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La importancia del diccionario - Zenda
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La importancia del diccionario

  Un día de hace muchísimos años, durante una clase de Lingüística en la Universidad de Barcelona, el profesor —uno de los pocos que me inspiró y al que recuerdo con cariño— hizo un inciso para vaticinar que en un futuro no muy lejano ya no tendríamos que manejar los tochos que nos empeñábamos en...

 

Un día de hace muchísimos años, durante una clase de Lingüística en la Universidad de Barcelona, el profesor —uno de los pocos que me inspiró y al que recuerdo con cariño— hizo un inciso para vaticinar que en un futuro no muy lejano ya no tendríamos que manejar los tochos que nos empeñábamos en acumular los aficionados a buscar palabras. Levanté la cabeza con renovado interés en la clase, pues yo era una de esos que se gastaba el poco dinero que tenía en comprar los diccionarios que pesaban como ladrillos y ocupaban toda una estantería. Aunque fue durante esa época cuando dejé de acumular libros, nunca fui capaz de desprenderme de los diccionarios; creo que mi madre los tiró por fin hace cinco años cuando vendieron el piso de Barcelona y se trasladaron a una casa de las afueras. «Dentro de muy poco estarán en CD-ROM», continuó el profesor, «y solo tendremos que introducirlos en un ordenador portátil». Recuerdo que la idea me pareció revolucionaria, fantástica, y ansié la llegada de ese día.

Por descontado, jamás llegué a poseer diccionarios en disco, porque el tiempo hizo su trabajo habitual y pasó muy rápido: llegó internet y enseguida fue posible encontrar el significado de las palabras en la red. Ahora mismo, en mi casa solo conservo un diccionario en papel y por razones sentimentales, ya que no lo abro jamás: el Diccionari de la llengua catalana. Pero ahora más que nunca consulto diccionarios a diario. Están todos en la red; además tengo varios instalados en el Kindle.

"Quienes producen verdadera fobia no son tanto los extranjeros o las gentes de una raza diferente como los pobres."

A finales de cada año me llegan varios correos electrónicos —imagino que por haberme suscrito a esas páginas, aunque no lo recuerdo— informándome de «las palabras del año» según varios diccionarios en lengua inglesa. En español, la Fundación del Español Urgente (Fundéu) también escoge su palabra del año y finalistas, «que no tiene que ser necesariamente una voz nueva, ha de suscitar interés lingüístico por su origen, formación o uso y haber tenido un papel protagonista en el año de su elección». En 2017 la ganadora fue «aporofobia», acuñada por la filósofa Adela Cortina en su ensayo Aporofobia, el rechazo al pobre (Ediciones Paidós, 2017). Según la descripción del libro, «quienes producen verdadera fobia no son tanto los extranjeros o las gentes de una raza diferente como los pobres. Los extranjeros con medios no producen rechazo, sino todo lo contrario, porque se espera de ellos que aporten ingresos y se les recibe con entusiasmo. Los que inspiran desprecio son los pobres, los que parece que no pueden ofrecer nada bueno, bien sean emigrantes o refugiados políticos».

Me alegra descubrir que este nuevo vocablo haya tenido tan buena acogida, pues yo también soy de la opinión que deberíamos poner más cuidado en el uso de las palabras y no confundir términos. Para eso tenemos el diccionario. Pero también me parece importante analizar el uso de los dos términos relacionados con los emigrantes y refugiados políticos que ya teníamos y que a menudo se confunden: racismo y xenofobia.

"Los españoles somos diferentes y sabemos lo que significa xenofobia, quizá porque estamos más cerca de Grecia."

Al principio pensé que era un problema de lengua. Me muevo en un entorno de habla inglesa en el que la palabra «xenofobia» no se usa. Estoy segura de que la gran mayoría de gente no sabe lo que significa. Como ejemplo, doy a la política australiana Pauline Hanson, que es en la actualidad senadora del parlamento. En 2016 una periodista le preguntó si era xenófoba, a lo que ella pidió una explicación; la periodista, después de una larga pausa que imagino usó para recuperarse de la sorpresa, respondió: «Xenofobia significa temor a todo lo extranjero». Entonces sí, Hanson respondió que creía que no. Yo tampoco uso mucho la palabrita, la verdad; creo que solo para hacer la aclaración: «No es lo mismo ser racista que xenófobo, y si no lo sabes, cómete un diccionario».

