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La mancha moral - Zenda
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La mancha moral

El moralista no se da cuenta de que la mala persona es él, que con su moralismo trata de ejercer poder sobre los otros, y los acusa, y los tacha de malas personas. Defiende lo que él considera que es el bien, la corrección moral de su religión, y ello lo sitúa en el bien...

El demagogo se hace trampas al pensar, para no pensar. Siempre. Busca una comparación que le permita acusar a «los malos» y quedar entre «los buenos» y hasta ahí llega todo su ejercicio intelectual. Pura superficie. Engaño al rebaño que pastorea. Autoengaño, también.

El moralista no se da cuenta de que la mala persona es él, que con su moralismo trata de ejercer poder sobre los otros, y los acusa, y los tacha de malas personas. Defiende lo que él considera que es el bien, la corrección moral de su religión, y ello lo sitúa en el bien y a los que no concuerdan con él, en el mal.

Hace unos años, en España, era muy evidente que esto sucedía así con la religión católica. Había que quitarse de encima su moral. Hoy, sin embargo, no nos está sucediendo con la moral católica, pero nos sucede exactamente lo mismo con la moral woke. Tenemos que quitárnosla de encima, igualmente.

"Mal negocio, una moral por la otra, que, en definitiva, es la misma, y, en cualquier caso, moraliza a las personas, salva a unas y acusa a las otras"

Pero ahí hay un punto de interés: el problema es la moral y que te moralicen, el problema son los curas, no las personas a las que su moral dice defender. Se puede perfectamente ser «amigo» de la homosexualidad y de la negritud y de la mujer y de la naturaleza y no transigir con que un cura woke te someta a su moral. El moralista dice: si no compras toda mi moral, eres mala persona (Pablo Malo lo retrata así en su libro Los peligros de la moralidad). El moralista te persigue con esa idea, eres mala persona, mala persona, si no estás conmigo es porque eres mala persona. Y, si no te avienes, convence a todos los moralizados de que es así, de que eres una mala persona. Sentimos pánico ante esa posibilidad, nuestro miedo a ser considerados malas personas nos acalla, y, poco a poco, el silencio va abarcando todos los ámbitos. La posición ideológica de lo que decimos no se encontrará donde sabemos que nos acusarán de ser malas personas, es decir, fuera de la corrección política, a menos que otro nutrido grupo nos acoja en su seno y nos convenza de que no, de que es justo pensando como los otros que se es mala persona. Mal negocio, una moral por la otra, que, en definitiva, es la misma, y, en cualquier caso, moraliza a las personas, salva a unas y acusa a las otras.

"Son las malas personas dispuestas a atacar a otras las que producen que los editores de EE.UU. rehúsen hablar en público sobre cancelaciones y censuras en su sector"

Lo cierto es que malas personas hay en todos lados, también en todas las ideas. En EE.UU. se viene denunciando que la cultura de la cancelación se está produciendo desde sectores de la izquierda y desde sectores de la derecha. Desde ambos. La mayoría de la gente es buena gente. Precisamente, son las malas personas las que están dispuestas a atacar a personas concretas o las que protestan en una biblioteca para que retiren los libros de determinado autor, en vez de hacer lo que las personas que valen: discutir ideas, participar en el debate, pensar y ofrecer argumentos. En realidad son pocas personas las que protestan en las bibliotecas de EE.UU., pero, como ha relatado Juan Soto Ivars a Iker Jiménez, se bastan para amedrentar al bibliotecario con sus querellas morales. El caso es que se están retirando de las bibliotecas de EE.UU. casi por igual libros infamados por “activistas” de derechas y libros vilipendiados por “activistas” de izquierdas.

Aunque se trata de una minoría de moralistas canceladores, producen una gran espiral del silencio. Son las malas personas dispuestas a atacar a otras las que producen que los editores de EE.UU. rehúsen hablar en público sobre cancelaciones y censuras en su sector, por ejemplo, lo que denota su pánico ante la posibilidad de decir lo que piensan y que los tachen de malas personas. La espiral del silencio avanza. La censura “progresa”. Es el serio inconveniente de dejarse liderar por la pequeña minoría de malas personas que dicen defender “nuestras ideas”.

