Foto de portada: Two hobos walking along railroad tracks. Autor desconocido (circa 1880-1930). Detalle.
Se hace duro pensar que pueda haber cosas buenas que se pierden, desde libros que nadie leerá, que decía Eco, hasta lienzos que muy difícilmente saldrán alguna vez de sus talleres. Partiendo de una posición idealista, consuela un poco recordar que el tiempo rescata y olvida a veces, purga y recupera sin que nada se pueda decir sobre sus siempre misteriosos métodos. Puede que se trate de creer en el hado, el fatum clásico, o quizá tengamos que convenir con Salinas que solo queda confiar en el azar, tal como propone, decidido, en Fe mía; un poema recogido precisamente en Seguro Azar (1928). Tendría sentido que todo estuviese escrito y sin escribir, las dos cosas. En cualquier caso, la eternidad es mucho más interesante que el petardeo provisorio, que los ropajes estridentes de quienes se hacen con el momento con talentos calculadores, habiendo asumido sin pudor el paradigma autoexplotador y empresarial. Pan para hoy.
No es fácil mantener un enfoque posromántico en un ínterin cultural declinante. La hiperexposición y las estrategias mercadotécnicas consagran la poesía ful y el arte que se vende con maneras eróticas, solo hay que darse una vuelta por Instagram para verlo. La calidad ha dejado de ser un vector importante en —nos servimos del título— La era del vacío (Anagrama, 2006), donde Lipovetsky advierte cómo el principio de seducción se ha impuesto sobre el principio de convicción, que siempre exige un cierto esfuerzo intelectual por parte del receptor. Atendiendo al clásico —Eco otra vez— Apocalípticos e integrados (1964), un libro en el que se sugería que Hemingway era un bluff antes de que John Irving lo corroborase, se puede renegar de lo malo o se puede integrar todo en una especie de visión panorámica. Esto último quizá fuese posible en los sesenta. No ahora, a no ser que se acepte mediocridad, si no directamente fraude, como animal de compañía.
Lo bueno y lo malo no son aquí valores relativos, y de todas formas es una discusión congelada porque, de facto, es bueno si lo puedes vender, mientras que, si no sabes cómo hacerlo o no aceptas las reglas del juego, las cosas se vuelven realmente difíciles. Aparece así la lucidez del perdedor; un concepto tomado de una entrevista a Sacristán en este mismo medio, aunque en estas líneas se le otorgue un sentido particular. El mercado ha persuadido a casi todo el mundo de que conviene prostituir los propios valores, las intuiciones, las visiones simples y limpias de la vida, si con ello puedes prosperar haciendo lo que siempre has querido hacer. No merece la pena, y por ello tanto el hado como el azar son mecas del perdedor lúcido. Aunque obligue a tener que desempeñar variopintos trabajos alternativos, como los de José Hierro, por ejemplo, no hay por qué transformarse en lo que uno no es ni beber los vientos por tomar partido en la mascarada global.
Genet, Bukowski y Pasolini son referentes de una eventual camarilla perdedora. Ni son los únicos ni es una cuestión de reconocimiento. Aunque muy distintos, sus contextos vitales son la práctica contrapartida de la pose, las fotografías con sonrisas forzadas y hashtags y la retransmisión en directo de prácticamente cada momento: una pornografía más obscena que el porno en sí mismo, que al menos no tiene ínfulas de nada. No es descabellado intuir que ninguno de ellos se habría movido bien en el mundo de la apariencia inmediata, incluso en el caso del segundo, que era todo un performer en realidad. Los ambientes sórdidos y marginales por los que se movieron les apegaron al mundo crudo, y de este destilaron lo que destilaron. Las cosas han cambiado mucho y es realmente extraño imaginarse a cualquiera de ellos comentando con emojis infantiloides en la publicación de un colega.
La lucidez del perdedor de Sacristán está cargada de militancia. Esta no tanto, más bien es una enmienda a la totalidad de una escena cultural adulterada por el exhibicionismo, que es el aspecto visible de la ética del éxito sin reparar en medios ni remilgos. Hacer estupideces como las que El Hormiguero exige a sus invitados no es algo inevitable para futuros candidatos, sin que importe tanto para los que repiten, teniendo en cuenta que ya vendieron su alma. Bookchin dijo, y puede aplicarse aquí, que asumir que lo que actualmente existe tiene que existir necesariamente es el ácido que corroe el pensamiento visionario. Le secundo. Si así están las cosas convendrá cuestionarlas, aunque nos pase como a Eusebio Poncela, que en otra entrevista reciente decía que ser buena persona había hecho de él un perdedor. Uniendo todo en una frase final, la claridad del visionario consistiría en no regalarse, aunque el sacrificio sea serio. Siempre hay alguna otra vía, digan lo que digan los gurús tecnológicos y bajo la premisa desacomplejada de que el simulacro siempre sigue el rastro del dinero. Nada nuevo bajo el sol.
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