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Rebobinamos siglo y pico. Principios del XIX, siglo indispensable para la literatura tal y como la conocemos hoy. Hasta dicha centuria, la identidad del autor de un texto literario importaba entre poco y nada. Escasamente relevante resultaba si tal o cual soneto era de Quevedo o si el autor de aquella obra magna era Cervantes. Sin embargo, el concepto «nación» sufre una evolución notable en esos años. Surgen los nacionalismos en el sentido moderno, y gran parte de las comunidades, unas veces de manera más legítima que otras, buscan su origen y su identidad. Para ello, el idioma y su mejor arma, la literatura, resultan esenciales. De pronto, importa si el soneto es de Quevedo o la novela de Cervantes. Interesan romances y cantares. Se configuran los cánones. En el caso español, se coloca al infinito Quijote en el centro de este. Los ingleses contraatacan y potencian la figura difusa de Shakespeare hasta posarla a la altura del manco, haciéndolo morir incluso el mismo día. En Alemania se dirá que Homero no es nadie al lado de Goethe. Las lenguas se convierten en tecnologías políticas al servicio de la renovada nación.
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En opinión de este que les habla, algo profundo se pierde en este afán por anteponer la identidad del individuo frente a la calidad de su obra. Pasado el fervor decimonónico, el lector ya siempre tendrá en cuenta al autor, no necesariamente por encima de la obra, pero sí como condición para disfrutar de ella. Obviamente, ese identitarismo asociado a la literatura variará en función de los tiempos. Lo que en el XIX era una necesidad imperiosa de ver reconocida la incipiente nación en un texto, hoy ha cambiado. La literatura de etiquetas en la que nos situamos aparece cada día más fragmentada: poesía feminista, novela verde, prosa umbraliana, ensayo de extremo centro y qué sé yo. E, insisto, conste que no critico tanto esta identidad literaria como la necesidad del lector de ceñirse a ellas. Surgen editoriales únicamente dedicadas a su etiqueta, librerías circunscritas a una sola identidad.
El caso de Carmen Mola ya lo conoce de sobra cualquier lector de Zenda. Resultó que aquella mujer con tres hijos capaz de parir superventas extraordinarios era, en la prosaica realidad que nos invade, un grupo de guionistas al servicio de sus historias. Hay una reacción que me resulta escalofriante, y que se ciñe exactamente a la tesis que maneja este artículo: habrá gente que dejará de leer sus libros. Sin cambiar una coma en ellos, sin que su talento haya variado. Pero, ay, amigo lector, la identidad. La identidad se ha sobrepuesto al ingenio, a la razón, a la calidad literaria y a todo lo que no sea filiación a una determinada manera de ver el mundo. El monstruo que empezó a germinar allá en el XIX hoy sigue creciendo. Y no parará hasta destrozar la literatura. Y todo lo que se ponga por delante, me temo. Sálvese quien pueda.
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