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La importancia de una foto - Zenda
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La importancia de una foto

Hace 10 años, un día de julio, supe que por fin iba a publicar mi novela El final del ave Fénix. Estaba tan ilusionada como asustada. Lo desconocía todo del mundillo literario, no sabía cómo iba a recibirse la noticia de que había escrito una novela y había llegado a la final de los premios...

Hace 10 años, un día de julio, supe que por fin iba a publicar mi novela El final del ave Fénix. Estaba tan ilusionada como asustada. Lo desconocía todo del mundillo literario, no sabía cómo iba a recibirse la noticia de que había escrito una novela y había llegado a la final de los premios Planeta. Pensaba que ya estaba todo listo ―el texto maquetado, la portada en imprenta― cuando me llamó el editor:

―Marta, mándame una foto tuya para la solapa.

Yo pensaba que de eso se encargaba la editorial, pero no, al menos esta no. Me entró dolor de estómago al repasar mis últimas fotos: o estaba haciendo el ganso, o en plan familiar o disfrazada de algo. Imposible enviar ninguna de esas para algo tan serio como esperaba que fuera la edición de mi primera novela.

―Claro, Vicente, ¿cuándo la necesitas? ―contesté con un aplomo que no sentía.

―El viernes.

Recuerdo que estábamos a martes. Entré en pánico. Necesitaba una foto decente para el viernes y, no solo no tenía ninguna, sino que además mi horario laboral no me daba muchas opciones ni conocía a nadie que me pudiera hacer ese tipo de foto. Porque, en mi mente, los escritores tenían una imagen determinada. Llamé a una amiga en plan «¡¡¡Rúper, te necesito!!!» ―los que tengan una edad recordarán el anuncio televisivo― y, efectivamente, me dio todos los contactos que podía necesitar.

Uno de ellos era un fotógrafo, Víctor Cucart. Yo, poco lectora de revistas, no lo conocía, pero en cuanto me puse a investigar vi que tenía un currículum impresionante. Ni de casualidad iba a aceptar hacerle unas cuantas fotos a una autora completamente desconocida. Pero, como decía mi madre, el NO ya lo tenía y el miércoles a primera hora le llamé. Me respondió una voz con un optimismo y una energía arrolladora. Me explicó que le pillaba en España de casualidad  ―venía de fotografiar la mansión de Armani, si no recuerdo mal, y la semana siguiente se iba a París―. Solo le quedaban un par de días de descanso que los aprovecharía para ver a su familia en Gandía.

―¿Cuándo las necesitas?

Me entró la risa floja. Titubeé.

―Pasado… mañana.

«Me va a mandar a pastar», pensé.

―Uf, entonces solo podría hacértelas mañana, y eso si estás dispuesta a venirte a Gandía, a casa de mis padres.

"Me dio instrucciones de la ropa que tenía que llevarme, la dirección exacta y así quedamos"

Aluciné. Ni un problema, todo facilidades. Le comenté que hasta las siete no podría llegar por el trabajo, con mucha suerte a las seis y media. Él también llegaría sobre esa hora. Me dio instrucciones sobre la ropa que tenía que llevarme, la dirección exacta y así quedamos.

A las siete de la mañana del jueves llegó la maquilladora que me había recomendado mi amiga para que me fuera a trabajar preparada para las fotos; a las ocho y media entraba a trabajar; y, por primera vez en muchos años, salía a las seis menos diez del trabajo para tomar la autovía, sin haber hecho pausa ni para comer.

"Desplegó una paciencia impagable, él, acostumbrado a trabajar con top models, artistas y profesionales del posado; no mostró un solo gesto de hastío con mi poca gracia y falta de intuición para colocarme"