"Es una pena vivir en un país en el que se segregan las obras de los artistas según lo que estos opinan, aunque no estoy seguro de que exista alguno en el que esto no sea así"

No hace mucho leí con estupor un tweet de la escritora Joyce Carol Oates que parecía un buen resumen del estado de la cuestión de la censura en la anglosfera: decía que un agente literario amigo suyo le había dicho que no puede ni conseguir editores que lean primeras novelas escritas por escritores varones blancos, da igual lo buenas que sean, no están interesados. Pero lo mejor era cómo terminaba el tweet: añadía que esto debe de romper el corazón a escritores (varones y blancos, se entiende) brillantes y críticos con su propio privilegio. Parecía obviar el roto corazón de todos aquellos jóvenes escritores varones y blancos que no estuvieran de acuerdo con ser críticos con su propio privilegio, acaso todos aquellos que no estuvieran de acuerdo con que los moralizaran. Esos, parecía desprenderse, se tienen bien merecido que ningún editor esté dispuesto ni tan siquiera a leer sus manuscritos. Pero la verdad es que infiero, tal vez a Joyce Carol Oates le faltó espacio para añadir matices y explicarse mejor, ya que se trataba de un tweet de 270 caracteres, confirámosle el beneficio de la duda.

"Es ese tipo de claudicación ética leve, la que se aprecia en quien se autocensura por si acaso. Esa carestía de firmeza ética tan difícil de reprocharle a nadie"

Es una pena vivir en un país en el que se segregan las obras de los artistas según lo que estos opinan, aunque no estoy seguro de que exista alguno en el que esto no sea así. Pero al menos el castigo es solo de «consumo», es decir, de nada, de consumo de las obras y de consumo del artista. En otro tiempo el castigo era sobre la propia vida del artista: el paredón, un tiro en la nuca… En realidad, estamos en una época y en un lugar tan amables con nosotros… Sólo nos bloquean en Twitter, deciden no comprar nuestro libro por tales o cuales opiniones nuestras, rabean para sí, y, justicieros, te insultan para sus adentros mientras se comen su propio hígado. Bien mirado, no es una pena. Es una maravilla. Estamos sometidos a un mal muy benévolo, construido sobre nuestra cobardía y de naturaleza muy blandita: ñoñería. Este “mal ñoño” se parece bastante a lo de Hannah Arendt, la “banalidad del mal”. La propia autocensura —y el silencio incómodo ante la censura y las cancelaciones que estamos viendo— supone una renuncia ética que se percibe como leve, que parece banal pero no lo es. Como cuando un bancario se esmera en complacer a sus jefes con su trabajo, aun a sabiendas de que implementan una política bancaria que acarreará problemas a muchas personas. Para sí, el bancario se dice que no es su culpa, no es él quien tiene que poner en peligro su empleo, el pago de su hipoteca y el colegio de sus hijos: eso que lo enfrente su jefe, o los jefes de su jefe, o el resto de compañeros, o los compañeros que no tengan nada que perder, quién sabe. Un exceso de banalidad del mal de ese cariz, con el tiempo, produce una crisis financiera que pone a mucha gente a sufrir. Tras ello, los dueños de la entidad bancaria, perdido todo el respeto por esos empleados suyos sin dignidad alguna, no tendrán reparo a la hora de sacrificarlos. No se han respetado a sí mismos, no se han cuestionado su propio trabajo, no han tenido la dignidad de oponerse a realizar prácticas indecentes, por qué habrían sus jefes de respetarlos. Es ese tipo de claudicación ética leve —productora del mal, sin embargo—, la que se aprecia en quien se autocensura “por si acaso”. Esa carestía de firmeza ética tan difícil de reprocharle a nadie, puesto que difícilmente no entraremos en contradicción con nuestra propia conducta en algún momento, se traduce en inconsistencia, blandenguería, debilidad que, en adelante, puede ser objeto de castigo.

Una tristemente célebre activista anuncia un curso (el curso que imparte “para que seamos exitosos”) con la siguiente frase: «El éxito es hacer lo que quieres, cuando quieres, donde quieres, con quien quieres y durante todo el rato que quieras». Yo me la imagino con una perrera terrible —perrera, así se dice en Canarias—, tirada en el suelo boca arriba, pataleando y manoteando en el aire, gritando y llorando porque el mundo, ay, la vida, ay, no le permiten hacer lo que quiere, cuando quiere, donde quiere, con quien quiere y durante todo el rato que quiere. Pobre, piensa como un niño de 5 años y se pone a enseñarlo. Algún día teníamos que hablar de la estrecha relación existente entre la cultura woke y la autoayuda.

