Otro primero de septiembre, el de 1939 —viernes para ser exactos—, un joven polaco llamado Andrzej Wajda —el futuro heraldo del nuevo cine de su país, que en los años 50 y 60 se aplaudirá en la cartelera internacional, solo cuenta catorce primaveras aquel día aciago— piensa en su padre unas horas antes. En el que ya es el último recuerdo que ha dejado a su hijo, el capitán Jakub Wajda hace la maleta, se despide de su familia y abandona su casa. Va a reunirse con su regimiento, el 72 de la infantería polaca. Mandado por el coronel Chachowski, está acuartelado en la ciudad de Ramdon, a orillas del Mleczna. Como todos los soldados de Polonia, el capitán ha sido movilizado. Esa maleta, de la que nos hablan diferentes noticias biográficas de Andrzej, resulta chocante: los soldados van a morir con un petate. Cuanto más pequeño, mejor: menor será la impedimenta con la que tendrán que cargar en las largas marchas que preceden a la batalla.
Mas ya han quedado atrás los tiempos en que los infantes iban a la guerra andando, avanzando a un ritmo que —dependiendo del ejército— podía oscilar entre los cien y los ciento veinte pasos por minuto. Lo que abruma al futuro cineasta, en el que sin duda quedará como uno de los días más aciagos de su existencia, es el presentimiento de que nunca más habrá de volver a ver a su padre.
Desde que, a las cuatro horas y veintiséis minutos de la madrugada, los Junkers de la Luftwaffe han dejado caer las primeras bombas sobre Polonia, en el preámbulo a lo que será la Blitzkrieg —la tristemente célebre “guerra relámpago” con la que Alemania invadirá media Europa en los próximos meses—, las tropas de la Wehrmacht están entrando a sangre y fuego en el país por el norte y por el sur. Otra gran cineasta, Leni Riefenstahl, la Reichsfilmregisseurin de los invasores, rueda algunos de los planos que documentarán el principio de la Segunda Guerra Mundial para la posteridad. Ese mismo día, primero de septiembre, ya será atacada Varsovia.
Como el joven Wajda, los polacos que no están movilizados escuchan las noticias en la radio. Aquella Europa que se disponía a vivir el mayor conflicto armado de la historia de la humanidad, iniciado entonces y precisamente allí, tendría en la radio su principal fuente de información. “London calling, London calling”, serán las palabras con las que, en los terribles meses que están por llegar, iniciará sus emisiones al exterior la BBC. La frase alcanzará las trazas de una consigna, mucho más que una llamada.
En la retaguardia, sobre los partes de guerra, la radio no tardará en convertirse en un símbolo de esperanza. Algo así como el Daily Planet a la Metrópolis de Supermán. Aunque siempre sean odiosas, permítaseme en este caso la comparación por un dato sumamente significativo. El veintisiete de febrero de 1940, la revista Look publicará unas viñetas en las que el superhéroe captura a Hitler y a Stalin para ponerlos a disposición de la Sociedad de Naciones —entonces con sede en Ginebra— y que respondan por el apocalipsis que uno y otro, en igual medida, han provocado. La capacidad de los políticos, para llevar a las masas que pastorean a la hecatombe, a ambos lados del espectro, en todas las épocas y latitudes, es una fuente inagotable.
Volviendo al joven Wajda, que el primero de septiembre de 1939 recuerda a su padre haciendo la maleta para ir a batirse con un ejército que, desde antes de que empezase la invasión, se sabía derrotado, el futuro autor de las películas más conmovedoras sobre la Armia Krajowa —el ejército patrio, la resistencia polaca— también estaba pendiente de Londres. Pero ni Londres ni París ordenaron el avance de sus tropas en defensa del suelo polaco. Ciertamente, a las nueve de la mañana del domingo tres de septiembre, el embajador británico en Berlín, Neville Henderson, presentó el ultimátum: “Si el gobierno de su Majestad no ha recibido garantías satisfactorias del cese de toda agresión contra Polonia y de la retirada de las tropas alemanas de dicho país a las once del horario británico de verano, existirá a partir de entonces el estado de guerra entre Gran Bretaña y Alemania”. Esa misma mañana, Francia hizo otro tanto.
