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La memoria de la humanidad sufriente - Zenda
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La memoria de la humanidad sufriente

Es cierto que bien mirado, los seres humanos, que con tanta pasión rastreamos las sombras del placer, no estamos —no podemos estar jamás— a la altura del dolor. Atrás han quedado, afortunadamente, las gélidas estampas de los gulags, por ejemplo, pero aún vivimos tiritando de desconsuelos. Es como si al sol le costara cada día...

Aunque no solemos reparar en ello, la falta de cultura es lo que nos impide exprimir el jugo completo de un libro, de una película o de un cuadro. Pero también condena a quien carece de sus coordenadas a la más despiadada soledad, lo cual es mucho más dramático. En los campos de concentración, justo allí donde la humanidad y la compasión empalidecían, había prisioneros que, a fin de consolarse, apuraban en barracones fríos y sucios como lodazales los recuerdos lejanos de un violín o de unos versos aprendidos piadosamente. Ni la música ni la literatura atemperaron seguramente sus desgarros, pero los hermanaron con quienes, antes o después, compraron billete para viajar hasta as entrañas del infierno. ¿Qué hubiera sido de ellos, cabe preguntarse, sin ese escueto alivio? Pensemos en lo que podría suceder hoy, de qué prosa o ritmos disponemos para aferrarnos a la vida o expresar nuestro estupor.

Es cierto que bien mirado, los seres humanos, que con tanta pasión rastreamos las sombras del placer, no estamos —no podemos estar jamás— a la altura del dolor. Atrás han quedado, afortunadamente, las gélidas estampas de los gulags, por ejemplo, pero aún vivimos tiritando de desconsuelos. Es como si al sol le costara cada día más desperezarse o salir. Miramos al futuro con ojos apocalípticos, adentrándonos cada mañana en crisis inexorables, pandemias, muertos y guerras. Nada es nuevo, pero la inseguridad existencial que late en la atmósfera se une a nuestra desidia espiritual, a nuestra incapaz creciente por echar mano de Píndaro o para salmodiar, mirando al cielo, oraciones longevas; ni siquiera estamos entrenados para leer a Camus o a Shakespeare y lidiar, de su mano, con la intemperie.

"Se sabe que las penas no remiten cuando se comparten, pero no hay duda de que se hace más llevadero el camino de la vida"

Algo parecido a esto es lo que sostiene Michael Ignatieff, un intelectual canadiense acostumbrado a capear con la política y filósofos de célebre abolengo, que se enfanga en su último libro con los problemas de la desesperación. Como todos los que se las han visto con el misterio de la aflicción, constata que la inteligencia encalla, una vez y otra, en el salvaje risco de la congoja y contingencia humana. Él también —lo confiesa— ha sentido el aguijón de la desesperanza y concluye que el consuelo no consiste tanto en indagar las razones de lo que —como la muerte o los tormentos— no puede tenerlas como en apoyar —alargando la mano o estrechando en un abrazo, con la sola mirada, incluso— al que anda a nuestra vera desalentado o cabizbajo. Se sabe que las penas no remiten cuando se comparten, pero no hay duda de que se hace más llevadero el camino de la vida.

En este libro, que es, pues, la forma más confortable que hallado el propio Ignatieff para conjurar sus duelos, hay dos ideas que sobrevuelan, que van y vienen como una ardua e irrefutable verdad. La primera es que la pérdida de la sensibilidad religiosa —tan palpable en las nuevas generaciones, pero también en los cada vez más triviales entretenimientos de los mayores— ha dejado en la cultura una oquedad categórica, convirtiéndola en una cáscara hueca, en un rastrojo. Desde que aconteció eso que Max Weber dio en llamar el desencantamiento del mundo vagamos sin bitácora, con la sensación de que el progreso o la seguridad no han compensado la orfandad religiosa. O, al final, nuestro desarraigo.

"Quienes tienen una concepción infantil, mágica o primitiva de la fe han jugado a ser funambulistas para conciliar la existencia de un ser supremo con terremotos y enfermedades letales"

Ignatieff, en cualquier caso, no aboga por regresar a un mundo de catedrales atestadas y olor a sacristía. Lo que muy oportunamente sugiere es que no es lo mismo desbancar el absoluto que acostumbrarse a vivir sin su cobijo, algo que confirman los mesianismos políticos y el populismo con ademán sacerdotal que, de norte a sur, nos asolan. También se discierne un resabio supersticioso en la ola transhumanista que ha irrumpido, junto con otras modas, con la voluntad de sustituir a la alta cultura, la que en realidad nos humaniza, hecha de sueños y anhelos, de desesperanzas y azares, y mucho más eficaz a la hora para torear los sinsabores del universo.

Aprendemos en Ignatieff que la cultura brinda calor cuando parece que fuera arrecia el sinsentido a, pero no tiene el poder taumatúrgico de alterar el ciclo de las estaciones. Siempre habrá inviernos más o menos inhóspitos. Y aquí viene la segunda idea que se reitera, a modo de ritornelllo, en el ensayo, a saber, que no hay nada que nos vacune contra el desconsuelo. Ni tan siquiera Dios, a pesar de que Ignatieff no desdiga esa boutade pueril que expresó Marx, según el cual las grandes religiones han servido para anestesiar la conciencia de los infortunios. Que se lo digan a Job, fatigado bajo el peso de úlceras sangrantes, justo y santo, que se enfrenta al silencio inclemente de Dios. Quienes tienen una concepción infantil, mágica o primitiva de la fe han jugado a ser funambulistas para conciliar la existencia de un ser supremo con terremotos y enfermedades letales. Ninguno, sin embargo, ha conseguido mantener el equilibrio porque nos damos de bruces ante la muerte de un niño, una dolencia insospechada o la pérdida de un ser querido en la flor de la vida.

Ignatieff recuerda en estas páginas aquellos momentos en que hombres y mujeres excepcionales han sentido los zarpazos del destino en el alma, sus desgarrones, desde Cicerón, amargado por la muerte de su hija, hasta Primo Levi, que tras su traumática experiencia no volvió a esbozar una sonrisa. Son hitos, jalones que constituyen la memoria de nuestra humanidad doliente. Se trata, por tanto, de un ensayo en el que se fusiona la nobleza y el coraje con el miedo, el horror y la angustia y que puede servir para recordarnos, cuando nos llegue la noche, la voz de otros que atravesaron oscuridades igual de espantosas o mucho más que las nuestras.

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Autor: Michael Ignatieff. Título: En busca de consuelo. Traducción: Jordi Ainaud i Escudero. Editorial: Taurus. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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José María Carabante

José María Carabante es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y colaborador en diversos medios culturales. Dirige, además, la sección de crítica de libros de ensayo en la Agencia de Prensa Aceprensa. Ha escrito diversas obras sobre pensamiento filosófico contemporáneo, entre las que destaca Entre la esfera pública y la política discursiva y Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna.

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