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La jaula - Zenda
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La jaula

[Imagen: Inés Valencia] LOS TRECE ESCALONES, XXIII: LA JAULA A la niña Sara nada le dio más pena que enterarse de que su abuelo Martín se estaba muriendo. La noticia se la soltó el armador durante el desayuno —al papá de la niña Sara no se le podía llamar «padre», ni tampoco «Don Amadeo», sino...

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXIII: LA JAULA

A la niña Sara nada le dio más pena que enterarse de que su abuelo Martín se estaba muriendo. La noticia se la soltó el armador durante el desayuno —al papá de la niña Sara no se le podía llamar «padre», ni tampoco «Don Amadeo», sino siempre y únicamente «el armador»—, y la impresión la dejó devastada. El abuelo Martín, aquel hombre de cráneo pelado y ojos grises, había sido el amor de su vida. A todos parecía irritarles su afición por los pájaros, su manía de dejar trozos de cordel por los rincones, sus pertinaces canturreos desafinados y el trompeteo indecoroso de su nariz de cuervo cuando estornudaba por las mañanas. Nadie en la familia se mostró especialmente afectado por la inminente muerte del patriarca. Nadie, salvo la niña Sara.

Por la noche, no había consuelo para la pequeña, que hipaba y lloraba bajo el mosquitero. La vieja Nono intentó confortarla con sus mejores trucos: el cuento de Las tres doncellas, la muñeca con el manguito de piel, las estampitas de santos de la caja de pastas, la infusión de regaliz, la trenza doble de espiga y las hormiguitas por la espalda. Nada le funcionó, y al final la pena se le contagió también a la vieja Nono, que empezó a hacer pucheros, a berrear como una cabra y a encomendarse a Babalú. Ante semejante congoja, la niña Sara casi se olvidó de su propio disgusto, y miró a la criada con los ojos redondos de asombro.

—¿Por qué lloras, Nono? —inquirió—. Si tú siempre dices que el abuelo Martín era un sátiro y un sinvergüenza…

La vieja Nono se enredó en una letanía de suspiros y lamentos, gesticulando con las manos y dándose golpetazos en el pecho. Había sido su aya desde siempre, como lo fuera ya de su madre, de sus tíos y de todos los niños de aquella bendita casa de baldosas rojas. Y todos ellos, sin excepción, la habían llamado «mamá» desde que aprendieran a hablar. La sirvienta, temerosa de que la señora se molestara, los había regañado siempre, repitiendo azorada: «No, mamá no». Aquella cantinela cayó en gracia, y así fue como «la antillana», «la negra», se convirtió en Nono. En realidad se llamaba Damiana, aunque antes de eso se llamaba otra cosa que ni ella misma era capaz de recordar.

Al final, llegó a querer a los Trabanco, la casa de las baldosas rojas, las sombras del patio, la fuente vieja y a los pájaros de colores. Había querido incluso a la gélida Isabel, a la melindrosa Celia, al hosco y malencarado Amadeo, y a toda la reata de chiquillos. Pero a nadie, a nadie en el mundo entero adoró tanto como a la niña Sara. Por eso, rayando el alba, tras una noche de penas, arrullos y rezos compartidos, le entregó a su favorita el mayor de los tesoros, el que guardaba en la caja de cigarros, debajo de las sábanas de hilo, en el arcón de la cierva tallada.

—¿Qué es esto? —preguntó la niña Sara, secándose las lágrimas.

La vieja Nono canturreó en su lengua antigua, le colgó el collar de cuentas bajo el camisón y le puso el paquete de cartas entre las manos.

—El collarcito pa que la protejan los de más p’allá —susurró, misteriosa—. Y esto otro pa que, algún día, usted sepa por qué lloro.

La niña Sara sacudió la cabeza, desafiante.

—Ya sé por qué lloras, boba. Lloras porque me ves triste. Porque yo no quiero que el abuelo se muera.

—Ay, mi niña —suspiró la mujer—. Eso sí que no hay collarcito que lo impida. Pero usted no se me apure, que su buena Nono sabe lo que se hace. Acuérdese bien.

