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La maldición del Marqués de Sade, de Joel Warner - Zenda
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La maldición del Marqués de Sade, de Joel Warner

Hay cierto consenso en considerar que Las 120 jornadas de Sodoma o La escuela del libertinaje es la novela más degenerada de la historia de la literatura. El Marqués de Sade la escribió en 1785, mientras permanecía en la cárcel de la Bastilla, y Georges Bataille quedó tan horrorizado al leerla que aseguró que nadie...

Hay cierto consenso en considerar que Las 120 jornadas de Sodoma o La escuela del libertinaje es la novela más degenerada de la historia de la literatura. El Marqués de Sade la escribió en 1785, mientras permanecía en la cárcel de la Bastilla, y Georges Bataille quedó tan horrorizado al leerla que aseguró que nadie podrá jamás terminarla sin sentir náuseas. Además, el manuscrito de este libro, un rollo de pergamino de 12,10 metros de longitud, ha pasado por tantas vicisitudes que Joel Warner no ha podido más que escribir un libro explicándolas.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas del prólogo de La maldición del marqués de Sade, de Joel Warner (Crítica).

***

Prólogo

El prisionero de la torre

22 de octubre de 1785

Cuando se ponía el sol tras los tejados de pizarra en el París de finales del siglo XVIII, un preso solitario empezó a escribir, inclinado sobre su mesa en la Torre de la Libertad de la Bastilla:

Las considerables guerras que hubo de librar Luis XIV a lo largo de su reinado, aun habiendo agotado las finanzas del Estado y los recursos del pueblo, revelaron sin embargo el secreto para enriquecer a una enorme cantidad de sanguijuelas siempre al acecho de las calamidades públicas, provocándolas en lugar de apaciguarlas […] Fue hacia el final de ese reinado […] cuando cuatro de ellos idearon el singular hito de libertinaje que estamos a punto de describir.

La punta delgada de la pluma corría por la estrecha hoja de papel, llenándola de letras delicadas y casi microscópicas, las hileras de tinta marrón tan juntas para ahorrar espacio que las astas descendentes de las jotas, las pes y las íes griegas se hendían cual lancetas en la línea inferior. Mientras escribía, la luz de las velas centelleaba en las paredes de piedra encalada de su diminuta celda octogonal, con el aire viciado a causa de los residuos que caían al foso desde la alcantarilla situada bajo su ventana. Fuera de la celda se oía el eco de las puertas crujiendo, las llaves tintineando y los cerrojos deslizándose, los únicos signos de que no estaba completamente solo.

En aquella noche fría, las sombras se proyectaban sobre los enseres que le estaban permitidos a un prisionero como él, de apellidos aristocráticos: estanterías combadas bajo el peso de seiscientos libros que incluían títulos de Homero, Newton y Shakespeare, así como obras sobre la existencia de Dios, el movimiento de los fluidos y la historia de los vampiros. En las paredes había frascos de colonia cara, toallas de lino, cojines de terciopelo y tapices de vivos colores. Había también una preciada colección de consoladores tallados en palisandro y ébano por un destacado fabricante de armarios parisino, siguiendo unas exigentes especificaciones.

El ocupante de la celda era uno de los delincuentes más impopulares de la Francia del siglo XVVIII. Se había pasado el grueso de sus cuarenta y cinco años de vida deleitándose en la depravación: participando en actos blasfemos con una meretriz, torturando a un vagabundo, envenenando a prostitutas, escondiéndose en Italia con la romántica compañía de su cuñada, encerrando a chicas y chicos en su castillo para satisfacer sus deseos sexuales y sobreviviendo por poco a un balazo en el pecho. Durante años había esquivado a la ley: escapó de una prisión alpina, eludió una redada militar en su casa, se zafó de las garras de un escuadrón de policía y evitó su ejecución pública.

Se llamaba Donatien Alphonse François de Sade, pero casi todo el mundo lo conocía como el marqués de Sade. Las hazañas de Sade tocaron a su fin cuando fue capturado en 1778. Al principio lo destinaron al Château de Vincennes, una residencia monárquica reconvertida en prisión y situada en un coto de caza a las afueras de París, donde había permanecido encerrado una breve temporada cuando era mucho más joven. Durante seis años vivió en una celda húmeda e infestada de roedores cuyas estrechas ventanas solo dejaban entrar una tenue luz. Pero, en 1784, las autoridades clausuraron Vincennes y fue trasladado a unas instalaciones aún más deprimentes: la Bastilla. Situada cerca del corazón de París, la Bastilla era una de las cárceles más famosas de toda Europa. Con una orden de arresto firmada por el rey, Sade había sido encerrado sin cargos, juicio ni posibilidad de apelación. Probablemente no saldría nunca de allí.

El tiempo entre rejas había pasado factura a la figura antaño esbelta de Sade. La inactividad y su afición a las exquisiteces que le enviaba su mujer — paté de anguila, pasteles de chocolate, tordos envueltos en bacón— le habían provocado obesidad. Padecía migrañas, gota, hemorragias nasales, problemas respiratorios, mareos y hemorroides tan dolorosas que necesitaba un cojín especial de cuero para sentarse a la mesa. Como prácticamente había perdido la visión, empezó a llevar unas extrañas gafas también de cuero que parecían una máscara. En sus crecientes delirios había llegado a percibir un código secreto de señales numéricas ocultas en su monótona existencia: los días que llevaba encarcelado, el número de cartas y paquetes que recibía o las veces que se había estimulado sexualmente en su celda. Creía que, una vez descifrados, esos números revelarían la fecha de su puesta en libertad. Otras veces llegaba a la conclusión de que se estaba volviendo loco.

Sade había desarrollado una obsesión que eclipsaba a todas las demás: la necesidad de poner pluma sobre papel. «Me es imposible darle la espalda a mi musa», escribió en una carta. «Me arrastra, me obliga a escribir aunque no quiera y, hagan lo que hagan para tratar de impedírmelo, no lo conseguirán.» Componía cartas interminables, ensayos, obras teatrales y novelas, y emprendió una carrera literaria cuya reputación perduraría mucho después de que él se hubiera ido y daría lugar a una obra tan violenta y obscena que su autor sería descrito como «el espíritu más libre que haya vivido jamás», el «apóstol de los asesinos» y el «profesor emérito del crimen». Gracias a sus escritos, Sade estaría tan profundamente asociado a la crueldad y la perversión que, en todo el mundo, su nombre sería sinónimo de la obtención de placer a través del dolor.

Pero nada igualaría la vulgaridad que alcanzó con el proyecto inaugurado aquella noche de octubre. Los expertos describirían el resultado como «una de las novelas más importantes jamás escritas» y como «el evangelio del mal». La obra se titulaba Las 120 jornadas de Sodoma o La escuela de libertinaje.

(…)

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Autor: Joel Warner. Título: La maldición del marqués de Sade. Traducción: Efrén del Valle. Editorial: Crítica. Venta: Todostuslibros.

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