Hay autores que sostienen que Hitler, después de haberse anexionado en 1938 su Austria natal mediante la Anschluss y de haber invadido Checoeslovaquia en marzo del 39 sin mayores consecuencias, no contaba con que los aliados acabasen declarándole la guerra. Se ha escrito que gritó a Joachin von Ribbentrop, su ministro de asuntos exteriores, pidiéndole explicaciones; también hay quien sostiene que Hermann Goering fue el único que se atrevió a imaginar lo que iba a ser de todos ellos si perdían la guerra que acababan de declararles los aliados. Según las cuentas previas al conflicto, únicamente Francia disponía de ciento veinte divisiones de infantería y dos mil trescientos carros de combate en su frontera con Alemania, que apenas contaba con doce divisiones. Si Francia hubiera atacado entonces, aquel mismo domingo, al expirar el plazo, puede que el curso de la guerra hubiese sido distinto y mucho más breve. “Todas las fuerzas alemanas estaban en el Vístula y no hemos hecho nada”, se lamentó De Gaulle. Pero está escrito que, en defensa de Polonia, por el momento, no van a acudir los ejércitos aliados.
Quién sabe si el joven Wajda, cuya mirada, ya adulta, habría de ser una de las más lúcidas en la denuncia del estalinismo, no empezaba a comprender, mientras escuchaba la radio y recordaba a su padre haciendo la maleta, el papel que estaban jugando los comunistas en la invasión de Polonia. Hay datos incontestables: las alusiones al Alzamiento de Varsovia (agosto-octubre, 1944) de Cenizas y diamantes (1958). En su tercera película de la trilogía sobre la guerra, Maciek Chelmicki (Zbigniew Cybulski), el protagonista de Wajda —un soldado de la Armia Krajowa—, odia a los estalinistas porque en las gloriosas jornadas del 44 —la mayor rebelión civil que conoció la Europa invadida y sojuzgada por el Reich que iba a durar mil años—, los soviéticos, pese a que ya eran aliados de Polonia, no acudieron en ayuda de los patriotas polacos, quienes se movían por las alcantarillas para liberar su capital. Unos doscientos cincuenta mil varsovianos murieron con las armas en la mano o a consecuencia de haberlas empuñado durante el alzamiento.
Es más, los historiadores que no se dejan llevar por esa complicidad con el estalinismo en la que cayó buena parte de la izquierda internacional a lo largo de todo el siglo XX —y aún ahora sigue moviendo a los más recalcitrantes defensores de las revoluciones bananeras, reconvertidas en negocios de la casta o familiares—; es decir, los historiadores carentes de la abominable conciencia política, que siempre ciega la razón, vienen a hacer hincapié en que la alianza entre soviéticos y nazis, sellada el veintitrés de agosto del 39 mediante el pacto Ribbentrop-Molotov, bien pudo haber sido el estímulo que Hitler encontró, al margen de lo que hiciesen o dejasen de hacer los aliados, para ocupar Polonia.
A Stalin el pacto le ofrecía la posibilidad de anexionarse los territorios cedidos a Polonia tras el Tratado de Riga (1921). La guerra, al desgastar a sus enemigos ideológicos, era, además, toda una oportunidad para el avance del comunismo. De modo que no dudó cuando los alemanes, aquel primero de septiembre en que el joven Wajda recordaba al capitán haciendo la maleta, le instaron a invadir la parte oriental de Polonia. Se dice que había sido establecido en un protocolo adicional y secreto del pacto. Ciertas disputas en la frontera japonesa, el procedimiento de movilización del ejército rojo y el deseo de dejar que Polonia se debilitase en su lucha contra Alemania hacen que el Zar Rojo retrase su invasión hasta el día diecisiete. El veintidós, las fuerzas de los dos genocidas más grandes que ha conocido la humanidad —da grima hasta escribirlo—, ya se estrechan la mano en suelo polaco.
La caballería polaca pierde la última batalla de la primera guerra relámpago con toda la dignidad que la derrota puede otorgar a los vencidos. El cinco de octubre, sus valientes jinetes galoparían, lanza en ristre, contra los panzer alemanes en la batalla de Koch, al oeste de Varsovia. “A poco, sobre la árida landa no se veían más que caballos sin caballeros y caballeros sin caballo”, escribe el periodista italiano Indro Montanelli, enviado especial del Corriere della Sera. El mando alemán, dando a entender que quiere evitar bajas innecesarias, ordena disparar a las patas de las monturas. “Pero el objetivo de los jinetes polacos —continúa Montanelli— no es la victoria ni la huida, es morir con el arma en la mano. Y lo consiguen a toda costa”.
El capitán Wajda estaba en otro frente. Fue hecho prisionero por los soviéticos y asesinado vilmente en las matanzas perpetradas por el Comisariado del pueblo para asuntos internos, la NKVD, la policía política soviética que llevó a sus cautivos a Polonia para su fusilamiento en los bosques de Katyn. Un crimen contra la humanidad —aireado en un primer momento por los nazis— en el que casi veintidós mil personas —entre soviéticos, militares, policías e intelectuales polacos— fueron asesinadas por los estalinistas. Aquel primero de septiembre estaba en lo cierto, el joven Andrzej Wajda no habría de volver a ver a su padre.
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