Los españoles somos diferentes y sabemos lo que significa xenofobia, quizá porque estamos más cerca de Grecia. Entonces me pregunto yo si el hecho de que allí (en España) también se emplee la palabra «racista» en vez de «xenófobo/a» con tanta soltura es por imitación del inglés. Lo digo porque hace poco vi una película española en la que la protagonista decía que ella no era racista pero que no le gustaban los venezolanos. O algo así. Hace bastantes años, también una amiga en Barcelona me confesó, en un susurro, que había algo que no le gustaba de su marido, y es que era racista. Me alarmó y le pedí una explicación. Me dijo: «Pues que no traga a los argentinos, porque se creen que lo saben todo». Bueno, pero eso no tiene nada que ver con el racismo. Quizá se note que no me gusta nada la palabra «racista»… Es fea y ni siquiera debería existir, pues raza humana no hay más que una y todos permanecemos a la misma. Entonces recordé otra queja, de un argentino sobre los españoles: «Es que no saben nada, son unos incultos». ¿Será que los argentinos leen más que los españoles? ¿O que tienen un sistema educativo mejor? ¿O que a los españoles les da menos vergüenza mostrar su ignorancia sobre algunos temas? Vete a saber.

"También me alegró descubrir el año pasado que la palabra escogida por el diccionario Merriam-Webster’s fue «feminismo»."

A pesar de que generalizar tiene muy mala prensa, los estereotipos existen por alguna razón y, nos gusten o no, están aquí para quedarse. Yo, por ejemplo, que llevo más de la mitad de mi vida viviendo fuera de España, todavía tengo que contestar preguntas sobre el flamenco y los toros, dos temas sobre los que no tengo y jamás he tenido pajolera idea. También se me excusa siempre si llego tarde, porque soy española; y todo el mundo da por sentado que hago la siesta cada día (pues no). Asimismo, durante mis viajes, reconozco que me llegó a irritar, por ejemplo, el autoritarismo de los israelís, algo que tenían en común todos los que me topé por el camino; no sé por qué eran tan dados a mandar, quizá por el servicio militar obligatorio y tan largo, pero era una característica para mí nada atractiva, más bien repelente. Sin embargo, no me considero racista, antisemita o xenófoba; sencillamente, no soporto que me mande nadie.

También me alegró descubrir el año pasado que la palabra escogida por el diccionario Merriam-Webster’s fue «feminismo». El criterio que sigue este diccionario —así como los diccionarios Oxford— para escoger su favorita y finalistas es contabilizar el número de veces que los usuarios buscan esas palabras en sus páginas de la red; son términos que suelen reflejar las actitudes de los tiempos que vivimos. Y me alegra que el feminismo haya ganado al menos en este sentido porque, como con racista, aún hay gente que no sabe lo que significa ser feminista. Aunque me he encontrado en esta situación decenas de veces, me sorprendo cada vez que una mujer dice: «No soy feminista». Los hombres no hace falta que lo aclaren porque ya se entiende que no lo son. Hay quien dice que la palabra tiene diferentes connotaciones. Lo peor, digo yo, es que cuando alguien la usa mal, todos entendemos lo que quiere decir. La mujer que niega ser feminista lo que quiere decir en realidad es que no es misándrica; es decir, que no odia a los hombres. Pero si hacemos caso al diccionario, las personas que se declaran no feministas —tanto hombres como mujeres— son machistas, o misóginas, ya que el feminismo es, según el diccionario de la RAE, un «principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre». La cursiva es mía; disculpas por el énfasis, pero es que aún hay gente que no lo entiende. Los demás diccionarios también definen el término más o menos igual. Así que feministas tenemos que serlo todos, al menos hasta que se invente un término mejor o que genere menos dudas. (Como curiosidad, observo que mi procesador de texto no reconoce la palabra «misándrica» («misandria» sí) pero sí tanto «misógino» como «misoginia».)