Son muchas las expresiones culturales, de interés ínfimo pero con algún predicamento, que hoy se publicitan con títulos y frases motivacionales entre el activismo y la autoayuda, blanditas y sin contenido real ni profundidad apreciable. Es lo que se llamaba pensamiento débil hace unos años, tal vez, pero elevado a la enésima potencia de su debilidad. Y es triste, porque los vendedores de esa debilidad tratan a personas adultas como si fuesen niños chicos. Los motivan de un modo que los infantiliza.

"Victimizarse en un cuerpo que ni existe es la esencia de la ñoñería de un tiburón, victimizarse para coger impulso y poder agredir más fuertemente"

La autoayuda se detecta fácilmente cuando la actividad cultural se reviste de ñoñería, una ñoñería golosa que la hace consumible. Porque se trata de eso, de que la gente la consuma. Como ya he dicho, activismo y sistema económico van de la mano más que nunca. Los libros de autoayuda se vendían mucho, ahora ese hecho ha pasado a la cultura y a la economía mismas: se vende el activismo woke por medio de la ñoñería y la autoayuda. Y lo contrario. En realidad ya no se sabe si la ñoñería sirve para vender el activismo o el activismo se ha puesto a vender ñoñería. Se habla mucho, por ejemplo, de “los cuerpos”, “hay que escribir desde los cuerpos”, hoy habría que “crear con los cuerpos” (no se nos escape la dobladura del escritor ese, que ya de por sí escribe desde su cuerpo, indefectiblemente, desde dónde si no, cuando el subrayado lo que hace es una redundancia extremadamente cursi y relamida, redicha). Además, hoy, que un escritor varón escriba “desde el cuerpo de una mujer”, sin embargo, se está sosteniendo que resulta ominoso, como si no fuese oficio del escritor, del sexo que sea, escribir desde el personaje (masculino o femenino) que le dé la gana, para que vengamos ahora a conferirle propiedades de sacrilegio (“apropiación”) a lo que se produce sin cuerpos de por medio —sin cuerpo alguno ni propio ni ajeno, sin usurpador ni víctima—, para asentarse no en un cuerpo sino en la ficción, en la literatura. Victimizarse en un cuerpo que ni existe (el de “las mujeres” todas en su conjunto, el de un personaje de ficción específico y concreto) es la esencia de la ñoñería de un tiburón, victimizarse para coger impulso y poder agredir más fuertemente. También expresa este activismo-autoayuda que hay que ser body positive. Es decir: arrogantes, engreídos, vanidosos del cuerpo propio sea este como sea, en un alarde de narcisismo. Más cursilería. De esto ha dado buena muestra la fallida campaña “el verano  también es nuestro”, del Instituto de las Mujeres.

En nuestro tiempo hemos entendido el moralismo religioso medieval como algo que había que superar definitivamente, pasado, negatividad. En cierta medida, hemos creído que todo el pasado era peor, moralista, ignorante, y que el futuro no podía ser así. De hecho, hoy ponemos nuestras esperanzas en un futuro que nos salvará, que convertirá definitivamente en pasado nuestro presente, que volverá pasado todo lo que hemos decidido que no nos gusta de ayer y de hoy. Sin embargo, nosotros no éramos el objetivo de ese moralismo surgido en los primeros siglos de nuestra Era: ese moralismo, el activismo cristiano, sirvió para atacar y hacer desaparecer las ideas anteriores. Era el ariete de una demolición cultural que sepultó la filosofía griega y que metió a la humanidad en el cristianismo. Esto es, también, en el oscurantismo: el miedo, la ignorancia, el castigo, el pecado, la pobreza, la irracionalidad… después de tiempos que no habían sido ni hipermoralistas ni oscurantistas. Hoy estamos siendo, de nuevo, hipermoralistas, la censura es oscurantista, estamos padeciendo de excesos de moral.

