Hace tres o cuatro años, Irene Vallejo escribió un hermoso libro. Se titulaba El infinito en un junco y trenzaba con habilidad e inteligencia un montón de historias en torno a la idea de “libro”. Durante meses y meses fue el top of the tops; sólo en España ha debido despachar cientos de miles de unidades, una barbaridad que sólo sugiere cosas buenas que no voy a detallar porque no acabamos ni a la hora de cenar.
El infinito en un junco trata del nacimiento del libro —más, del nacimiento del concepto “libro”—, e ilustra sobre el paso de unas sociedades analfabetas a otras que si inventaron el alfabeto fue porque lo necesitaban: se habían hecho tan ricas, complejas y avanzadas que ya no podían permitirse seguir careciendo de un modo eficaz de fijar, transmitir y hacer constar lo que sabían y que se reduce a dos cosas: lo que tenían y lo que creían. Sus posesiones y su religión.
Su administración y su mitología.
En suma, lo que articula cualquier sociedad, lo que confiere sentido a todas: lo que tienen, en resumidas cuentas, sea material o espiritual. Con una eficacia narrativa envidiable, Irene Vallejo relaciona mil historias obtenidas en Herodoto, Jenofonte, Plutarco, Livio y, básicamente, todos los clásicos, más un sinfín de chascarrillos saqueados en fuentes posteriores (desde Lawrence Durrell a Umberto Eco y desde San Agustín de Hipona a San Isidoro de Sevilla y un largo etcétera) para al final armar un relato personal la mar de entretenido: un enjundioso monumento literario al helenismo, a Alejandro Magno y a las diferentes “alejandrías”, de modo especial a la gran Alejandría tolemaica, cuya mítica biblioteca atesoró sabiduría que repartió a manos llenas a lo largo de diez siglos por encima del dolor y las tres destrucciones que habría conocido en el transcurso del tiempo, figuradas o reales. Un viaje alucinante escrito como quien baja a por el pan y que me dejó el cuerpo como me lo dejaba la montaña rusa del parque de atracciones cuando era chico.
Sin hipo.
De la mano de la profesora Vallejo viajamos por el tiempo y el espacio, los mitos griegos, las tablillas babilónicas, el rastro de Homero, el alma de Hesíodo, la mente calenturienta de Alejandro de Macedonia y las misteriosas vidas de generaciones de bibliotecarios que a orillas del Mediterráneo discurrieron técnicas que aún hoy estructuran la Biblioteca del Congreso USA, la Nacional española del madrileño paseo de Recoletos o las búsquedas en gúguel.
El infinito en un junco es un derroche cuya gran novedad radica exclusivamente en su construcción. No contiene grandes revelaciones, sino un riguroso relato épico que hila con sabiduría de gran narrador un sinfín de anécdotas, sentimientos y conocimientos personales. El resultado: una fascinante road movie, que dicen los críticos de cine cuando se ponen finos, que ni el mejor guionista de Hollywood sería capaz de levantar así viviera mil años.
Contar, ya para terminar, que entre todas las historias de la profesora Vallejo destaca una que, como una clave de bóveda, parte su relato en dos: antes del helenismo y después del helenismo. Se trata de una íntima confesión personal. La razón por la que acabó pariendo este libro increíble (tal vez sin darse cuenta ni ser siquiera consciente de que lo hacía exactamente por eso).
De niña sus amiguitas se reían de ella porque leía: los niños, ya se sabe, unos cabritos. Y las niñas.
Si no ha leído aún El infinito en un junco está tardando.
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