Ahora que ya se me ha pasado un poco lo del síndrome de la impostora y el baile torpe e inseguro sobre mis propios pasos, dejen que les cuente cómo sobrevive una escritora de provincias en una Feria del Libro como la de Madrid.
—Y cómo va, ¿dos horas de mañana y dos de tarde, como un horario laboral?
—Más o menos.
—¿Y si no viene nadie?
—Alguien vendrá.
Ay, ese optimismo incorruptible y mentiroso del que no tiene que sentarse ahí, disimulando despreocupada felicidad aunque solo se acerque algún lector despistado para preguntarte el precio de algún libro que, desde luego, no será el tuyo.
Sin embargo, con el tiempo y los años que llevo acudiendo puntualmente a esta cita en Madrid he descubierto otro lado del cuento, mucho más allá de las rebajas en los libros, del negocio que hay detrás y de la gestión comercial que engloba una Feria de dimensiones tan extraordinarias. Hay una discreta magia más allá de los números y de las modas, un punto de encuentro que pulveriza todo lo que vincule a la Feria de Madrid con lo prosaico.
Autores como Marcos Chicot —ganador del Premio Planeta finalista del año 2016— se acercan a la feria prácticamente a diario, durante las tres semanas de duración. Lo que se celebra es el encuentro, la charla con los libreros, con los lectores. Mucho más allá del corsé programado de muchas de las agendas pensadas para esos días.
Por mi parte, he descubierto lo agradable que resulta poder cruzar abrazos, charlas e interesantes conversaciones con otros compañeros, pero sobre todo he descubierto el verdadero alcance de las palabras. Esos trazos oscuros que dibujamos sobre el papel y que luego se transforman en historias. Porque un escritor sabe que el asunto va bien cuando la editorial le cuenta los resultados, le ofrece cifras y contratos, pero creo que no puede reconocer la verdadera dimensión de su trabajo hasta que debe darle la mano a un lector que se deshace en su presencia, que llora de pura emoción por todas las horas de sencillo entretenimiento que le has dado; por esos sueños inventados y los paréntesis que le ofrecieron tus páginas ante la rutina y los problemas de todos los días del mundo.
Yo, que como buena gallega soy de corazón sensible pero de actitud estoica, he aprendido mucho de esas personas que esperan más de una hora bajo la lluvia, o el calor, para que un escritor les firme su libro. No quieren solo la foto, ni el cruce de miradas, ni el autógrafo. Quieren saber si esa historia que les has contado y escrito, que les ha hecho flotar o que al menos los ha distraído, se sostiene en algo real. Quieren averiguar, en definitiva, si hay algo de piel y huesos tras ese saco de palabras que has ordenado en un libro y si de verdad es posible soñar tan fuerte como para que un pensamiento se convierta en algo real. Y ahí, justo ahí, es cuando sucede la magia. El lector, que ya sabe quién eres, qué te cabrea, qué te enternece, qué temas te interesan y hasta cómo cierras los ojos mientras te reclinas en un banco para que el sol de primavera te caliente el alma, va y te cuenta el sendero que han seguido tus palabras, cómo se le han enredado dentro. Como si le hubieses prendido una pequeña llama en su interior. Y así, de pronto, llega el retorno. Es esa emoción del lector la que te hace sonreír y provoca que te sientas menos inútil al volver a casa, como si tu existencia hubiese contado para algo, para alguien.
Tal vez la alquimia no esté solo en el número de ventas, ni en las largas o deshabitadas colas de lectores de la Feria, sino en esas miles de pequeñas llamas que se juntan y que después brillan poderosas en una gran hoguera. Qué gran victoria cuando, al acabar el día, nos sentimos un poco menos solos.
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