Cincuenta minutos después estaba ante la puerta de casa de los padres de Víctor, como un flan y algo cohibida por aquella invasión a su intimidad. Me recibieron encantados. Él no había llegado y se empeñaron en invitarme a horchata y fartons ―con el hambre que tenía no me hice de rogar―, me cedieron una habitación para que pudiera cambiarme de ropa y ponerme lo que me había sugerido Víctor, y estuvieron charlando conmigo como si me conocieran de toda la vida hasta que llegó su hijo, como un huracán. En dos segundos organizó un pequeño estudio de fotografía, me arregló el pelo y me enseñó a posar mientras me animaba y me hacía sentir estupendamente. Cualquiera diría que no había foto mala. Siempre sonriendo, de un buen humor contagioso y con una profesionalidad alucinante. Me hizo fotos con cuatro cambios de ropa, las últimas, ya envalentonada, sobre la arena de la playa de Gandía, con la gente pasando que me miraba haciendo cábalas de quién sería la «modelo». Desplegó una paciencia impagable, él, acostumbrado a trabajar con top models, artistas y profesionales del posado; no mostró un solo gesto de hastío ante mi poca gracia y falta de intuición ―tuvo que decirme como colocar hasta el último dedo―; me peinó, me colocó el cuello de la camisa y me explicó trucos para dar bien en cámara (que ya no he olvidado).

La sesión concluyó cuando el sol pasó a ser un recuerdo, y llegó el momento de elegir; solo podía quedarme veinte de las más de doscientas instantáneas que calculo que debió de hacer.

Nos sentamos sus padres, su sobrina ―que llegó a mitad sesión―, Cucart y yo ante su ordenador para seleccionarlas. La cosa iba así, más o menos:

Víctor: ¿Quitamos esta?

Su padre: No, que està molt bonica.

Su madre: Ès que està bonica en totes.

Y así, de una en una, hasta que pasadas las diez de la noche terminamos la selección. Me propusieron cenar algo, pero a mí me daba vergüenza abusar más de su hospitalidad. Mientras todo esto pasaba no podía dejar de pensar en mis padres, en lo que me habría gustado que compartieran conmigo esos momentos de ilusión y esperanza en vez de vivirlos sola. Pero también pensé en lo afortunada que era de poder vivirlos con una familia tan entrañable y cariñosa como la de Víctor, que me hizo sentir tan arropada como si fuéramos amigos de siempre.

Aún quedaba procesarlas, pero se comprometió a que, al menos una, la elegida para la solapa, me la enviaría el viernes a primera hora. Y así fue. Esta fue la foto que apareció.

Parecerá una tontería, algo superficial, pero aquella foto de Víctor Cucart me aportó seguridad para verme en las mesas de las librerías rodeada de tanta cara consagrada, ahuyentó en parte el apuro de ver la novela en papel y me hizo sentir un poquito más profesional. No sabía si era o no una escritora ni el futuro que me esperaba, pero, al menos en la solapa, lo parecería. Y todo por una simple foto con una preciosa historia detrás.

Han pasado diez años y nunca he olvidado el cariño que recibí no solo de Víctor Cucart sino de toda su familia. A Víctor lo sigo en las redes sociales y compruebo en cada post que sigue igual de enérgico, positivo y buena gente. Y me encanta aunque no sé si él recordará aquel día tan de andar por casa para él y tan especial para mí.

Hoy, recién acabado el mes en que todo sucedió, he querido recordarlo y agradecerlo de nuevo, y compartir aquellas fotos que me acompañaron varios años, fotos con la magia del cariño y el trabajo bien hecho que aportaron seriedad e imagen a la carrera que pronto empezaría.

Fotos del artículo: Víctor Cucart

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Marta Querol

La valenciana Marta Querol llegó a la escritura por accidente. Estudió Económicas e Ingeniería de Calidad y su trabajo se desarrolló siempre en este último campo. Con su primera novela, El final del ave Fénix (Ed.Centurione 2008, Editorial Aladena 2010, Ediciones B 2012), cometió la insensatez de enviarla al premio Planeta y fue una de las diez finalistas de 2007. Había encontrado su camino. A esta le siguió Las guerras de Elena (Ediciones B, 2012) y Yo que tanto te quiero (CERSA 2015, Ediciones B México 2016). Con esta saga familiar ―que le gustaría pensar son unos Buddenbrok a la española― ha conquistado a lectores de todo el mundo y las tres han ocupado puestos destacados en las listas de Amazon, aunque ella sigue siendo invisible para la crítica especializada. Tampoco pensó nunca que haría televisión y radio ―en esto último sigue― o que escribiría en el periódico centenario de su ciudad (Las Provincias) y sin embargo lo hizo durante cuatro años con su columna Piedra, papel, tijera. Enlaces: martaquerol.es ·  Marta Querol en Facebook  · @Marta_Querol

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