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La hermosura salvaje - Zenda
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La hermosura salvaje

Hoy llegué a la piscina veinte minutos antes así que me senté a mirar a otros nadadores. En el turno de las ocho y cuarto ahora está el alemán. Nada con un ritmo regular, como si no se cansara. A esa hora nadaba respirando cada tres brazadas y parecía que sin ningún esfuerzo. Pero no...

Hoy llegué a la piscina veinte minutos antes así que me senté a mirar a otros nadadores. En el turno de las ocho y cuarto ahora está el alemán. Nada con un ritmo regular, como si no se cansara. A esa hora nadaba respirando cada tres brazadas y parecía que sin ningún esfuerzo. Pero no estira del todo los brazos, como si encogiera al final los codos y eso le afea el estilo. Además no es muy alto. Tampoco puede presumir de gafas: lleva unas como de buceo, como de motorista de comienzos de siglo. Al final no me enteré en qué trabaja. Debe ser algo así como un guía de turistas (quizá de alto standing) a quienes acompaña por el país cuando vienen porque viajaba mucho. Yo nunca he llegado a hablar con él. Las chicas sí, claro: ser alemán, extranjero sin más, siempre es un plus. Como que está al margen pero a la vez por encima. No es feo, tampoco. Siempre gusta ese acento y las expresiones incorrectas que lejos de ser un handicap añaden cierto encanto a quien las pronuncia. También se le puede ver como con cierta ternura, como alguien a quien proteger.

Pues allí estaba él esta mañana, con el altón (cómo se puede medir más de dos metros y a la vez parecer que hubiera salido de un campo de concentración, con cuatro barbitas y unas arrugas de ermitaño), un calvo que ponía mucho entusiasmo pero al que se le iban todas las fuerzas por las manos (¿así soy yo visto desde arriba?, ¿un quiero y no puedo?), una chica con la cara abrasada por el esfuerzo y al fondo el típico cachas que al final se permitió el lujo de nadar a mariposa (sin demasiado éxito, pero cualquiera daría un dedo por hacerlo como él). De monitor tenían una chica que nunca había visto, flaca, alta, sosa de cara y sin atractivo aparente. Como con muchas horas de aguante a sus espaldas (nada estrechas), pero no indolente, aunque mirara cada poco su enorme reloj rojo y de plástico. Se solía tocar el pelo por detrás, como para comprobar si seguía allí, como para estirárselo un poco más, como para saber si había crecido algo desde ayer. Iba y venía hasta la mesa de los monitores donde tienen sus estadillos, donde siempre hay una chica rubia y gorda con una chaqueta de chándal marrón que no puede ocultar sus carnes, donde dejan el botellín de agua, quizá el móvil; pero hasta allí se acerca, ella y los demás para hablar. Imagino que de los turnos, de cuándo privatizarán la piscina, si harán huelga u otras medidas de presión, si has firmado el manifiesto o mira qué zapatillas me compré el sábado por 20 euros.

Luego resultó que nos tocó a la tal Virginia como monitora por un día. Sosa, ya digo.

"Se solía tocar el pelo por detrás, como para comprobar si seguía allí, como para estirárselo un poco más, como para saber si había crecido algo desde ayer"

Pero hoy he descubierto (solo, siempre se descubren los avances solo, rara vez son consecuencia de que nos los expliquen) que (quizá) haya que cuando se nada a crol y los brazos y manos están dentro del agua, éstas, las manos, deben actuar como una palanca; no, como una pala que eche el agua hacia detrás; puede que con cierta fuerza, que sea a la vez impulso para el cuerpo. Ese hallazgo me hizo sentir a gusto. Claro que luego hay que cumplirlo, como también debiera mover constantemente los pies –zis, zas, zis, zas– y que el brazo izquierdo, cuando ‘vuela’, cuando ha salido del agua, debiera ir tan lejos como el derecho. Y sin olvidarnos de que el cuerpo debiera balancearse a la izquierda y a la derecha, a babor y a estribor. Y que el cuerpo, cuando se nada a espaldas, sea simple o doble, tendría que estar paralelo al agua y no metida la espalda y el culo y no digamos las piernas allá abajo, como si se arrastrara una red repleta de pescado, como algo muerto, como el cachalote (el vecino), inerte, como si ya fuera un viejo, aunque luego pone cara de lástima, de pena, con esa cara embotada y lamentándose (‘ya se me ha vuelto a cargar’), mirando al vacío, al más allá, como si padeciera una enfermedad incurable, y allí que está el monitor encorvado, a su vera, con cara de preocupación (‘haz lo que puedas, Antonio, no te fuerces; descansa lo que necesites, y luego nada despacio, a tu ritmo, sin prisa…’).

"¿Así soy yo visto desde arriba?, ¿un quiero y no puedo?"

Si no fallo, si no suelo fallar, es porque (¿es presuntuoso?) es como si cada día avanzara un poco; muy poco, pero algo. Aunque si miro (¿por qué he de hacerlo?) al lado, la progresión del policía es geométrica mientras que la mía apenas es visible (sólo yo lo aprecio). Pero hace tiempo que ya (y no es baladí) nado únicamente para mí, que no me fijo en los de mi calle. Bueno, quizá el resto haga lo mismo. Nadar es algo muy solitario, cada cual va a lo suyo, tiene que preocuparse de si respira o no, de cierta armonía de su cuerpo, de llegar como se pueda, de aflojar o de ‘ésta es la mía’ y nada a espalda doble como broche de la clase en plan Weismuller, o como se escriba el apellido del que hacía de Tarzán en el cine y que acabó loco, creyéndose que era el Tarzán de verdad, imagino que gritando cada poco en el manicomio como si estuviera en la selva, sentado en la silla de ruedas, con la baba cayéndole sobre un babero, la cara arrugada, calvo, entrecano, con un pijama de rayas como los que creemos que hay en las cárceles, soltando un gritito ridículo, de anciano casi nonagenario, viéndose de liana en liana, con Chita encima y dejándose caer luego en un lago que lo cruza a crol en un respiro y al fondo, esperándole, con una sonrisa profidén Jean, atractiva, guapa, la hermosura salvaje.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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