"Cada vez más, el individuo que envejece actúa para conservar sus estructuras internas, y cuando hay una disparidad entre sus estructuras neurocognitivas internas y el mundo, intenta cambiar el mundo."

Por su parte, los diccionarios de Oxford escogieron como palabra del año 2017 «youthquake», otra que me encanta, pues el conservadurismo de alguna —por no generalizar— gente mayor me da miedo. El término refleja la inesperada participación masiva del colectivo juvenil en las elecciones del Reino Unido y Nueva Zelanda. Aunque existe desde que en 1965 lo acuñara Diana Vreeland, la entonces editora de la revista Vogue, había caído en desuso al no haberse producido en Estados Unidos este tipo de seísmo juvenil. Opino que el envejecimiento de la población es peligroso en más de un sentido pues, como escribió Norman Doidge, autor de The Brain that Changes Itself (en español, El cerebro se cambia a sí mismo, Aguilar, 2008): «A medida que envejecemos y declina la plasticidad, se nos hace cada vez más difícil cambiar en respuesta al mundo, incluso aunque queramos hacerlo. Encontramos ciertos tipos de estimulación placenteros; nos asociamos con individuos con ideas parecidas a las nuestras, y la investigación demuestra que tendemos a ignorar u olvidar, o intentar desacreditar información que no casa con nuestras creencias o percepción del mundo, porque es muy angustiante y difícil pensar y percibir de maneras desconocidas. Cada vez más, el individuo que envejece actúa para conservar sus estructuras internas, y cuando hay una disparidad entre sus estructuras neurocognitivas internas y el mundo, intenta cambiar el mundo. En pequeñas dosis empieza a controlar su entorno, a hacerlo familiar. Pero este proceso a menudo conduce a grupos culturales enteros a imponer su visión del mundo a otras culturas, y con frecuencia son violentos, sobre todo en el mundo moderno, donde la globalización ha aproximado a culturas diferentes, exacerbando el problema».

Para finalizar y como curiosidad, he aquí la lista de palabras finalistas de 2017 de la Fundéu: turismofobia, uberización, machoexplicación —la costumbre de algunos hombres de dirigirse a las mujeres de forma condescendiente—, aprendibilidad —la capacidad de seguir aprendiendo; la llaman la palabra del futuro, como si fuera algo nuevo… Bueno, es verdad que algunos todavía no se han enterado del viejo dicho: «Cada día se aprende algo nuevo»—, noticias falsas —mejor que fake news; o hablamos inglés o hablamos español—, bitcóin —con acento en la o para españolizarlo—, odiador y soñadores —mejor que hater y dreamers—, trans —acortamiento de transexual o transgénero—, destripe—en vez de spoiler— y superbacteria.

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Carmen Grau

Carmen Grau nació en Barcelona. Es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Barcelona y en Humanidades por Providence College, RI, Estados Unidos. Escribe en inglés, castellano y catalán. Ha viajado extensamente por el mundo y vivido largas temporadas en varios países, como Singapur, Malasia y Australia, donde reside desde 2001. En el año 2000 emprendió un viaje poco planeado por varios países asiáticos y un año más tarde escribió Amanecer en el Sudeste Asiático, el libro de viajes más vendido en Amazon España desde su publicación en 2012. En 2004 escribió la novela Trabajo temporal. En 2013 publicó un segundo libro de viajes, Hacia tierra austral, que narra su periplo a bordo de los trenes más legendarios del mundo desde Barcelona a Perth, Australia. En 2015 vio la luz su novela Nunca dejes de bailar. Carmen compagina su pasión por la escritura y los viajes con el cuidado y la educación en casa de sus hijos Dave, Alex y Sofia. @CarmenGrauG

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