Foto de portada: Marta Velasco.
Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de su vocación, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo acaso más necesario: la literatura.
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Esta semana yo quería hablar sobre el amor como camino a seguir para alcanzar el despertar literario, en concreto quería hablar sobre las cartas que Sara Torres escribía de pequeña a su madre para reconciliarse con ella, pero el pasado domingo, 7 de julio, la hija de Alice Munro, Andrea Robin Skinner, publicó un artículo en The Toronto Star en el que revelaba que su padrastro abusó sexualmente de ella desde los nueve años en adelante y, claro, he perdido las ganas de escribir sobre el amor. Años después, Alice Munro supo lo que había estado pasando bajo su techo… y continuó al lado de su esposo hasta que la muerte lo quitó de en medio. ¿Cómo hablar de las relaciones maternofiliales y de la felicidad e incluso de la honestidad de los escritores con semejante noticia sobre la mesa?
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Por suerte, he vuelto a escuchar la charla mantenida con Sara Torres y, en cierta medida, he recuperado la fe en la familia. Lo he hecho cuando la grabación ha alcanzado el punto en el que la asturiana me explicaba que, cuando su madre se enfadaba por su comportamiento, ella se encerraba en el dormitorio y le escribía una carta de amor en la que le recordaba lo mucho que la quería, en la que ensalzaba su belleza y en la que comparaba su cabellera negra con la crin de una yegua. La madre leía la misiva y, evidentemente, después abrazaba a su niña y la cubría de besos. Aquellas cartas, pues, dieron un sentido a la escritura. Sara Torres aprendió con ellas que la literatura sirve, entre muchas cosas más, para reestablecer los lazos entre las personas, para recuperar los amores perdidos, para restaurar el bienestar emocional, y este descubrimiento marcó su niñez hasta el punto de convertirla con el tiempo en escritora. Porque, como ella misma dice, hay cosas que se solidifican en nuestra infancia y que después, durante el resto de la vida, repetimos de un modo compulsivo, añadiendo a lo sumo pequeñas variaciones para adaptarlas a las circunstancias presentes.
Sara Torres escribía cartas a su madre a la misma edad en la que la hija de Alice Munro recibía las visitas de su padrastro. Es increíble la distancia que puede separar a dos niños en un mismo momento de sus biografías. Aun así, en el mundo de las letras ha habido muchas infancias rotas por culpa de los monstruos que habitan en los adultos. El padre y la abuela de Djuna Barnes, por ejemplo, abusaban sexualmente de ella y a veces permitían que también lo hiciera un vecino. Los hermanastros de Virginia Woolf, Gerald y George, empezaron a violarla a partir de los seis años y, cuando ella pidió ayuda al médico de la familia, éste le respondió que los dos, pobrecitos, hacían esas cosas para mitigar el sufrimiento que les corroía por dentro. Los progenitores de Osamu Dazai se desentendieron de su crianza, y los sirvientes de la casa, tal vez por puro odio hacia los ricos, lo violaban de vez en cuando. Dazai escribiría años después Indigno de ser humano. Repito: Indigno de ser humano.
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Hay quien cree que los niños que sufren hoy serán los artistas de mañana. Es una estupidez, por supuesto, pero muy extendida. En realidad, el amor es más creativo que el odio, aunque vende menos. Aquí una demostración: cada vez que su esposa se quedaba embarazada, el padre de Roald Dahl la invitaba a hacer lo que él llamaba “paseos esplendorosos”, que consistían en caminar por parajes idílicos e imbuirse de la belleza que allí había. Y es que aquel hombre estaba convencido de que, si una mujer encinta se rodeaba de cosas hermosas, el hijo saldría con propensión al lado positivo de la vida, creatividad incluida, pero si la gestante vivía inmersa en el odio, la fealdad o la mentira, pues el vástago no traería más que dolor al mundo. Es un razonamiento sin base biológica alguna, una superstición como otra cualquiera, pero la idea que lo sustenta tiene tanta fuerza que seguro que hay algo de verdad en ella.
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La última novela de Sara Torres es La seducción (Reservoir Books).
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