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La letra herida, de Toni Montesinos - Zenda
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La letra herida, de Toni Montesinos

Escritores inadaptados e inconformistas, angustiados y superdotados, se reúnen en este libro cuyo nexo común es la autodestrucción: Pavese, Woolf, Lowry, Salinger, Carver… Zenda adelanta el prólogo de Toni Montesinos a su libro La letra herida. Autores suicidas, toxicómanos y dementes, publicado por la editorial Almuzara. *** Cesare Pavese: el verano para darse muerte Ya a finales del...

Escritores inadaptados e inconformistas, angustiados y superdotados, se reúnen en este libro cuyo nexo común es la autodestrucción: Pavese, Woolf, Lowry, Salinger, Carver…

Zenda adelanta el prólogo de Toni Montesinos a su libro La letra herida. Autores suicidas, toxicómanos y dementes, publicado por la editorial Almuzara.

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Cesare Pavese: el verano
para darse muerte

Un día del año 2002, a los ochenta y un años, se suicidó el escritor italiano Franco Lucentini, célebre en su país por las exitosas novelas que había escrito junto a Carlo Fruttero. Ante los argumentos de leve trasfondo detectivesco que incidían de forma amena en asuntos incluso trascendentales, muchos calificaron de mera literatura de evasión obras como El amante sin domicilio fijo y La mujer del domingo, las cuales se tradujeron para el público español en la década de los ochenta. Tendrá que pasar una razonable cantidad de tiempo para conocer, si es que llegan a saberse, los siempre inaccesibles motivos para el suicidio de una persona que ha decidido salir del mundo, en este caso Lucentini, pero dicha muerte no pasa ahora inadvertida, pues la mezcla de arte, verano y suicidio no es en muchas ocasiones algo casual. Al fin y al cabo, siguiendo la frase del escritor suicida Primo Levi al respecto del filósofo suicida Jean Améry, «todo suicidio permite una nebulosa de explicaciones».

Ya a finales del siglo XIX, el sociólogo francés Émile Durkheim, autor del inexcusable manual Le suicide —publicado en 1897, fue el primero en dedicar un estudio pormenorizado del acto suicida entre la población, a partir de estadísticas de países de toda Europa, para sacar conclusiones sobre causas, métodos y consecuencias—, encontró, mediante un completo estudio de cifras, que «no es en invierno ni en otoño cuando el suicidio alcanza su máximum, sino en la bella estación, cuando la naturaleza es más risueña y la temperatura más dulce. El hombre deja con preferencia la vida en el momento en que le resulta más fácil». Con todo, y pese a que en ello no hay excepciones, es decir, en todos los países se eligen las fechas más calurosas para ejecutar el acto final de matarse, hay que decir que no es el calor lo que influye en el organismo para empujarlo al suicidio, sino la mayor vida social característica de las estaciones primaverales o estivales. Si a ello añadimos que, según los psicólogos, los escritores son de diez a veinte veces más propensos que otras personas a sufrir adicción al alcohol y enfermedades depresivas que, a menudo, pueden provocar un gesto letal contra sí mismos, obtenemos una visión ciertamente curiosa del acto suicida literario. Bastan unos pocos ejemplos para confirmar este hecho con solo ceñirnos al siglo XX y a suicidas no afectados por circunstancias extremas, por ejemplo, el acoso nazi para muchos artistas que improvisaron una salida rápida para escapar del asesinato o de los campos de exterminio.

He aquí varios casos que contemplan los meses veraniegos en los que, ciertamente, el taedium vitae puede resultar más intenso, expuestos a modo de ejemplo de la cantidad y variedad de suicidios que encontramos en el campo literario, más allá del dato anecdótico de la estación climatológica. En junio: después de una sobredosis de barbitúricos, el venezolano José Antonio Ramos Sucre pone fi n a sus días y a su inseparable insomnio en Ginebra, a los cuarenta años, en 1930; dos años más tarde, el estadounidense Hart Crane, de solo treinta y dos años, se mata arrojándose al mar del golfo de México cuando volvía de un viaje, atormentado por la inseguridad que sentía ante su obra y su homosexualidad. En julio: el japonés Ryunosuke Akutagawa, de treinta y cinco años, absorbe barbitúricos en su casa de Tokio para acabar con su obsesión por la locura, en 1927; en 1951 el polaco Tadeusz Borowski, incapaz de vivir con el recuerdo de ser prisionero en Auschwitz y Dachau, emplea el gas para asfi xiarse en su domicilio de Varsovia a los veintiocho años; el norteamericano Ernest Hemingway se dispara con una escopeta en la cabeza, en 1961, a los sesenta y un años, en su mansión de Idaho, aquejado de paranoias; el cubano de cuarenta y cinco años Calvert Casey, amigo del suicida Reinaldo Arenas, huye de su amargo exilio de Roma, en 1965, con la ayuda de un frasco de somníferos. En agosto: la rusa Marina Tsvietáieva se ahorca a los cuarenta y ocho años en Elabuga, en 1941, padeciendo la prohibición de sus obras y el arresto de su marido por parte de la policía política; el italiano Cesare Pavese, tragando dieciséis somníferos, cierra su larga reflexión sobre el suicidio en 1950, en un hotel de Turín, a los cuarenta y un años.

