún comienzo simbólicamente...

Llegué tarde al libro, como a casi todo lo bueno de esta vida, pero me consuela saber que empecé la Ilíada —nunca se termina de leer— dos milenios y pico después de Homero, que ya es retraso, y no me ha ido tan mal. Desde hace tres años, aunque dimití como profesor, aún comienzo simbólicamente el curso impartiendo para mis queridas exalumnas una serie de conferencias en el recogido Rincón de Traspalacio. Como últimamente no me da la vida, me he puesto pragmático a la romana y he decidido aunar esfuerzos, así que con un viaje a Asturias en ciernes para ver la cueva de Tito Bustillo, presenté en esas ponencias las interesantes teorías sobre las pinturas paleolíticas que en 2002 publicó David Lewis-Williams en su controvertido La mente en la caverna. La conciencia y los orígenes del arte (Akal, 2005).

Que no se enteren aquellos prehistoriadores, únicos guardianes de la Verdad, que me acusaron de intrusismo cuando este simple mortal cometió la osadía de explicar en clase Lascaux y Chauvet

"Nada, ahora la cosa va de chamanes arrastrándose a lo comando por angostos túneles con un pincel en la boca, de plasmar en las paredes el resultado de psicodélicos viajes ritualizados, del innato sentido espiritual de nuestra especie…"

El libro es uno de esos ensayos sustanciosos que mi codirectora de tesis, Carmen Sánchez Fernández, entiende que debo leer en mis pocos ratos de asueto para ampliar horizontes más allá de la antigua Grecia, concretamente a mano izquierda, fachada franco-cantábrica, periodo magdaleniense. Créanme, el texto es un maravilloso y pesado diamante en bruto arduo facetar, no es divulgación científica sino droga dura para versados. En sus palabras, “ese concepto amorfo y cambiante que nosotros, en nuestro lugar concreto en la historia, llamamos «arte»”, una vez más es sometido a juicio tras un siglo de investigación, descubrimientos y especulaciones sobre su significado de toda laya. No en balde, Lewis-Williams publicó su obra, oportunamente, justo un siglo después del sonado Mea culpa d’un sceptique de Émile Cartailhac, en el que el descreído y chovinista prehistoriador francés reconoció la autenticidad de las pinturas de Altamira, varios años después de la muerte de su “descubridor” (en realidad, fue su hija) y defensor, Marcelino Sanz de Sautuola. Pues bien, tras cien años de propuestas interpretativas, llegó La mente en la caverna para arrojar algo de luz sobre los que aún estábamos viendo sombras en las paredes y no —¡Oh, Platón redivivo!— las verdaderas imágenes plasmadas en los albores de la creación artística. Reconozco que desde el título el guiño a la famosa alegoría de La República (VII) —que me lea Ulises Adrados citar a los clásicos— se me antojó un acto de hýbris haciendo que cogiese el libro con cierta ojeriza (hete aquí la revelación, blablabla…), pero tras su lectura, muy masticada, me he subido al carro y con el celo propio del converso, si me dan un micro, apoyo con vehemencia la idea de que el arte surgió en el paleolítico superior —hacia el 45.000 a. E.— gracias al desarrollo neuropsicológico del homo dos veces sapiens y como fruto de los estados alterados de conciencia. Sí, un lío gordo como un mamut.

Adiós a las vetustas teorías que promulgaban “el arte por el arte” —y a esa abuela ociosa creando porque no tiene más que hacer—; despidámonos también de las ideas comparativas etnológicas y su “magia simpática” propiciatoria de la caza -pintan bisontes, pero comen cérvidos-, y de las sofisticadas tesis estructuralistas de Laming-Emperaire y Leroi-Gourhan (como ven, para dedicarse al tema es perentorio tener apellidos compuestos) sobre la relación simbólica de las figuras entre sí y con el lugar donde se emplazan. Nada, ahora la cosa va de chamanes arrastrándose a lo comando por angostos túneles con un pincel en la boca, de plasmar en las paredes el resultado de psicodélicos viajes ritualizados, del innato sentido espiritual de nuestra especie… Algo tan interesante como arriesgado de firmar y, sinceramente, muy difícil admitir en todos los contextos y ejemplos a lo largo de unos 35.000 años, que es mucho. Menos mal que me dedico a la arqueología clásica —que también tiene lo suyo—, porque vaya berenjenal.

"Allí la catábasis se hace por etapas, aclimatando los ojos a la oscuridad, mientras se traspasan varias puertas al Hades que impiden las destructoras corrientes de aire."