"Mejorar el mundo mediante nuestra moral y nuestra acción directa, habrase visto cuánta soberbia. El activista es un ensoberbecido rigorista, triste"

Si se pudieron borrar —mediante moralismo— siglos de filosofía que no han llegado hasta nosotros, también se puede borrar, mediante moralismo, la obra de Pablo Neruda. Podemos leer a Neruda conscientes de que violó, tener muy presente a su víctima de violación mientras lo leemos, hasta que su lectura nos dé asco, para luego poder decir: Oh, mira qué buena persona soy, Neruda me da asco, ya no puedo leerlo. Entonces podemos sustituir a Neruda por cualquier poeta políticamente correcto… En su caso sería más importante la corrección política que la magnitud de su obra. No importaría que su obra no estuviera a la altura de la de Neruda, eso es lo de menos: interesa que la moralidad del relato del artista case bien con la moralidad establecida. Sin Neruda y con activistas en lugar de poetas, la cultura será pobre, nos volveremos un poco idiotas y sin criterio. Pero no importa, los grandes artistas políticamente correctos ya llegarán. ¿Acaso para el cristianismo no llegó Caravaggio? Eso lleva su tiempo, algunos siglos, tal vez. Mientras tanto, cancelamos el pasado en nuestro presente convencidos de que, al expurgar lo que no nos gusta, estamos mejorando el mundo (de nuevo una lógica absurda, “demencial”, que diría Nietszche). Mejorar el mundo mediante nuestra moral y nuestra acción directa, habrase visto cuánta soberbia. El activista es un ensoberbecido rigorista, triste.

Recientemente, en Baleares, se canceló la presentación de un libro. La canceló una universidad —¡nada menos que una universidad!— por miedo a la virulencia de la protesta de un grupúsculo. Hablamos de censura. Hablamos de libertad de expresión. Está bien. Pero no es lo mismo cuando la censura la ejerce un gobierno totalitario, un dictador con su aparato represivo, que cuando lo hace un grupúsculo por cuestiones identitarias, por su moralismo, por sus “autoayudas” narcisistas, por sus cursilerías. Son dos represiones distintas, me parece. El que recibe la censura brutal de un régimen ganará a la larga —en el caso de que sobreviva—, porque los dictadores no son eternos, el régimen pasa y los censurados, sus víctimas, serán reivindicados y rehabilitados en la medida de lo posible. Sin embargo, la cancelación cultural se parece más a lo que hicieron los cristianos con el mundo previo. La cancelación cultural tiende a hacer desaparecer los objetos manchados. Cada cierto tiempo se producen nuevas cancelaciones sobre el mismo objeto, el mismo autor, la misma obra, de tal manera que, lo manchado hoy por primera vez, en un tiempo remoto, sin más, desaparece. No es cuestión de días, ni de años, es un proceso largo e infamante que nos hace peores.

"Así funciona el moralismo. No arrasa de una vez. Va manchando las cosas. Lo que fue manchado una vez, volverá a serlo. Llegará un momento en que su desaparición ya no le sorprenda ni le importe a nadie"

Un día me di cuenta de que había una pintita de color rosado en el lateral de la repisa. Miré alrededor. No sabía quién la había puesto allí. En la casa solo estaba yo y solo yo había estado por mucho tiempo. Y no creía yo que la pintita, apenas un trazo, se pudiera haber hecho sola. Unos días después, la repisa desapareció. Alguien había entrado en la casa y se la había llevado. No supe si pensar que aquella pintita había tenido algo que ver. Miré la mesa de comer, la exploré de arriba a abajo y encontré, en lo alto de una de las patas, una pintita rosada como aquella otra. ¿Querría eso decir que la mesa también desaparecería, que alguien entraría y se la llevaría?, pensé. Hice guardia toda la noche. Solo me dormí al amanecer. Y, cuando desperté, la mesa aún estaba. Fui y la toqué como para cerciorarme de ello. La noche siguiente, sin embargo, había desaparecido. Me desesperé un poco. No había sentido a nadie entrar en la casa ni llevarse la mesa. Cómo lo habían hecho. Miré la ventana, la puerta, el techo… Entonces recaí con la mirada en el apoyabrazos del sofá: había allí otra pintita de aquellas. Parecían calcadas, la misma exactamente, si eso fuera posible. Aquella pintita era —operaba— como una acusación moral. Manchaba. Lo que manchaba apenas era percibido. Sin embargo, era una condena para todo el objeto. Poco después, la condena se hacía efectiva. Sin embargo el sofá no desapareció aún. Pasaron los días, las semanas, los meses. Ya casi me había olvidado de la pintita —también de la mesa y de la repisa desaparecidas— cuando descubrí una pintita verde oliva en el otro apoyabrazos, y una más, de color amarillo, en el centro del respaldo. Al parecer, alguien entraba en la casa cuando yo no me daba cuenta, manchaba el sofá como quien condena moralmente a determinada personalidad, y, si esa mancha no era suficiente mancha, volvía otro día y lo volvía a manchar. Solo era cuestión de tiempo. Una vez manchado en una ocasión… una pintita más otra pintita más otra pintita… tarde o temprano el objeto era suprimido.