Un verso y un diario definen la vida y la obra de este autor italiano: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos» y El oficio de vivir, dos de esas obras que el tiempo y sus lectores e intérpretes dotan de un carisma especial. El primero pertenece a un poema del mismo título, y el segundo al celebérrimo diario que el escritor de Santo Stefano Belbo —fue el último de cinco hijos de una familia de origen campesino— llevó durante buena parte de su tormentosa existencia. «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos / esta muerte que nos acompaña / de la mañana a la noche, insomne, / sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo…». La muerte es la compañera de Pavese, y su soledad se hace más grande y sufriente, hasta el extremo de quitarse la vida con el pretexto de un desengaño amoroso con la actriz Constance Dowling. En el Diario, dice en 1936: «Sé que estoy condenado a pensar en el suicidio ante cada dolor», y: «Uno no se suicida por amor a una mujer. Uno se suicida porque el amor nos muestra en nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestra vulnerabilidad, nuestra insignificancia».

La muerte es un trauma para Pavese desde que pierde a su padre en 1914, un procurador de Turín, ciudad en la que el pequeño Cesare cursará estudios secundarios y conocerá a los intelectuales locales más destacados. Luego, ya en la etapa universitaria, empieza su consagración a la literatura, sobre todo mediante su labor como traductor de obras clásicas norteamericanas y su tesis sobre Walt Whitman. Con apenas veinte años, Pavese ya lleva tiempo escribiendo el que será su primer libro, el poemario Trabajar cansa, empieza a traducir Moby Dick de Melville y, en 1934, es nombrado director de la revista Cultura, de tendencia antifascista. Precisamente, por sus simpatías comunistas es detenido en 1935 y castigado a permanecer en el exilio, en una localidad de Calabria, durante un año.

Es el comienzo del inicio de El oficio de vivir, que se publicará póstumamente en 1952. El diario es su interlocutor, su modo de exorcizar la angustia en aquellas fechas por ver a la mujer amada casándose con otro. Empieza para Pavese una existencia de continua nostalgia: por la infancia, el campo, el amor que no llegó a materializarse… El resultado de todo ello es el miedo a vivir, tanto que se convierte en un «oficio», en algo antinatural. Pero hasta el instante de apuntar: «No más palabras, solo un gesto. Nunca volveré a escribir», y suicidarse, Pavese va a aprovechar al máximo el tiempo que se ha previsto oficiar de vivo, por así decirlo. Y es que, aunque laborare stanca, como reza aquel primer libro de versos, el trabajo literario constituyó el consuelo y el refugio para Pavese de una vida que le decepcionaba de continuo. Así, fue uno de los fundadores de la famosa editorial Einaudi, para la que propuso obras sobre psicología, religión o política, además de publicar a autores tan relevantes como Kafka, Proust o D. H. Lawrence. Asimismo, también destacó en el campo de la crítica literaria y, como se ha dicho, en el de la traducción del inglés; aparte de Melville y Whitman, hizo versiones al italiano de obras de Faulkner, Defoe, Dickens, Joyce y Dos Passos, entre otros.

El ánimo melancólico de Pavese no le impediría, pues, desarrollar una obra ingente para cuarenta y dos años. Fundamentalmente, narrativa; en ella, cabe destacar los libros De tu tierra (1941) y la que es considerada su mejor novela, La luna y las fogatas (1950). Y todo ello, por otro lado, en una Italia convulsa en la que él es siempre sospechoso de rebelde: en 1943, hasta la liberación de Italia, se esconde en casa de su hermana, y luego en un colegio de somascos en Casale Monferrato, mientras sus colegas partigiani, los guerrilleros antifascistas de la Resistencia, luchaban en el Piamonte. Pero la lucha para Pavese era más cruda, acaso más trágica: la interior, consigo mismo, tan difícil de superar que prefirió ceder a ella y tomar los somníferos suficientes para dejar de sufrir y de preguntarse para qué vivía.

En tantos y tantos casos de autores suicidas se registra la misma impaciencia por la muerte de los que mezclaron talento estético, trastorno mental o simplemente una decisión firme de no querer seguir soportando la vida. Los hay que lo intentaron y que no acabaron por materializarlo, como Hermann Hesse y Jorge Luis Borges, que tuvieron en sus manos una pistola en su juventud —el primero, perdido en un bosque y agobiado por unos estudios religiosos que le asqueaban; el segundo en un hotel, quizá por un desengaño amoroso—, aunque, por fortuna para las letras universales, no acabaran haciéndolo. Y los hay que, mediante la ficción, usaron el asunto como temática argumental, y además de manera cómica, como ocurrió en Delicioso suicidio en grupo, del finlandés Arto Paasilinna, que se había dado a conocer entre nosotros con El año de la liebre (1998).

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Autor: Toni Montesinos. Título: La letra herida. Autores suicidas, toxicómanos y dementes. Editorial: Almuzara. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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