Muchos años después de aquella charla, cuando la anciana criada se despidió del mundo, la niña Sara rozaba la cuarentena. Era una viuda feliz y serena, sin hijos, que pasaba sus días recluida en la casita del cerro, mecida por los discos antiguos y el parloteo de un loro verde y malhablado, el último superviviente de los muchos que criara el abuelo Martín. Los hermanos y los primos vivían lejos, porque habían escapado tiempo atrás de aquel pueblo remoto y de sus callejas sembradas de polvo. Así que le tocó a ella acercarse bajo un sol de infierno a la casa de las baldosas rojas para ocuparse de la pobre Nono y de su ajuar de recuerdos. Allí solo quedaba, además de la difunta, la pobre tía Eugenia, tan pálida y ojerosa como siempre, con sus jadeos de asmática, sus pañuelitos de encaje y sus sollozos lastimeros. La niña Sara la atiborró a tila, la dejó acomodada en el sillón de orejas y le prometió encargarse de todo.

Con hondo cariño se despidió de Nono, que parecía una reina africana dormida sobre su estrecho camastro, en el cuartito del fondo del patio. Le besó las manos deformes y le dio mil veces las gracias por su amor y sus sabios consejos, deseándole un buen viaje al otro lado. Rezó para que el abuelo Martín fuera capaz de encontrarla, porque, como decían las cartas que había leído y releído cientos de veces, todavía le debía un baile. Después, empaquetó las escasas pertenencias de la criada, calculando mentalmente qué podría servir para la beneficencia y qué valdría la pena conservar. Al fondo del armario descubrió un bulto tapado con un paño amarillento. Intrigada, levantó la tela, y tuvo que ahogar un grito de sorpresa. Se santiguó sin pensar, pero, pasado el susto, soltó una carcajada incontenible. Volvió a cubrir aquel hallazgo con cuidado y cargó con él a través de los desiertos corredores.

—Ahora mismo vienen los de la funeraria, tía Eugenia —anunció desde el umbral de la salita azul—. Usted descanse y no se preocupe por nada. Mañana yo vuelvo temprano.

—Gracias, hijita, gracias —farfulló la mujer, dándose aire con un abanico mohoso—. ¿Qué es eso que te llevas?

—Nada, una jaula vieja para el loro —respondió la niña Sara—. Limpiándola un poco todavía sirve.

Hizo el camino de vuelta con una mueca risueña en la cara, saludando distraída a las comadres que se iba cruzando. Al llegar a casa, limpió la jaula con esmero y la dejó sobre la mesita redonda de las patas retorcidas. El loro verde se posó encima de inmediato, soltando una sarta de alegres improperios.

—Pues ya ves —dijo la niña Sara, maliciosa—. Al final la Nono se las apañó para que no se fuera el abuelito…

Los ojos huecos de la calavera la miraron sin verla, mientras una fila de dientes disparejos lucía una sonrisa burlona. La niña Sara puso en la gramola un disco de Habaneras, el favorito de Nono, y se sentó a ganchillar un paño nuevo para la jaula.

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Lenka Dángel

Lenka Dángel (pseudónimo, obviamente) nació en Gijón en 1978, por fortuna en una casa llena de libros. Fue desde niña una lectora compulsiva con un, a decir de sus profesoras, “exceso de imaginación”. Empezó a escribir poesía a los nueve años, en certámenes escolares y para rellenar secciones en la revista anual del colegio. Abandonó los versos muy pronto y se decantó por los cuentos y las obras de teatro, fascinada por Lorca y por su admirado paisano Alejandro Casona. Abrazó la fantasía con Ende, Durrell, Gripe y Dahl. Sus primeras lecturas adultas fueron obras de Márquez y Pérez-Reverte que su padre, marino de profesión, escamoteaba en los barcos. Estudió Educación Social, interesándose especialmente por impartir talleres de Animación a la lectura y de Escritura Creativa a jóvenes en riesgo de exclusión (en algunos de dichos talleres tuvieron la gentileza de participar los tristemente fallecidos Justo Vasco y Luis Sepúlveda, compañero y amigo de Zenda). Colaboró durante cinco años con la revista ‘La Brocha’, reseñando exposiciones artísticas. Tiene varios microrelatos publicados en diferentes antologías y aspira a que su primera novela vea la luz algún día.

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