Así funciona el moralismo. No arrasa de una vez. Va manchando las cosas. Lo que fue manchado una vez, volverá a serlo. Llegará un momento en que su desaparición ya no le sorprenda ni le importe a nadie. Aún podía mirar el sofá. Todavía no había sido cancelado. Allí seguía, sin embargo, sentenciado. No deja de sorprenderme que alguien pueda pensar que sus ideas políticas, sus creencias, al fin y al cabo (el que él y otros muchos las defiendan y las difundan), pueden proveer la salvación para la humanidad. Ese es un mecanismo, claro, que sitúa al ideólogo, al militante, al creyente, en la bondad. Por supuesto, ello implica automáticamente que otros quedan situados en la maldad. Y, por supuesto, ello constituye una visión maniqueísta del mundo, de la vida, de la sociedad, de las ideas. Cuanto más extremo es ese sentimiento (que no idea), esa emoción (que no idea), de encontrarse en el lado positivo de la historia, mayor es el maniqueísmo y mayor la polarización, mayor el sesgo cognitivo que impide a las personas barajar como posible acierto lo que les llega desde un sesgo ideológico distinto, mayor autocomplacencia, mayor tendencia al moralismo sobre los otros (los malvados) y mayor propensión al castigo, a castigarlos, tanto como a perdonar a los propios por cuestiones similares a aquellas otras. Una persona convencida de que sus creencias son las que nos salvan puede hacer mucho mal, sean estas conservadoras, nacionalistas, progresistas, sean estas políticas o religiosas…

"La violencia se relaciona con un exceso de moral, y por un exceso de moral puede despeñarse cualquier grupo moralista dogmático, o cualquiera de sus individuos, convertido en un lobo solitario dispuesto a reiterar violentamente la mancha sobre el objeto"

Salman Rushdie ha sido apuñalado cuando se disponía a participar en un acto público. Así funcionan las condenas morales. Pasa con Rushdie, sí, pero también con Picasso, con Neruda, con Plácido Domingo y con tantos otros… Ya han sido manchados por la nueva moral, que no es ni mejor ni peor que las antiguas. Los que manchan nunca son nadie, nunca son nada, la mediocridad más absoluta, nadie se acordará de ellos. Pero el poder de su mancha es temible. El ataque a Rushdie es en realidad la reiteración de la mancha. Es la mancha otra vez. Se salve o sucumba, es la mancha moral de nuevo y que continuará regresando incluso después de que fallezca. Alguno dirá que todo se debe a que se trata del islam, pero no, es el moralismo. Da igual cuáles sean los apellidos de las morales históricas, o quiénes sean sus seguidores, todas pasan por momentos de virulencia. El moralismo es lo sustantivo y lo común entre las virulencias. La violencia se relaciona con un exceso de moral, y por un exceso de moral puede despeñarse cualquier grupo moralista dogmático, o cualquiera de sus individuos, convertido en un lobo solitario dispuesto a reiterar violentamente la mancha sobre el objeto.

Sí, yo preferiría que hoy pudiéramos contar con todo aquello que el cristianismo hizo desaparecer de la cultura. También que alguien pueda leer a Neruda dentro de mil años.

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Nicolás Melini

Nicolás Melini (La Palma, 1969), es autor de una quincena de libros, entre los que se encuentran las novelas cortas El futbolista asesino, La sangre, la luz, el violoncelo y El estupor de los atlantes (esta última traducida al francés y al georgiano), libros de cuentos como Pulsión del amigo y Talón, y de poemas como Cuadros de Hopper y Los chinos. Ex programador de La noche de los libros y en la actualidad director del Festival Hispanoamericano de Escritores, reside entre La Palma y Madrid. @MeliniCoLaPalma

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