Ya vale, esto es Zenda/Viajes literarios y la mujer que besó a Virgilio me demanda las crónicas de mis periplos librescos, mejor aún si es con las alumnas —según Sara Salander— porque siempre aportan su inherente sal a cualquier actividad (presuntamente) académica. A La mente en la caverna, como dije, llegué tarde —y, aparte de criticadísimo, seguro que ya está demodé—, pero no a la cueva de Tito Bustillo. De hecho, la abrimos nosotros, previo aviso de unas millennials riosellanas que, tras preguntarnos muy extrañadas si íbamos a pasar, nos advirtieron que era “un truño” (!). Mira que me había estudiado el sitio y visto imágenes, pero nada está a la altura de la grandiosidad del fenómeno kárstico en el que nos adentramos. Allí la catábasis se hace por etapas, aclimatando los ojos a la oscuridad, mientras se traspasan varias puertas al Hades que impiden las destructoras corrientes de aire. Mientras iba pensando cuántos debieron palmar por aquellos andurriales que aún hoy resultan peligrosos, tras casi 700 metros de viaje al centro de la tierra —reconozco que antes sisé esta información a mi grey para que no se me asustara—, llegamos al entronque que sirve de antesala al llamado ‘Gran panel’. Exudaba emoción, ¡iba a ver mis primeras pinturas paleolíticas! Avanzamos un poco más y en la penumbra reconocí vagamente la protuberancia de la sala donde se hallan, sin verlas aún. El momento era inminente. Expectantes y sumidos en la oscuridad, Pablo —nuestro guía—, aún nos dio tiempo para mordernos un poco más las uñas mientras nos ponía en situación, y de repente, con un experto juego de manos y linterna —“hago chas y aparezco a tu lado”— iluminó el famoso perfil del caballo de Tito Bustillo.

Con el tiempo trascurrido desde entonces, sólo puedo contar lo que sentí apropiándome de aquella frase de Freud cuando cruzó los propileos de la Acrópolis, tras una vida de lecturas, y, por fin, contempló el Partenón: “Ah, era verdad” (en traducción libre). He visto infinidad de fotografías de pinturas parietales, las he estudiado y tratado de explicar, pero ante ellas entré en shock. Creo que cuando me arrodillé para contemplarlas había en ese acto algo más que la búsqueda de una perspectiva mejor…

"De Ribadesella a la cueva de Covadonga —otro locus sacrum prehistórico—, fabada, cachopo y a Cangas de Onís como postre para ver el dolmen neolítico que yace bajo la ermita de la Santa Cruz y el mal llamado puente romano."

Pero el éxtasis me duró poco. Siempre vamos con prisa y he de cumplir el programa (nada de visitar el ‘Camarín de las vulvas’). De Ribadesella a la cueva de Covadonga —otro locus sacrum prehistórico—, fabada, cachopo y a Cangas de Onís como postre para ver el dolmen neolítico que yace bajo la ermita de la Santa Cruz y el mal llamado puente romano. Resollante tras el maratón, concedí una hora de esparcimiento para la contemplación espiritual…o el gin-tonic, mas un viaje con mis colegialas siempre depara sorpresas. Cuando regresé al autobús observé consternado que una de ellas —la misma que en las sugestivas profundidades de Tito Bustillo no se le ocurrió otra cosa mejor que hacer gracietas sobre los catalanes—, rendida al espíritu de Pelayo —supongo—, había aprovechado su tiempo libre para comprar una gran bandera rojigualda (ay, con la que está cayendo y mi criatura desposeída de gallardete en el balcón) y había desplegado ésta sobre mi asiento. Es más, reunió al conciliábulo y cuando subí, como todo epílogo al fantástico día, me recibieron canturreando un atronador “¡que viva España!” (dado que interpretan mis críticas al gobierno como un acto desleal y traidor para con la Patria —con mayúscula, vive Dios—). Pero bah, yo, afortunadamente, seguía con la mente en la caverna y en mi haber una nueva camiseta que reza: “SEÑOR, DAME PACIENCIA”. ¡Pero dámela pronto! 

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Ángel Carlos Pérez Aguayo

Historiador del arte y eterno doctorando en arqueología clásica. Ex Boy-Scout y profesor. Viajero mercenario. Fotógrafo venido arriba. Fumador en pipa on Her Majesty's Service. Si tiene usted algún problema y se lo encuentra, quizá pueda contratarlo...

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